La retórica ultra contra el globalismo: ¿cuáles son sus raíces?
Por Daniel Bernabé. RT. Finales de agosto de 2019, Biarritz, Francia. El G7 realiza una de sus reuniones periódicas que es respondida por una serie de protestas. En la cercana localidad de Bayona se producen algunas cargas policiales, 68 detenidos, en todo caso nada comparable a los conflictos que despertaban estas cumbres a finales de los noventa. Hago un comentario cargado de cinismo en Twitter: «No sé por qué detienen a los antiglobalización que se manifiestan teniendo dentro de la cumbre como representante a Donald Trump». Casi nadie lo entiende: Trump era un declarado enemigo de la globalización, pero de manera muy diferente a la de los que una vez se llamaron altermundistas. Paradojas de los cambios operados en los ejes políticos de estos últimos 20 años.
Si hoy alguien utiliza de forma peyorativa la palabra «globalismo» es muy probable que se trate de un ultraderechista. Hace dos décadas, sin embargo, la antiglobalización fue la primera respuesta al proyecto neoliberal una vez desaparecida la Unión Soviética. No la única. De hecho, en 1999, cuando las calles de Seattle acogieron la protesta contra una cumbre de la OMC, en lo que se considera el origen espectacular del movimiento, Hugo Chávez ganaba las elecciones presidenciales venezolanas, en lo que podríamos definir como el fin de la década negra latinoamericana. Pero, cosas del anglocentrismo, en aquel entonces parecía importar más lo que sucedía en la ciudad del grunge.
Una descripción: el movimiento antiglobalización no era de izquierdas, no sólo. Mucha de la izquierda clásica estaba presente pero ya no ejercía como dirección. De hecho, aquello se calificaba de movimiento, no de partido que organizaba a un sujeto político, que en este caso no tenía que ver con la clase social sino con la diversidad de colectivos. Las reivindicaciones, sin embargo, seguían siendo de base económica, a diferencia del componente identitario que tomó fuerza en la siguiente década. Tras Seattle, Washington, Praga, Génova, Barcelona y así una larga lista de ciudades que acogían cumbres de los organismos internacionales y a su vez contracumbres y protestas. Como base propia el Foro Social de Porto Alegre a partir del 2001.
En la búsqueda de la transversalidad se perdió la necesaria concreción que, al menos en el siglo XX, había sido clave para las incontables victorias del movimiento obrero, uno que por aquel entonces era un anatema. Eran los tiempos de reivindicar «las multitudes» y calificar a las clases sociales como una antigualla.Daniel Berbabé.
La antiglobalización para 2005 se había desinflado como movimiento de relevancia mundial. Dentro de sus virtudes, la mayor fue la educar a toda una generación de jóvenes en aquello que se denominaba «pensamiento crítico». Una de sus debilidades fue, precisamente, la misma. La huida para desvincularse de la izquierda clásica daba eufemismos como el del «pensamiento crítico». ¿Crítico con qué? ¿Bajo qué programa? ¿Con qué herramientas? ¿Con qué sujeto? Ninguna de aquellas preguntas se contestaba realmente: en la búsqueda de la transversalidad se perdió la necesaria concreción que, al menos en el siglo XX, había sido clave para las incontables victorias del movimiento obrero, uno que por aquel entonces era un anatema. Eran los tiempos de reivindicar «las multitudes» y calificar a las clases sociales como una antigualla.
Todo esto no implica que el altermundismo no diera una gran cantidad de valioso material teórico y experiencia organizativa a mucha gente. También algunas medidas concretas como la Tasa Tobin. Probablemente no se pueden comprender los indignados españoles o Occupy Wall Street del año 2011 sin las protestas de 2001. Tampoco que muchos de estos activistas se posicionaran de una forma acrítica respecto a Libia, Siria y Ucrania, países donde se utilizó la coartada de las protestas como mascarada para dar golpes de Estado que desembocaron en cruentas guerras civiles. De tanto buscar la liquidez parece que se licuó hasta el olfato.
Este tipo de contradicciones no sólo se dieron respecto a las «revoluciones de colores», sino también en el momento de ascenso de la antiglobalización. La multiplicidad de reivindicaciones, la falta de una dirección y desde luego un cuerpo teórico compartido, permitieron que se colaran todo tipo de monstruos en aquel movimiento. No era raro ver a medios de comunicación alternativos compartiendo vídeos de Alex Jones, que a la postre se demostró un ultraderechista convencido. Tampoco que las teorías de la conspiración arraigaran en algunos sectores de este movimiento. Se pasó de hablar del FMI a dar pábulo a entretenidos oscurantismos como el Club Bilderberg. Cabían las explicaciones geopolíticas sobre la Guerra de Irak, también las teorías que calificaban al atentado del 11S como «una operación de falsa bandera». El movimiento obrero del siglo XX aspiraba a cosas muy concretas. El anticapitalismo de principios del siglo XXI fue un pandemónium de difícil digestión.
La crítica al globalismo de los ultras es tan sólo una coartada, una conveniente máscara para que las opciones más reaccionarias pasen por rebeldes. El populismo de ultraderecha dice atacar a «las élites», que nunca son las económicas, sino un difuso enemigo compuesto por burócratas.Daniel Bernabé.
¿Estamos afirmando que la retórica contra el globalismo de la ultraderecha actual es hija directa del movimiento antiglobalización? Ni mucho menos. Todo es producto de su época y el altermundismo fue la respuesta que pudo darse a la etapa triunfante neoliberal, tras las ruinas humeantes del Muro de Berlín y la tercera vía socioliberal. Lo cual no implica que, en aquel momento, se abrieran de forma inconsciente unas puertas que la ultraderecha ha sabido aprovechar 20 años después: la rebeldía abstracta, el sujeto político como multitud indefinida y un cierto componente de paranoia antisistémica. Tampoco podemos obviar que el movimiento antiglobalización fue inmisericorde en sus críticas a la izquierda de clase organizada en partidos y sindicatos: una ilegitimidad que hizo mella en el imaginario común.
La crítica al globalismo de los ultras es tan sólo una coartada, una conveniente máscara para que las opciones más reaccionarias pasen por rebeldes. El populismo de ultraderecha dice atacar a «las élites», que nunca son las económicas, sino un difuso enemigo compuesto por burócratas. También utiliza la palabra soberanía, como nacionalismo excluyente, sin concretar nunca cuáles son las medidas concretas frente al sistema financiero internacional. Y por supuesto se apunta al carro del caos dónde y cuándo toque: desde los antivacunas hasta los preparacionistas del colapso. La ultraderecha es capaz de hablar «del gran apagón» y en el mismo momento atribuir la idea de cambio climático a una conspiración china. O enarbolar la teoría de la «la gran sustitución» pero apostar por una economía de explotación a la mano de obra inmigrante. También hablar de un «lobby gay» que destruye las familias y, a la vez, presentar a candidatas abiertamente homosexuales como reto a los integristas islámicos. Si hay un movimiento de multitudes inconexas, atemorizadas y enfadadas esa es la ultraderecha, la perfecta liquidez posmoderna al servicio de las ideas más retrógradas.
La izquierda debería haber salido fortalecida tras la crisis económica de 2008, su ciclo posterior de protestas y la pandemia de 2020, donde los servicios públicos se hicieron indispensables. Y así, en cierta medida, ha sido: algunos destellos se vieron en la pasada década, algunos se ven en el inicio de esta. Pero, sin embargo, su crecimiento no se ha consolidado frente a unos ultras que, pese a reveses como la derrota de Trump, no pierden fuerza en Europa. La inestabilidad, la tiranía del fraccionamiento digital, la ponzoña mediática y la generosa financiación de muchos grandes empresarios les favorecen. También que el progresismo no pase página, de una vez por todas, a determinados mitos, complejos y lugares comunes que la antiglobalización dejó latentes.