Auditoría visual a la incompetencia

Por Manolo Pichardo

Buenos Aires, fuera de Santo Domingo, es mi ciudad preferida.

Desde mi adolescencia, durante mis conversaciones íntimas con los textos de Jorge Luis Borges, la imaginaba como una obra de arte inerte, quizás ayudado por algunas imágenes del Almanaque Mundial que años tras año compraba mi padre para que yo y mis hermanos tuviéramos contacto con la geografía, la historia, el deporte; en fin, para que, como él quería, creciéramos alimentados por una amplia cultura general. Cuando la visité por primera vez, pensé que las fotos y mi propia imaginación no hacían justicia a este monumento a París, a esta alucinante réplica de las principales ciudades europeas que combinaba, en extraña armonía, con una arquitectura moderna cercana en parecido a la de Miami.

Esta confluencia, sectorizada de edificios emblemáticos que marcan diferentes épocas de la historia arquitectónica europea, y rascacielos con fachadas de mármol y cristales, resulta ser una maravilla visual excitante.

América Latina tiene ciudades hermosas que también mezclan arquitecturas que recogen, desde edificaciones precolombinas (que existen sólo como referencia histórica), barroquismo europeo, hasta diseños americanos vanguardistas; pero, a mi juicio, carecen de la armonía visual que exhibe Buenos Aires.

Por ello, cuando pisé la ciudad donde Evita, desde el balcón, inyectaba esperanzas a los trabajadores, me atrapó la perplejidad. Había encontrado una ciudad alternativa a Santo Domingo para liberar musas a borbotones.

Claro está, ya no eran las calles, los comercios y los rostros tristes y desesperados de la “Era Menen”. Argentina se bañaba en maná. No en el maná milagroso del pentateuco, sino en el orgánico que llovió del compromiso político de Néstor Kirchner con la sociedad, que, con una inteligente alianza entre el Estado, empresarios y trabajadores, logró colocar al país sudamericano en el carril de la recuperación y la prosperidad, a pesar de la catástrofe de aquel “desviado” peronista que abrazó las políticas del Consenso de Washington como una religión.

Siempre disfrutaba mis retornos a aquella ciudad besada por el Río de la Plata, para ver la Plaza de Mayo como centinela de la Casa Rosada, para ver sus edificios y sus calles bien cuidadas y siempre ocupadas por piqueteros. Pero en uno de mis retornos, Buenos Aires lucía distinta. Los edificios mostraban un evidente abandono; sus pinturas gastadas, el polvo acumulado y mojado por la lluvia o el rocío, crearon manchas y costras marrones en las fachadas que parecía pedir ayuda y denunciar el malestar económico argentino.

Me entristeció ver a esta ciudad poética tratando de cubrir su rostro frente a mí. Parecía una novia triste y avergonzada; y no oculto que aquella tristeza me habitó. Aquello era la señal de lo que ya los medios de comunicación no podían ocultar, a pesar de la construcción de un relato que buscaba presentar una realidad económica distinta a la que sufrían los argentinos.

Aquella imagen se enroscó en mi memoria. Años después (recientemente), al regresar a mi país, luego de un largo viaje, aquel recuerdo de Argentina estalló en mis sentidos, en principio como un déjà vu que se fue conectando con aquella experiencia, cuando comencé a ver Las Américas, la Anacaona, otras avenidas del país y las calles interiores de residenciales y barrios populares, tapizadas de hoyos.

Comencé a reflexionar sobre la precarización en los servicios hospitalarios, en el Metro y todas las oficinas públicas; sobre los apagones de hasta 12 horas en las mismas oficinas de las distribuidoras; en fin, que, como Buenos Aires, el país está perdiendo su esplendor, hundiéndose en el descuido y el abandono que refleja la realidad económica que padecemos, como producto de la incompetencia de esta administración.

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