Un comerciante bajo la tiranía de Ulises Heureaux (Lilís)
Por Miguel Ángel Fornerín
El último cuarto del siglo XIX es uno de los períodos más interesantes de la historia dominicana. Coincide con la consolidación de la Revolución industrial estadounidense, con la abolición de la esclavitud en Estados Unidos, Puerto Rico y Cuba. Políticamente, en República Dominicana las fuerzas sociales parecen encaminadas a tener cierto equilibrio gubernativo, que se muestra en una aspiración liberal del partido Azul, con el general Gregorio Luperón. Todo parece que, como se ha dicho de Puerto Rico, se construye la narrativa de un ‘país del porvenir’ a través de una modernización por invitación (Curbelo, 2001).
Las fuerzas políticas caribeñas, dentro de la crisis del modelo de economía de plantación, tienden a buscar la independencia definitiva de España y en República Dominicana, algunas fuerzas ven ya como peligrosos para su independencia los movimientos económicos y militares que muy pronto le darán inicio a lo que llamó Pedro Mir, (1984) el corolario Roosevelt de la Doctrina América para los Americanos, con su antecedente del Destino Manifiesto (Gaztambide, 2006).
La economía se movió con los desplazamientos hacia República Dominicana de cubanos y puertorriqueños. La restauración de la República dirigida por la clase comercial del Cibao había consolidado la independencia; un nuevo relato nacional nacía de la clase liberal; la educación cambia, las visiones caribeñas o antillanistas nos hermanas y el deseo de progreso se convierte en práctica económica: nuevos medios de comunicación buscan unir las distintas zonas en la que los caciques son dueños de las haciendas y el poder político.
Santo Domingo, opacada en el período de la Restauración, es la vetusta ciudad que da aliento a un pasado hispánico venido a menos. Monte Cristi, Puerto Plata y Santiago tiene líderes que comandan los ejércitos, comerciantes exportadores que comercian mientras compran armas para fundar una nación ‘independiente de toda potencia extranjera’, como lo sentenció Juan pablo Duarte.
¿Cómo era la vida comercial en la ciudad de Santo Domingo bajo la dictadura de Lilís? No podemos contestar esta pregunta en un espacio como este. Habría que hacer una investigación más profunda. Pero, teniendo en cuenta la obra Navarijo (1956) y otros textos de la época, se puede iniciar una exploración del asunto. En esta obra, que constituye una biografía familiar, encontramos un fresco sobre la vida bajo la tiranía de Heureaux. Al hacer un relato de la vida vivida y del papel de su padre, Moscoso hace énfasis en la prácticas comerciales de entonces. Las actividades dedicadas al dios Mercurio eran una forma de avanzar la idea de progreso.
Juan Elías Moscoso (1835-1916), familiar de un eminente prelado católico de origen español, casado con la mulada María Sinforosa Puello y Sonkier (1843-1921), nieta del febrerista José Joaquín Puello, había participado en las luchas contra las invasiones haitianas; antes de la restauración había tomado partido por los que querían la vuelta a España. Crearon una familia típica de la época, entre los que surgieron el sacerdote Jesús, el político y poeta Abelardo, la educadora Anacaona, el científico Rafael María, el médico y escritor Francisco Ernesto, entre otro. Una familia que verá el fin de la sociedad tradicional patriarcal y el inicio de la sociedad moderna decimonónica.
Juan Elías, quien no apreciaba la política, se dedicó muy pronto al comercio. Se ubicó en el barrio Navarijo, situado en la parte oeste de la ciudad. En la ruta del camino de Güibia y el Camino de los Hacendados las recuas de campesinos que entraban por la Puerta del Conde.
El comercio de la ciudad era dominado por extranjeros, los dominicanos muy poco se dedicaban a estos menesteres. Dice, en Cartas a Evelina (1941), Moscoso Puello: “No hay más que dos medios dignos de ganarse la vida: o empleados del gobierno o en la oposición. El dominicano no entiende de otra cosa. El comercio es para el extranjero, y la industria también, porque no pueden ser políticos. Esta es la verdadera condición de Santo Domingo” (2000, 44). Influido por su experiencia macorisana, el autor no deja de unir esta apreciación al relato de la vida de su padre.
Don Juan Elías comienza sus actividades mercuriales en La Cruz de Regina, allí monta su tienda que, por las descripciones era un buen colmado, entre un pequeño almacén y una puérpera de barrio. Vende al detal, tiene una fija clientela a la que fía con la esperanza de recobrar su dinero. Le visitan los amigos, posiblemente se habla de la situación económica, los fusilamientos de Heureaux, desde el Decreto de San Fernando (1881), los avances de los mambises cubanos.
Las guerras y montoneras eran la preocupación de la clase comercial. Había nuevos impuestos para pagar la guerra, se desestabilizaba la moneda, y la inestabilidad política, podría llevar fácilmente a la ruina. Con el inicio del Gobierno de Heureaux, parecía llegar cierta estabilidad gubernativa. La maquinaria de ensoñación desarrollista estaba en pleno apogeo y una nueva narrativa sobre el desarrollo y el futuro se dejaba escuchar en los grupos más acomodados.
Su hijo lo describe así: “Mi padre, al revés de mi madre, tenía un carácter dulce, aunque enérgico. Era alto, delgado, blanco, de pelo lacio, de nariz perfilada, de ojos azules. La cara de mi padre era perfecta” (34). La segunda tienda que tuvo don Juan era, como narra Francisco Ernesto, mixta en la que además de arroz, habichuelas banilejas, manteca El gallo y mantequilla La vaca, había un departamento de fantasía en el que se vendía artículos de corte y confección para surtir a las modistas que, en sus talleres artesanales y con patrones de Francia, imitaban la moda de París. Allí estaba la botella de cerveza, el licor, el anís, la ginebra y el vinagre junto a los espejitos con tapas que solícitamente demandaban las marchantas; al lado de las tacitas para el café que rememoran a las de Talaveras. Por otro lado, el bacalao, un barril de la carne del Norte y jaranes. El emprendedor Juan Elías instaló un alambique… Una industria muy próspera entonces.
La situación económica cambió en la medida en que el régimen se afianzaba creando una nueva narrativa sobre la paz. Lilís fue llamado el pacificador y en la República liberal gobernó de nuevo el autoritarismo. Las respuestas a la situación política se ven en este libro en torno a las acciones de Abelardo Moscoso y Patricio, quienes simbolizan la patria y la lucha contra el autoritarismo. Como en La sangre (1913), de Cestero, el joven Portocarrero viene a representar una juventud, salida del Colegio San Luis Gonzaga o de la Escuela Normal, que no comulga con el tirano. La familia Moscoso Puello tuvo que buscar nuestros derroteros en Santiago, ciudad a la que accedieron por mar desde Samaná. Luego de fracasar sus negocios en el Cibao, regresan a la capital, cuando ya Jesús era cura, Abelardo un exiliado político, Anacaona una maestra normalista, y la familia llega al estado de pobreza. Y es entonces que encuentra otro espacio en San Pedro de Macorís. Francisco Ernesto narra el día en que recibieron la noticia de la muerte del tirano. También frente al muelle al Higuamo, se hundió el barco Restauración de Heureaux y terminaba un período político de más de dos décadas. Un tiempo de esperanza carcomida de nuevo por el autoritarismo.