De odio, violencia y el 30 de mayo

Por César Pérez.

El acoso, la agresión física y verbal de un grupito ultranacionalista contra haitianos asentados en la urbanización Ciudad Juan Bosch, el cuestionable manejo de esa circunstancia y los apresamientos violentos, masivos y violatorios de elementales derechos humanos son absolutamente inaceptables.

Es muy posible que la suma de las muertes ocasionadas por el odio que conduce a la intolerancia y a la violencia de carácter político, religioso, racista y xenófobo, sea mucho mayor que las originadas por todas las pandemias que a lo largo de la historia han segado millones de vidas. Lamentablemente, esa perenne pandemia sólo la recordamos cuando acontece una de las recurrentes matanzas de corte racista en algún centro educativo de los EEUU, o cuando ocurren determinadas y frecuentes acciones terroristas individuales, de grupos o de estados que, en nombre de inverosímiles “causas”, en diversos países causan las más absurdas matanzas colectivas o de singulares personas.

En nombre del supremasismo blanco o de cualquier etnia y de “limpieza étnica”, en innumerables países se han cometido las más atroces barbaries, pero también se han hecho en nombre de una creencia, cultural, política contra los “diversamente” pensantes o de opción sexual. En ese sentido, sobre todo en los últimos tiempos, en todas partes del mundo se construyen las más descabelladas teorías de las conspiraciones, defendidas con abigarrados argumentos. Aquí tenemos un grupo que, generalmente bajo la sombra del poder de turno, no se cansa de predicar entre sus feligreses el disparate de la imaginada conspiración de “tres potencias para imponer sus agendas” fusionistas, proabortistas y de género”.

Ese grupo, con su permanente prédica del odio a través de sus variopintos seguidores en redes sociales y en medios de comunicación, mantiene vivo uno de los aspectos más ominosos de la dictadura trujillista: el odio de signo racista y xenófobo. En ese sentido, es pertinente que en esta y las venideras fechas de recordación del ajusticiamiento de Trujillo, también se recuerde la masacre o corte del 37. No olvidarla, porque las recurrentes acciones tipo progroms contra nacionales haitianos o de dominicanos de ese origen asentados en comunidades o espacios urbanos podrían terminar en masacre, con funestas consecuencias políticas, económicas y morales para la conciencia colectiva de esta nación.

El acoso, la agresión física y verbal de un grupito ultranacionalista contra haitianos asentados en la urbanización Ciudad Juan Bosch, el cuestionable manejo de esa circunstancia y los apresamientos violentos, masivos y violatorios de elementales derechos humanos son absolutamente inaceptables, porque provocan el pánico en una población esencialmente generadora de riqueza para este país. Vivir con el terror de que un día pueden irrumpir tu casa, destruirla, desaparecerte o mandarte fuera de este país en gran medida nos recuerda lo que vivimos muchas familias antitrujillistas. Una pesadilla que está viva en la conciencia nacional y que ese grupito que, como remora medra a la sombra del poder, con sus acciones la hace más lacerante.

El terror de que una banda delincuencial, en nombre de un régimen, una idea, una ideología y hasta en nombre de la “patria”, irrumpa un hogar, mate y destruya lo he vivido en carne propia. Pocos días después del ajusticiamiento del tirano, una banda de terroristas conocidas como los paleros que final de régimen, con odio y saña arremetieron contra familias, individualidades, colectividades políticas y hasta religiosas. Mi casa materna fue un espacio de actividades culturales y políticas de muchos jóvenes de las barriadas de la zona norte de la capital, allí, adolescente, escuché conversaciones de mi padre con amigos y familiares en las que se planteaba como opción el ajusticiamiento de Trujillo. Algunos amigos de mi hermano mayor que frecuentaban mi casa pagaron con sus vidas, en las ergástulas del régimen, su oposición a la dictadura.

Pocos días después del 30 de mayo del 61, encinta y con una niña de tres años, mi madre vivió el vejatorio terror de ver su casa rodeada por una banda de paleros profiriendo insultos y amenazas con quemarle su casa con ella, sus hijos y esposo dentro. Sólo la oportuna intervención de los vecinos, con quienes mis padres tenían relaciones de buena vecindad y de extendida red de compadrazgo evitó la tragedia. Pero antes de abandonar el asedio, a puras pedradas, le rompieron los tragaluces a la casa y el parabrisas de la camioneta de mi padre. Fue una de las tres casas de Villa Juana y La Fe agredida por los paleros.  Esa acción fue parte de la intolerancia y violencia que generaba el odio y el miedo que utilizaba el trujillismo contra singulares opositores, familias instituciones o colectividades.

En tan sentido, nadie, con un mínimo de sensibilidad ciudadana debe dejar de protestar contra la irrupción militar o paramilitar ilegal en una casa, un asentamiento o en un espacio privado o público. Es verdaderamente preocupante que durante la rememoración de una fecha como el 30 de mayo, declarada Día de la Libertad, un grupito haga acciones que recuerdan ominosos aspectos de la más larga, dañina y oprobiosa dictadura que haya vivido nuestro país en toda su historia. Una evidencia de que todavía vivimos la pandemia del odio, de la violencia

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