El último viaje de Lilís
Farid Kury
El último año del tirano Ulises Heureaux, Lilís, al frente de la nación, fue muy agobiante. La crisis económica del país se agravó, y eso lo mantenía en un estado de permanente preocupación. No era difícil darse cuenta, y menos para un hombre de la astucia de Lilís, que la dictadura que había construido a sangre y fuego, estaba herida de muerte.
Como siempre ocurre con las crisis económicas, el agravamiento de ésta agitaba los espíritus. Entonces, para calmar los ánimos, el dictador autorizó la incineración de grandes cantidades de papeletas, las famosas papeletas de Lilís, que eran cambiadas a una tasa inaceptable, lo cual en vez de solucionarle el problema, lo agravaba. En realidad, el tirano estaba enjaulado, y no encontraba la manera de salir de esa jaula en la que él mismo, con su desacertada política económica y su irracional represión se había metido.
En medio de todo aquello decidió viajar al Cibao a supervisar la incineración de billetes que se hacían en presencia de personas honorables de cada comunidad con el fin de darle confianza a la operación.
Después de seleccionar un grupo de leales escoltas, a bordo del crucero «Presidente», el mejor de la flota de guerra dominicana, salió hacia el puerto de Sánchez. Allí recibió informes de que en diferentes localidades se preparaban atentados contra su vida. Incluso recibió un mensaje escrito que le advertía que en Moca debía cuidarse de Mon, el hijo de Memé Cáceres. Lo leyó sin mostrar ninguna preocupación. También varias brujas y adivinadoras le hicieron llegar mensajes acerca de sus revelaciones donde se le caían los dientes o donde aparecía muerto y envuelto en sangre. A todo eso, sólo dijo que «esas son vainas de mujeres».
Muchos amigos, confidentes, y la propia Juana Ogando, su principal amante, les pidieron que no continuara el viaje. Pero Lilís, como quien va al encuentro de su inapelable destino, en vez de regresar a la capital o tomar medidas de seguridad, hizo lo contrario. Ordenó a todos sus acompañantes a retirarse en el mismo barco hacia Puerto Plata. Y se le oyó decir: «Voy, qué carajo, nadie muere en la víspera».
De Sánchez siguió a La Vega, y aunque pudo hacerlo en el ferrocarril, prefirió viajar a caballo, acompañado de su secretario personal y sólo de un ayudante. En la ciudad olímpica le reiteraron las versiones de los atentados y en esta ocasión recibió una nota escrita del general Loló Pichardo, enviada desde la capital, en la que le aportaba pruebas en ese sentido. Pero el tirano lo que dijo fue «esas son vainas de Loló», y continuó su viaje sin escoltas hacia Moca. Y cuando el comandante de la plaza le ofreció un batallón para protegerlo lo que le dijo fue: «Mire general, déjese de pendejadas, el miedo de los hombres se mide por el largo de su escolta».
En el camino se quejó por primera vez de sus viejas heridas y con el pretexto de cambiar de caballo se detuvo varias veces a descansar. En una de esas paradas, casi llegando al poblado de Moca, le llegaron 20 hombres preparados y enviados para su protección por el gobernador de La Vega, Zoilo García. Pero, de forma inexplicable, los devolvió y siguió su camino acompañado sólo de sus dos ayudantes. Dicen que al jefe del pelotón le dijo: «Devuélvase enseguida y dígale al general Zoilo García que yo me cuido sólo».
No hay dudas, el moreno se encaminaba a juntarse con la muerte. La tarde del martes 25 de julio llega a Moca y allí sus partidarios lo reciben con muestras de simpatías, pero al mismo tiempo algunos le advierten de la conspiración. Pero de nuevo no se inmuta ni se perturba. Parecía no importarle lo que podía pasar con su vida. En la noche, en el club del pueblo, se ofreció un agasajo en su honor, y entre los presentes pudo ver con sus propios ojos a los denunciados como conspiradores, y tampoco se perturbó. Pero cuando vio a Mon Cáceres, el hijo de Memé Cáceres, de cuya muerte se acusaba, sin fundamento, al dictador, le dijo a un ayudante, ¿Qué le pasa a ese muchacho que está nervioso?. «No me gusta como me mira el hijo de Memé», dijo al sentirse acosado por la mirada imprudente del muchacho que lo delataba. Pidió que se lo presentaran, y cuando lo llevaron a su presencia le dijo: «Yo quería mucho a tu papá». Mon, confundido, salió intempestivamente, y Lilís por un momento pensó mandarlo a trancar, pero la bulla del jolgorio lo llevó a atencionar otras cosas y se olvidó de Mon.
En la noche durmió como un lirón, y al otro día, en la mañana, antes de salir hacia Santiago, fue a visitar a su compadre, el comerciante Jacobo de Lara, cuyo hijo, Jacobito, estaba en la conspiración. En el camino una mujer se le acerca y le entrega una nota de una amante que le advertía del peligro que le acechaba. Pero creyendo que se trataba de una solicitud de dinero, se la metió en su bolsillo sin leerla.
Mientras tanto, Mon y Jacobito, están en el negocio y observan la llegada del hombre que acechan para matar. Mon sabe que ese es su momento de ajustar cuentas y de entrar a la historia por la puerta grande, y no quiere, por nada del mundo, desaprovechar la oportunidad. Lilís llega a la puerta del negocio, saluda a su compadre, habla con él un rático, pero cuando se está despidiendo, Jacobito, el hijo de apenas 16 años, le dispara. El tiro le roza la nuca y le vuela una oreja. Lilís, terriblemente impactado, sólo tiende a cubrirse el rostro con el brazo lisiado, y con el otro jala por el arma. No sabe por dónde le tiran ni cuántos ni quiénes son, pero el instinto de conservación lo lleva a luchar por la vida, él que en todos esos días había desafiado, tal vez incrédulo, la misma muerte.
Pero ahí aparece Mon, el muchacho que había visto la noche anterior, y viniendo desde la puerta del negocio le dispara cinco tiros sin fallar ni uno. Sacudido por el impacto mortal de las balas alcanza a ver al muchacho que le dispara y lo reconoce, y dicen, que le dijo: «Muchacho del carajo no me mate». Pero el tirano está a un segundo, sólo a un segundo, de la muerte. Al instante sus piernas no resistieron más y se desplomó, no sin antes llevarse de dos tiros a un mendigo de 88 años que se le había acercado para pedirle limosna. En ese momento, todos los presentes allí, supieron que el hombre que durante veinte años había decidido la vida y la muerte de muchos hombres, estaba muertecito.