Pulmones en venta: el mercado negro que devora los humedales del Ozama

En el Gran Santo Domingo, donde el concreto y el asfalto imponen su ley, persiste un archipiélago de vida que resiste en silencio. Son los humedales del Cinturón Verde: pulmones y riñones de la capital, un patrimonio que equilibra la temperatura, da oxígeno, recoge aguas, atenúa inundaciones y ofrece refugio a especies que todavía encuentran en esos bordes de ciudad un hogar posible.

El Parque Nacional Humedales del Ozama concentra buena parte de esos ecosistemas: lagunas, manglares, ciénagas y bosques de galería que funcionan como filtros biológicos, amortiguadores de crecidas y reservorios de biodiversidad. Sobre el papel, su salvaguarda es incuestionable. En el terreno, la historia es otra.

La imagen es conocida: camiones que descargan escombros y basura a plena luz del día, o amparados por la oscuridad, para “ganarle tierra al agua”. Lo que empieza con una cama de ripio y cascotes continúa con tierra, rellenos sucesivos y, finalmente, la parcelación. De pronto, donde había un humedal aparece un solar “vendible” y un asentamiento inestable. El resultado es una ciudad que expulsa naturaleza y compra riesgo.

La denuncia más reciente lo vuelve a poner frente al espejo. La periodista Odalis Castillo y su equipo de Tras la verdad documentaron el asedio diario a los Humedales del Ozama: descarga de residuos, deforestación, tala de bosques de galería y un mercado negro de terrenos que se mueve con sorprendente normalidad. No es un accidente, ni un episodio aislado. Es un patrón.

La destrucción se explica por una mezcla repetida: vacíos de aplicación de la ley, ambigüedades normativas, permisividad institucional y una cadena de actores —informales y formales— que obtienen ganancias inmediatas mientras socializan los costos ambientales y sociales.

Lo que se pierde no es solo paisaje; se pierde seguridad hídrica, estabilidad del suelo, calidad del aire y resiliencia climática. Se pierde ciudad.

Un cinturón que nació con grietas

Para dimensionar la crisis conviene regresar al origen. El ambientalista Luis Carvajal, director del Departamento de Medio Ambiente de la UASD, apunta a la visión fundacional del Cinturón Verde de Santo Domingo, concebido como instrumento estratégico de planificación y protección. Su basamento es el Decreto 183-93 (24 de junio de 1993), que ordenó crear una franja que rodeara la ciudad para regular su crecimiento, resguardar cursos de agua y preservar reservas naturales.

Los objetivos eran claros y se sostenían en tres pilares: La protección hídrica que preserve los ríos, arroyos y las múltiples fuentes de agua que rodean la ciudad, estableciendo franjas de preservación de hasta 100 metros a cada lado de ríos principales -Ozama, Isabela y Haina-; la contención urbana que evite el crecimiento horizontal descontrolado de la capital, y las reservas ecológicas que procuren resguardar espacios que funcionen como «pulmones verdes» para sanear el ambiente en una ciudad en expansión.

El artículo 3 del decreto fue categórico: “No se permitirán asentamientos ni actividades productivas salvo las contempladas en planes de manejo y autorizadas por el Poder Ejecutivo”. Además, instruyó a la CONAU a proteger y levantar un catastro para clarificar la titularidad de los terrenos. Ese catastro nunca se concluyó con la contundencia necesaria y el vacío se volvió puerta abierta.

Según Carvajal, una debilidad congénita complicó todo: los límites se definieron con coordenadas geodésicas, pero no se tradujeron en demarcaciones físicas claras. Sin hitos, vallas o señalizaciones visibles, el Cinturón Verde fue, desde el inicio, un “parque de papel”: sólido en el expediente, frágil en la realidad. Ese desajuste permitió invasiones, rellenes y una erosión paulatina de fronteras que continúa hasta hoy.

Dónde está el agua: el mapa de las zonas

El Cinturón Verde cubre más de 130 kilómetros alrededor del Gran Santo Domingo. Las áreas críticas son las de mayor presencia de agua y vegetación asociada a humedales:

La Zona E: riberas del río Ozama, el cauce más emblemático y también uno de los más contaminados. Zona F: el núcleo de lagunas, ciénagas, manglares y caños, con más de 68 kilómetros, donde se ubica el Parque Nacional Humedales del Ozama, y la Zona G, que incluye los manantiales del Cachón de la Rubia, un ícono natural y social.

La Ley 64-00 (2000) reforzó la obligación pública de proteger estos ecosistemas y consolidó el rol del Ministerio de Medio Ambiente como autoridad rectora. En teoría, el andamiaje jurídico es suficiente para sostener la integridad del Cinturón Verde. En la práctica, los rellenos y las ventas fraudulentas avanzan más rápido que la fiscalización.

Manual del relleno: cómo se destruye un humedal

El patrón se repite con la precisión de un guion aprendido. Primero, se identifica un tramo vulnerable: una laguna poco vigilada, un caño alimentado por lluvias, un borde de manglar. Segundo, llegan los camiones con escombros y residuos de construcción; a veces también basura doméstica. El objetivo es colmatar hasta lograr una superficie aparente de “tierra firme”.

Tercero, viene la parcelación y la venta de solares. Familias vulnerables compran —por montos que pueden alcanzar los RD$350,000— lotes en zonas de riesgo hídrico, sin servicios básicos y con estabilidad geotécnica comprometida. A veces, sobre la misma superficie recién rellenada se levantan construcciones ligeras que pronto exigen energía, agua y vías de acceso.

En puntos como las inmediaciones del Teleférico de Santo Domingo, tramos del río Ozama y sectores de Santo Domingo Oeste (como Bayona), la evidencia de rellenos y ocupaciones ha sido documentada periodísticamente.

A la par, dentro de áreas protegidas o sus zonas de amortiguamiento operan no solo viviendas informales, también instalaciones industriales. Se ha señalado el caso de una fábrica de bloques vinculada a un asesor presidencial, y se ha acusado a instancias municipales —como el Ayuntamiento de San Luis— de verter desechos en áreas del parque.

El ciclo tiene su lógica económica: barato para el que rellena, caro para la ciudad. Barato, porque el principal insumo son residuos que alguien necesita sacar de la vista; caro, porque la factura urbana y ambiental llega después en forma de anegamientos, colapso de drenajes, contaminación y emergencias que el Estado debe atender.

Dos mundos, un mismo negocio

Sería ingenuo pensar que la destrucción es solo obra de actores informales. El sector inmobiliario formal también participa, aunque por carriles distintos. La Ordenanza 04-17 del Ayuntamiento de Santo Domingo Este, por ejemplo, permite edificaciones de hasta 25 niveles en el litoral norte de la avenida Ecológica, un corredor que toca áreas sensibles del Cinturón Verde.

La presión por suelo y la generación de toneladas de escombros completan la ecuación: lo formal produce el material que lo informal necesita para rellenar humedales. La retroalimentación es perfecta. Se privatizan las ganancias de ambos extremos y se socializa el riesgo. Donde la ciudad debería conservar amortiguadores naturales, crea focos de futuras catástrofes.

El Estado: presente en la firma, ausente en el terreno

La crítica del arqueólogo y ambientalista Domingo Abreu Collado es directa: la autoridad ha sido débil para hacer cumplir la ley. La ausencia en puntos críticos alentó el miedo entre quienes podrían denunciar. Cuando la fiscalización aparece solo tras el escándalo, se vuelve gesto mediático, no política sostenida.

No se trata únicamente de omisiones. Existen querellas formales que apuntan a complicidades. Un caso señalado denuncia que el ministro de Medio Ambiente y el viceministro de Vivienda y Edificaciones habrían otorgado un permiso ilegal para construir más de 300 apartamentos en Cuesta Brava, Arroyo Hondo, dentro del área protegida.

La clasificación del proyecto como de “bajo impacto” (Categoría C) pese a superar los 18,000 m² —umbral que excede lo que esa categoría permite— sugiere algo más que torpeza. Es, como mínimo, una manipulación del sistema de evaluación ambiental. Cuando el regulado dicta las reglas, el ecosistema pierde.

La trinchera movediza: zona de amortiguamiento

En teoría, la zona de amortiguamiento funciona como un colchón protector entre la actividad humana y el núcleo de un área protegida. De hecho, el Decreto 571-09 estandariza 300 metros de amortiguamiento para numerosas unidades de conservación.

En la práctica, esa franja se ha convertido en tierra de nadie. Un viceministro de Áreas Protegidas llegó a minimizar una agresión diciendo: “Eso no es área protegida, es zona de amortiguamiento”. La frase condensa un error de concepto y un permiso implícito.

La Resolución 0010/2018 del Ministerio de Medio Ambiente regula expresamente lo que puede y no puede hacerse en esas zonas. Pero la aplicación ha sido errática y, desde noviembre de 2022, se reconoció que esa resolución necesitaba actualización.

La actualización no llegó, y el vacío normativo-operativo se volvió coartada. Justo ahí, en esa franja gris, el Cinturón Verde pierde cada día algunos metros.

La zona de amortiguamiento, concebida como un escudo protector, ha sido instrumentalizada por desarrolladores y sus facilitadores para avanzar la frontera de la destrucción bajo un falso velo de legalidad, argumentando que no están técnicamente «dentro» del área protegida principal. Es en esta franja donde el Cinturón Verde está perdiendo la batalla.

Lo que se borra cuando se gana un solar

Los humedales son infraestructura natural. Hacen sin nómina ni factura lo que exigiría millones en obras civiles: purifican agua al retener sedimentos y contaminantes; recargan acuíferos al infiltrar lentamente; amortiguan inundaciones al absorber picos de lluvia y crecidas; fijan carbono con una eficiencia superior a otros ecosistemas; regulan microclimas; proveen hábitat a fauna y flora.

En los humedales del Ozama se han reportado al menos 61 especies de fauna entre peces, anfibios, reptiles y una amplia variedad de aves residentes y migratorias. Cada metro cuadrado rellenado es hábitat perdida, corredor biológico cortado, y presión adicional sobre una cadena trófica que aguanta menos de lo que parece.

La referencia de Abreu Collado es clara: cuando la ciudad rellena un humedal para vender un solar, compra una hipoteca ambiental: más calor, más anegamientos, más costos de salud pública, más inversión futura en diques, bombas y drenajes. Y compra, sobre todo, inequidad: quienes menos contaminaron suelen vivir en los lugares más expuestos.

Los traficantes de tierras y los desarrolladores inmobiliarios obtienen un beneficio privado e inmediato. Mientras tanto, los costos —el daño a la propiedad por inundaciones, la contaminación de las fuentes de agua, las crisis de salud pública, y la eventual necesidad de construir costosas obras de mitigación— son transferidos al Estado y a la sociedad en su conjunto.

Es una transferencia masiva de riqueza y riesgo, donde el bien común es sacrificado en el altar del lucro privado, dejando una hipoteca ambiental y financiera que la ciudad podría no ser capaz de pagar.

La recuperación del Cinturón Verde es un desafío monumental, pero es una batalla que Santo Domingo no puede permitirse perder. Requiere una combinación de mano dura contra la criminalidad, inteligencia en la planificación y una alianza inquebrantable entre un estado comprometido y una ciudadanía vigilante.

La contabilidad del desastre

La ecuación económica de la destrucción es tan simple como injusta. Quien rellena y vende captura la ganancia privada inmediata. La pérdida se distribuye: familias que compran de buena fe en zonas inviables; barrios que padecen inundaciones recurrentes; ayuntamientos que no pueden con el mantenimiento de drenajes que cargan con sólidos y lodos; un Ministerio de Salud enfrentando brotes asociados a aguas contaminadas; y un Estado obligado a obras de mitigación cada vez más costosas.

Un estudio reciente sobre los humedales establece que no es solo un problema ecológico. Es finanzas públicas en rojo, planificación urbana hecha trizas y confianza institucional erosionada. Es, en suma, una transferencia masiva de riqueza desde el bien común hacia intereses particulares.

Salir del atolladero exige una combinación de fuerza, inteligencia y perseverancia. No sirve un operativo rimbombante cada cierto tiempo. Se requiere política pública sostenida.

La recuperación del Cinturón Verde es un desafío monumental, pero ineludible. Requiere mano dura contra la criminalidad, planificación inteligente y una alianza entre Estado y ciudadanía vigilante.

Perder los humedales sería hipotecar el futuro de Santo Domingo: un costo demasiado alto para una ciudad que ya respira con dificultad.
Por Ivonne Ferreras, Panorama.

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