Y China despertó

 

 

 

Antonio Navalón

Xi Jinping tuvo un padre que fue una de las tantas víctimas de Mao Zedong durante la Revolución Cultural china. El actual presidente de China creció en un ambiente rural, fue un hombre que –como tantos millones de sus conciudadanos de esa época– tuvo que esconderse en el paisaje y no llamar la atención con tal de sobrevivir. Nunca se ha hecho ni el reconocimiento ni el balance de lo que verdaderamente significaron tanto la Revolución Cultural como el maoísmo para la generación china que le tocó vivir a los padres de Xi Jinping y de Deng Xiaoping.

Hoy, lo que es innegable es que hay dos Chinas: una antes de Mao Zedong y otra después de la Revolución Cultural. Cuando Deng Xiaoping decidió acometer la epopeya de dar de comer todos los días a lo que entonces eran poco más de mil 100 millones de chinos que habían pasado desde hambre hasta los brutales saltos hacia adelante del Gran Timonel, nadie, ni siquiera el exmandatario chino, podía imaginar que tendría tanto éxito. En el experimento de mantener en el más puro capitalismo el espíritu comunista que realmente tiene China, la maniobra de Deng Xiaoping asombró a todo el mundo.

China ha despertado y todo parece indicar que, además de que el mundo lo necesita, como proclamó el recientemente elegido por tercera vez presidente de la República Popular China, lo que queda claro es que el país necesita encontrar un camino de acomodo donde se acabe, finalmente, la escalada sin límite en la que lleva mucho tiempo. Una escalada que consiste en financiar, construir, dar y exponer diariamente la financiación del mundo en función al gran sacrificio chino.

Cuando en 1979 Deng Xiaoping firmó la orden mediante la cual se permitirá la creación de las zonas económicas especiales de China, no era capaz de imaginarse que, con esa acción, no sólo estaba permitiendo la creación de dos sistemas dentro de un mismo país, sino que además estaba creando lo que era la mayor manifestación de tener un éxito integral. Un éxito donde, por una parte, la gente comiera, que tuviera la capacidad de desarrollarse y, por último, que por primera vez se pudiera exportar un sistema de vida desconocido por el mundo y por los chinos hasta ese momento.

El crecimiento de China ha sido gradual. No hay que olvidar que desde la Guerra del Opio hasta la actualidad –con la pérdida de Hong Kong y todo lo que eso significó– la autoestima de los chinos siempre ha sido ambivalente. China es un país hecho bajo el dominio que tuvieron durante las diversas invasiones que sufrieron a lo largo de su historia. El sentimiento de haber sido dominados –situación que tuvo su apoteosis en los siglos 19 y 20 durante la Guerra del Opio y sus implicaciones– en diversas ocasiones creó una especie de complejo en la sociedad china. Durante la Guerra del Opio, la emperatriz Cixí vio cómo China era recuperada para volver a ser ocupada y usada por los extranjeros. Los chinos –al igual que los Boérs cuando iniciaron el movimiento en Sudáfrica que buscaba detener la dominación extranjera– siempre han tenido la necesidad de recuperar su orgullo y nacionalismo.

La china es una sociedad que, primero, tuvo a alrededor de 700 millones de seres humanos trabajando como esclavos, buscando hacer más y mejor todo lo que consumía Occidente. Después, poco a poco, y con una buena administración, empezó a ahorrar y a planificar, sin caer en la trampa de jugar o intentar dar la sensación de que lo que tenía que hacer era parecerse a los demás. El yuan es una moneda que ha crecido sigilosamente en su valor hasta convertirse en una moneda de reserva mundial, manteniéndose al margen del Sistema Monetario Internacional y del Banco Mundial. Estas dos instituciones dependen y se responden a sí mismas. Son instituciones que han ayudado a la localización y explotación de la reserva de materias primas que tienen o han tenido los países africanos o latinoamericanos.

Al mismo tiempo que iba estableciendo sus ejes fundamentales de crecimiento y desarrollo, China invertía y creaba conquistas tecnológicas como nunca antes siquiera pensó tenerlas. Huawei y el 5G son la prueba. Contrario a los chinos, siempre me ha asombrado el hecho de que Estados Unidos –siendo la principal economía del mundo y con todas sus capacidades tecnológicas y de infraestructura– no hubiera sido capaz de construir un solo tren de alta velocidad ni en su territorio ni en los aledaños. No sólo por lo práctico que sería este transporte, sino porque también sería una manera de demostrar que en América del Norte y en el hemisferio occidental también se tiene la capacidad de emprender una infraestructura de ese tipo. También es asombroso que, para poder competir con el enorme paso hacia adelante que supuso el 5G de Huawei, realmente hay que hacer temblar todos los fundamentos del comercio internacional. Y es necesario hacerlo para evitar que la inversión en tecnología que han hecho los chinos les dé, entre otras cosas, una situación hegemónica mundial.

A partir de aquí, ¿qué va a pasar con el mundo y con China? Es evidente que los chinos –hasta aquí– no son aventureros. Lo cual no quiere decir que asuntos como el de Huawei, que tiene mucho que ver con los conductores y con los chips, finalmente se decida en torno a una mesa por la invasión. De cualquier manera –como ha demostrado en su actitud con su aliado Rusia o con su aliado Irán–, China tendrá mucha atención en cuidar o en tener actitudes imperialistas. Sin embargo, lo que definitivamente los chinos no harán será seguir los sueños locos de mandatarios como Vladímir Putin o de los ayatolás iraníes. China entiende que su papel en el mundo radica en su neutralidad y equilibrio frente a lo que significa darle al mundo una solución.

Hoy, más que nunca, el mundo necesita soluciones. En ese sentido, la potencia de China puede ser una garantía de que no haya demasiadas aventuras en el aire. Pero también es verdad que, al mismo tiempo que se van debilitando los demás, el excesivo protagonismo chino también nos coloca en una situación peligrosa. Y es que, al final, nada más difícil de controlar que la fuerza desmedida o fuerzas que no son capaces de sufrir balances en el entorno en el que se encuentran.

Con Xi Jinping al frente empieza una nueva era. China no puede seguir creciendo sobre la base de lo que los demás no hacen o no están dispuestos a hacer. Los chinos necesitan encontrar y definir un sistema que compense lo que tanto les costó aprender del mercado interno estadounidense y empatarlo con su estrategia a futuro, tanto interna como globalmente. En cualquier caso, nos quedan por delante unos años en los que va a ser demasiado provocador intentar debilitar o quitarle la fuerza excesiva que aparentemente tiene China. Mientras tanto, empezando por Estados Unidos –que son los que tienen el mayor complejo y problema de controlar y dominar las relaciones comerciales, financieras y de todo orden–, no hay que olvidar que ahora viviremos un tiempo en el que los ajustes internos de las grandes potencias van a definir el juego. En este sentido, la excesiva fuerza de China frente a los demás es el mayor desafío y la mayor garantía de equilibrar el panorama mundial.

Es conveniente no olvidar que lo que vimos el otro día retransmitido mundialmente, cuando se movió a Hu Jintao y se le recusó de votar –a pesar de que lo haría en contra y de su estado de salud–, fue una prueba evidente de que, en cuanto se descuida, las peores formas de los regímenes y de los países salen a flote. El presidente Xi Jinping es un líder de un Estado comunista y chino, pero lo que no puede es pretender que ahora, ya que el Gran Timonel cubierto por Mao Zedong, él se quiera convertir en el gran piloto de la travesía china.

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