Terrorismo de Estado contra el acuerdo de paz
Por Eduardo Giordano. CTXT. Hace menos de un mes escribíamos sobre la intensidad que cobraron las masacres y asesinatos de líderes sociales colombianos durante el gobierno de Iván Duque, documentando su escalada durante la pandemia y a lo largo del pasado mes de agosto. En las tres semanas transcurridas desde entonces se produjeron otras 18 masacres, aumentando el siniestro contador de este año hasta la cifra de 61 matanzas colectivas.
La mayor parte de ellas son producto del ensañamiento de los paramilitares y las fuerzas armadas que los apoyan en las zonas rurales y del interior del país. Sin embargo, los días 9 y 10 de septiembre se produjo una masacre de jóvenes en Bogotá perpetrada por la fuerza pública durante las protestas por el asesinato de Javier Ordóñez, torturado por la policía colombiana un día antes a la vista de todos.
Nuevas masacres y crímenes políticos
Cada masacre o asesinato político es una tragedia con nombre propio, que, además, desestructura todo el entorno social del campesino, indígena, joven estudiante, transexual o líder político asesinado. Por eso en muchas crónicas de estos días que denuncian los asesinatos de civiles cometidos por acción u omisión del Estado se reportan las identidades de los fallecidos, para recordarlos por sus nombres. En la crónica de cada masacre se busca visibilizar a quienes quedan doblemente sepultados, bajo las balas de la represión y también entre las cifras de muertos.
En las primeras tres semanas de septiembre se reportaron las siguientes masacres:
El 4 de septiembre se comunicó la masacre de cuatro personas no identificadas, trasladadas junto a un río para fusilarlas en el tranquilo municipio turístico de Buesaco, Nariño. Es la quinta masacre en menos de un mes que se reporta en este departamento. Al día siguiente, el 5 de septiembre, las autoridades del departamento del Cauca confirmaron que tres hombres habían sido asesinados en la zona rural de Tambo. Los cuerpos aparecieron con las manos amarradas, tirados en un camino y con heridas de bala. En el mismo municipio hubo una masacre de seis personas dos semanas antes.
El 8 de septiembre se alcanzó un nuevo récord del horror, al reportarse cuatro masacres en solo 24 horas, con un saldo de 14 muertos: cinco personas acribilladas en un billar en el municipio de Zaragoza, en Antioquia (cuatro mineros y el dueño del billar), presuntamente por los paramilitares del Clan del Golfo; tres personas masacradas en el sur del departamento de Bolívar, donde pocos días antes también fue asesinado un dirigente de las extintas FARC; otras cuatro personas, incluido un menor de edad, fueron asesinadas en el Carmen de Bolívar por hombres vestidos de negro que dispararon indiscriminadamente; y la cuarta masacre se produjo dos días antes en la región del Magdalena Medio, involucró a una mujer venezolana embarazada y dejó herida una tercera persona que finalmente falleció este día.
205 líderes sociales y defensores de los derechos humanos han sido asesinados en lo que va de 2020, según reporta Indepaz
El 15 de septiembre se comunica una nueva masacre de tres personas, otra vez en el departamento de Antioquia, en el municipio de Cáceres, días después de que en esa región se produjeran desplazamientos forzados por la presencia de grupos armados ilegales. Antioquia, la retaguardia del ex presidente Uribe, que antes fue su gobernador, es la región que acumula más terror colectivo en lo que va de año: 14 de las 61 masacres reconocidas hasta esta fecha en 2020 se produjeron en este departamento.
Óscar Yesid Zapata, vocero del Proceso Social de Garantías para defensores de Derechos Humanos, no tiene dudas de que los grupos paramilitares son los autores de las masacres. Este líder social declara: “Creemos que esos fenómenos de violencia se deben al recrudecimiento, al fomento y a la avanzada de grupos paramilitares en el territorio. Esos grupos siguen copando el territorio del departamento y generando miedo y zozobra entre la población. Siguen controlando vastas zonas y es como si el Estado les estuviera cediendo grandes porciones de tierra, grandes porciones territoriales para que ese control sea ejercido.”
En la misma línea se manifiesta en Bruselas la ONG Acción Colombia (Oidhaco), que en un comunicado publicado el 2 de septiembre recuerda: “Las masacres se han usado históricamente para infundir el miedo en la población civil y facilitar el despojo y apropiación de tierras”. Añade que los departamentos más afectados por las masacres son también los que sufren mayores desplazamientos masivos.
Alcanzar la consideración de masacre requiere sumar al menos tres víctimas mortales. A estas hay que añadir el goteo constante de asesinatos de líderes sociales, como el de Juan Pablo Prado, indígena y docente, reconocido por su papel de liderazgo en las movilizaciones indígenas en el Cauca, asesinado el 4 de septiembre en el departamento de Nariño. Este es el último de los 205 líderes sociales y defensores de los derechos humanos asesinados en lo que va de 2020, según reporta Indepaz. Forman parte de los ya más de 1.000 líderes sociales asesinados desde la firma del acuerdo de paz, en noviembre de 2016.
Y el abandono de las comunidades indígenas es catastrófico. Hasta la propia OEA, con su talante favorable al gobierno de Duque, advirtió en enero de este año que si el gobierno no se sienta a dialogar con las comunidades indígenas se seguirán “apilando cadáveres”.
La masacre de jóvenes en Bogotá
Los excesos represivos de las fuerzas de seguridad colombianas no se castigan, más bien se premian, como se hizo sistemáticamente con los cerca de 5.000 civiles ejecutados por el ejército como falsos positivos. La policía, que está regida por la jurisdicción militar, no tiene miedo a las consecuencias de sus actos.
Esta vez la primera chispa se encendió la noche del 8 de septiembre, cuando la policía avasalló, humilló y torturó hasta la muerte a Javier Ordóñez, un abogado detenido por comprar cerveza, incumpliendo las restricciones de pandemia. Aunque Ordóñez no opuso resistencia y se ofreció a pagar la multa, lo trataron primero como si fuera un criminal, y luego lo torturaron hasta darle muerte. Su asesinato con sevicia provocó un levantamiento popular en Bogotá que se saldó con otros 13 muertos por disparos policiales y más de 400 heridos. Hubo 75 heridos de bala. Las protestas se prolongaron durante dos noches y se focalizaron en los destacamentos policiales. Los manifestantes enfurecidos incendiaron 72 Comandos de Atención Inmediata (CAI) de la Policía Colombiana.
Las imágenes difundidas en redes sociales y recopiladas por algún canal de televisión no dejan dudas sobre la brutalidad policial al reprimir las manifestaciones: policías corriendo y disparando varias veces su pistola como si persiguieran criminales, policías rematando a personas inertes con un tiro de gracia, policías arropando a un individuo sin uniforme que dispara a otra persona a quemarropa, policías ensañándose con ciclistas y transeúntes que pasaban por ahí, o pateando en la cabeza a manifestantes que ya están derribados en el suelo y posiblemente muertos, detención y tortura en un CAI de una joven defensora de derechos humanos, etc.
La reivindicación de la libertad individual del policía para tirotear a los manifestantes fue ratificada ante el Senado por el ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo
La alcaldesa de Bogotá, Claudia López, a quien algunos responsabilizan también por su inacción al comienzo de la revuelta, hizo un llamado a la ciudadanía a “mantener la serenidad y no usar violencia” e invitó a la Policía a “ceñirse al ejercicio legítimo de sus funciones». La responsabilidad que recae sobre sus espaldas es enorme, ya que constitucionalmente la Alcaldía es la responsable directa de la policía en la ciudad. Claudia López reveló después que esa noche estuvo en el Puesto de Mando Unificado (PMU) distrital con el director de la Policía Metropolitana, en coordinación con el ministro de Defensa, que estaba en el PMU nacional. Desde esa posición de control no se vio ningún disparo policial contra los manifestantes. La alcaldesa se enteró después, al ver las imágenes que circularon por las redes sociales. Una semana más tarde, aunque mantenía cierta ambigüedad al calificar de “vándalos” a los manifestantes más enfurecidos, se pronunciaba de manera contundente sobre la policía: “La semana pasada, decenas de policías desconocieron la Constitución, los protocolos de su institución y las instrucciones de la Alcaldía. Reconocerlo es necesario para corregirlo. Por eso deben retirarse del servicio”.
La institución policial no comparte esta perspectiva. Un alto cargo policial, el general Hoover Penilla, responde así a la pregunta de quién ordenó a los policías disparar a la multitud: “Los policías no necesitamos que alguien nos ordene hacer uso de las armas. Nosotros analizamos las circunstancias y de acuerdo a ello actuamos, y respondemos individualmente. Para eso estamos, para el escrutinio del ciudadano. O sea que aquí no hay que preguntar quién ordenó. […] Aquí no se está desobedeciendo a nadie”.
Esta reivindicación de la libertad individual del policía para tirotear a los manifestantes fue ratificada ante el Senado por el ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, en sesión plenaria del 15 de septiembre. Aunque el ministro admitió para asombro de todos que “unos policías mataron a un ciudadano colombiano, deshonraron el uniforme, violentaron las normas de comportamiento ético”, enseguida respaldó a “un muy distinguido general que dijo ‘a nosotros nadie nos ordena’. […] Es el policía el que toma la decisión de accionar el arma de dotación […] y si cometió un error, responderá ante las autoridades”.
¿Qué ocurre cuando la sumatoria de errores induce a pensar que estos no son tales, y despierta la sospecha de que existe un patrón sistemático de erradicación de la protesta a sangre y fuego? El gobierno de Duque y la Policía se esfuerzan por presentar una imagen terrible de los manifestantes, a quienes tildan de guerrilleros, vándalos, terroristas… El general Carlos Rodríguez, comandante de la Policía de Bogotá, enfatiza que no se reprimió una manifestación de protesta sino “un hecho vandálico, delincuencial, que llegó premeditado directamente a afectar las instalaciones policiales”. ¿Cómo explicaría el comandante que tantas personas ajenas a la manifestación hayan perdido la vida o sufrido heridas de balas ‘perdidas’ de la policía?
El propio ministro de Defensa, máxima autoridad sobre los cuerpos de seguridad, condena y estigmatiza a los manifestantes en un tuit estilo telegrama: “Llama la atención patrón delincuencial de autores materiales destrucción e incitadores. Colombia tiene derecho a conocer nombres de responsables de violencia, vandalismo y terrorismo y de quienes hayan incitado ataques a infraestructura de seguridad.” Desde esta mirada conspirativa sobre los participantes en las protestas difícilmente se pueda deslindar la responsabilidad de los policías que asesinaron a manifestantes y a algunos transeúntes que pasaban por ahí.
Las imágenes de policías disparando a quemarropa, o pateando con saña a personas inertes, explican por sí mismas las causas de la radicalización de la protesta. Se quiso presentar el asesinato de Javier Ordóñez como un caso aislado, fruto de dos manzanas podridas dentro del cuerpo policial, pero durante las dos noches de manifestaciones que se sucedieron se pudo documentar hasta el hastío que la represión a balazos es una práctica policial generalizada.
Las imágenes de policías disparando a quemarropa, o pateando con saña a personas inertes, explican por sí mismas las causas de la radicalización de la protesta
Diez días después de la masacre de los 13 jóvenes en Bogotá, 150 policías admitieron haber usado armas de fuego para reprimir la protesta. Todos ellos seguían ocupando sus puestos en las comisarías de Bogotá. El resultado de la investigación final, en manos de la propia policía, será consecuente con la interpretación oficial que define a los manifestantes como “responsables de violencia, vandalismo y terrorismo” siguiendo un “patrón delincuencial”. En un macabro paralelismo con el número de víctimas mortales, la policía de Bogotá junto con la Alcaldía desplegó carteles de “Se busca” de 13 personas a las que se acusa de haber liderado “los actos vandálicos” del 9 y 10 de septiembre.
Sin embargo, el argumento del vandalismo y la infiltración de guerrilleros disidentes no cuela ni siquiera para las élites políticas y mediáticas tradicionales, que consideran lo ocurrido como “un hecho trágico que acaba con el Estado de derecho después de que policías dispararon en contra de los ciudadanos”. Así lo manifiesta por ejemplo el senador Roy Barreras, exnegociador por parte del gobierno en las conversaciones con las FARC, y explica que esas dos noches “la policía no enloqueció”, actuó en consonancia con su “adoctrinamiento del enemigo interno”, porque el gobierno ha creado un discurso en el que la persona que opina distinto es un eventual enemigo.
La periodista Sara Tufano aclara un poco más esta idea en un tuit: “Decir que estamos viviendo una fuerte polarización es falso. No se trata de una lucha entre dos polos opuestos, se trata de un gobierno que quiere destruir la débil democracia colombiana y unas mayorías que tratan de impedir esa destrucción. No hay polarización, hay resistencia”.