Colas del hambre en Italia
Por Víctor García Guerrero
En Italia van a votar con las mayores colas del hambre desde la Segunda guerra mundial. En Milán, capital del dinero, los bancos de alimentos atienden cada vez a más gente. La periodista Irene Savio, en la cola de Pane Quotidiano, ha encontrado a familias, jubilados y parados. «Milán es un termómetro», dice un voluntario, «si aquí las cosas están mal, no quiero imaginar lo que se avecina en el resto de Italia». El año pasado uno de cada cuatro italianos ya estaba en riesgo de exclusión social: catorce millones de bocas a las que la inflación empuja al hambre: los precios aumentan, pero no pensiones ni salarios. Muchos estómagos vacíos no votarán: en mi hambre mando yo.
Josep Plá decía que el «lance diario, habitual, trágico e ineluctable de Italia es comer». Ahora que muchos no comen, quizá dejan también de saber qué es su país. En esa incertidumbre arrecian ultras enfundados en banderas tricolores que dicen saber lo que es y lo que no es Italia. Sí se sabe que se sigue comiendo pasta a diario lo que significan ingentes cantidades de trigo. Italia lleva años importando cereal porque no produce lo suficiente, o porque sale más barato importarlo de Ucrania. El trigo de Ucrania, ese que Rusia debía dejar salir para que no se muriesen las legiones famélicas de África, está yendo, en realidad, a Europa. El hambre siempre es de los otros.
Volviendo a Plá. El periodista catalán recuerda que el fascismo de Mussolini solo pudo presentar batalla en los grandes polos industriales cuando tuvo el respaldo del agro. Hoy es al revés: los Fratelli d’Italia («Hermanos de Italia, Italia ha despertado», empieza el himno) quieren conquistar Roma desde el norte compartido con la Liga y el Sur terrone donde el Movimiento Social Italiano de los hijos de Mussolini creció para alejar a los campesinos del comunismo. Leonardo Sciascia, siciliano, creía que a Italia la corrompía la doblez, «una doblez constitucional, que emana del poder, se multiplica y vuelve al poder, depurada, de los desechos y venenos que acaban abajo».
El veneno, o sea, de nuevo, la comida. El placer, como el que buscaban los antiguos romanos en Ostia y el mismo Pasolini en las arenas miserables de aquella playa donde le quitaron la vida por el polvo más triste del mundo. A Pasolini lo echaron del Partido por comunista y visionario. Ejercía la doblez: renegaba de ser italiano pero retrataba a su país en celuloide. La patria es la lengua y el frame: una idea subjetiva. En la Sicilia hambrienta de Sciascia, Italia y las certezas quedaban tan lejos que un viajero podía preguntar tres veces si su tren iba a Agrigento. Y tres personas, incluido el maquinista, le responderían «a lo mejor»: o a lo mejor a Trápani, Mesina… o al infierno.