Peña Batlle: una penosa claudicación
Por Farid Kury
Rafael Leónidas Trujillo siempre trató de captar hombres con luces y ponerlos a su servicio. Pero tal vez ninguno, ni siquiera Joaquín Balaguer, tuvo el bagaje ni la profundidad de pensamiento como Manuel Arturo Peña Batlle.
Ninguno se dedicó a validar y legitimar tanto y tan bien la dictadura como él lo hizo. Fue muy prolífico y persistente. Produjo muchos libros, muchas teorías. Agotó diversos temas, muchos tendentes a justificar el trujillismo.
Era, con devoción fanática, apasionado de lo hispánico, lo que lo llevó a ser un decidido antihaitiano. Era un devorador de libros. Vivió para los libros y para el debate de ideas. En una ocasión, un amigo suyo que frecuentaba su oficina, le incriminó su colaboración con Trujillo y le dijo ¿Por qué no se iba del país, como han hecho otros intelectuales? Se quedó unos segundos pensativo y luego extendió su mirada hacia sus libros y señalando con los brazos respondió: “Y cómo deja uno esto”.
Habló sobre la nacionalidad, sobre el Derecho Internacional, sobre Haití y como debemos relacionarnos con el hermano país; habló sobre nuestras raíces españolas y católicas. Habló de la grandeza de Trujillo como constructor y como conductor de una nación que se debatía entre la anarquía y el orden. Le proporcionó al trujillismo un discurso coherente y tendente a validarlo políticamente.
No fue de los primeros en llegar al régimen. No fue de los que auparon a Trujillo en 1930. Es más, era de los que veían a Trujillo con recelo y desdén. El fue de los últimos intelectuales que aceptó formar parte del gobierno trujillista. Lo hizo once años después, y desde entonces sirvió a Trujillo a cabalidad. En cierta forma, su integración en el frente ideológico y político al régimen significó una contradicción, una claudicación, a sus trabajos intelectuales anteriores, que eran de ribetes liberales. Tal vez, por eso, por esa metamorfosis en su pensamiento, es que mucha gente cuestiona si su integración se debió a sus convicciones intelectuales o a una manera de sobrevivir, que entonces era una práctica común.
Algunos dicen que en su fuero interno nunca fue trujillista. Pero, sea como fuese, y sin entrar en esas disquisiciones, porque en definitiva, como dice el dicho, el corazón de la auyama solo lo sabe el cuchillo, lo cierto es que nuestro personaje era un hombre de pensamiento, de ideas, de teorías, y todo ese talento, que en él era enorme, fue puesto al servicio de la causa trujillista.
II
El día que se adhirió al trujillismo, después de años de silencio y reflexión, dijo que no le interesaba la política y que no espera nada de ella. Fueron estas sus palabras: “De la política no espero ni deseo nada. Antes que hombre de acción, soy hombre de pensamiento.” Sin embargo, ocupó muchos cargos. Le sirvió a Trujillo desde diferentes posiciones, hasta llegar a ser incluso Canciller de la República. Aunque muchos dicen que Trujillo lo trataba con frialdad y que nunca en realidad hizo empatía con él, la verdad es que fue uno de los hombres en los que Trujillo confió en sus juicios.
Pero El Jefe era muy dado a humillar a sus colaboradores, sin importarle si estos eran simples matones o hombres de luces. Era su forma de hacerles entender que ellos no eran nadie y que dependían de su caprichoso poder. Así los dominó a todos. Los humillaba, los desconsideraba, los sacaba de sus círculos íntimos, los aislaba, y luego, cuando le daba su real gana, los recogía, y ellos, deseosos de medrar en la sombra del poder, regresaban mansitos y contentos.
Peña Batlle no se salvó de ese espíritu diabólico de Trujillo. Muchos autores han hablado de las humillaciones recibidas por él de parte del Jefe, aún ocupando éste altas posiciones. Peña Battle, en realidad, nunca entró en el corazón del Jefe. Pero de todos esos autores, tal vez quien más desnuda la situación por la que pasó Chilo es José Almoina. Lo hace en la página 38 de su libro, «Una satrapía en el Caribe» de esta manera:
«Hubo de permanecer entonces el Licenciado Peña Battle por la vejatoria humillación de que delante de los representantes diplomáticos le hiciera permanecer horas enteras de pie, sin que éste se dignara contestar a su saludo, ni a las preguntas que le hacía…» Más adelante se refiere a otro hecho ocurrido en un baile donde: «Trujillo obligó a Peña Battle a que tocara las maracas, en pie, toda la noche, hasta que se hizo de día». ¿Ustedes se imaginan al pensador Peña Battle tocando la marca la noche entera sin poder descansar?
A uno le podría resultar difícil creer eso, si no fuera porque son abundantes los testimonios sobre ese trato vejatorio. El pobre hombre sufría callado. Su alma se llenaba de amargura y resentimientos. Era el precio a pagar por su claudicación y por su integración a un régimen despótico, y de servirle a un hombre soberbio que disfrutaba con humillar a sus colaboradores.
III
Pero la humillación que más le afectó fue la ocurrida en 1953 en la Embajada Dominicana en Washington, donde el embajador dominicano ofreció una recepción en honor a Trujillo. Peña Battle formaba parte de la comitiva, y ocurrió que cuando se iba a sentar en la mesa, el Jefe, en tono airado le dijo: «usted no tiene derecho a sentarse en esta mesa, puesto que nadie lo ha autorizado a venir ni nadie lo ha invitado».
Luis S. Peguero, íntimo amigo de Peña Battle, se refiere así a ese episodio:
«Trujillo montó en cólera y apostrofó a Peña Battle…frente a su dignidad herida, se retiró a sus habitaciones del hotel donde estaba hospedado el dictador, y sólo salió de allí el día de regreso a la patria». Y continúa diciendo: «Una vez aquí se enclaustró en su hogar… Perdió el deseo de vivir…ninguno de sus amigos volvimos a verle la cara. Sólo recibía al Padre Posada, su consejero espiritual».
Así fue. A partir de ahí vivió una especie de auto prisión domiciliaria. Se refugió en su casa y prácticamente no volvió a salir de ella. Lo hizo seis meses después, en 1954, con apenas 52 años, y en plena madurez intelectual, cuando su cadáver hubo de llevarlo al cementerio.
Joaquín Balaguer, otro sólido intelectual del régimen, pronunciar el panegírico, en el cual, entre otras cosas, dijo: «…el hombre a quien nos disponemos a entregar en este instante al sepulcro, cae precisamente en brazos de la muerte cuando más le sonreía la fortuna. Juventud, talento, jerarquía política, renombre literario, preeminencia social, riquezas materiales: ¿qué le faltaba a este niño mimado que desaparece en la hora de la felicidad y del triunfo por una extraña ironía de la vida?”. Balaguer se equivocaba. El hombre era todo lo otro, menos feliz.