Peña Gómez: mi historia (1 de 11)
Por Farid Kury
Desde hoy publicaré una serie de 11 artículos sobre el doctor José Francisco Peña Gómez, narrados en primera persona y forman parte de mi libro «Peña Gómez, biografía para escolares».
Cuando vine al mundo, la noche del seis de marzo de 1937, mi país, la República Dominicana, estaba sometido al dominio absoluto de Rafael Leónidas Trujillo Molina, un tirano siniestro e implacable. Había tomado el poder en agosto de 1930, tras engañar a su protector, el caudillo Horacio Vásquez, y desde entonces había sembrado el terror en todo el país, dejando bien claro sus intenciones de ser el mandamás de la nación mientras tuviese un hálito de vida.
Mis padres, María Marcelino y Oguis Vicente, vivían en La Loma del Flaco, una remota aldea de Mao, ciudad de bellos atardeceres, sometidos, como todos, a la voluntad férrea y omnímoda del tirano. Los negocios políticos no ocupaban sus tiempos ni mentes. En lo que sí invertían sus energías era en la difícil faena diaria de la subsistencia. Fue allí, en esa lejana y hermosa loma, donde vi la luz del mundo por vez primera.
Nacida en un campo cercano a Dajabón llamado Montegrande, mi madre era una mulata, fuerte, alegre, y contrario a lo que algunos mal intencionados siempre propagaron, nunca había pisado tierra haitiana y no hablaba una sílaba del creole. Era una dominicana que como yo amaba la República Dominicana, la nación donde había nacido y donde deseaba terminar en paz sus días.
Mi padre era un negro alto, trabajador y de voz gruesa, y como mi madre, sólo hablaba español. A La Loma del Flaco había llegado procedente del Sur, de un lugar llamado La Sierra, cerca de Los Almácigos. Había nacido cerca de Las Matas de Farfán, y en su niñez, como la mayoría, conoció las labores agrícolas. Ya de joven empezó a trabajar como peón en la conducción de recuas de animales desde Las Matas de Farfán a Dajabón. En aquellos tiempos, como no había casi carreteras ni líneas regulares de carruajes, el transporte por excelencia era a través del caballo o el mulo. En uno de esos viajes Oguis habría de conocer a mi madre. Se enamoraron y decidieron unir sus destinos. Tiempo después, buscando mejorías económicas, abandonaron el Sur y se establecieron en La Loma del Flaco.
Con quien primero se relacionaron en la loma fue con la familia de Daniel Peña, un acomodado campesino de la zona. Les proporcionó un solar para construir un rancho y un conuco para ganarse el pan. Nací en ese rancho, de yagua y piso de tierra. Antes había nacido mi hermano Domingo. A mí me llamaron José Francisco. Con nosotros vivía también una sobrina de mi madre llamada Carmela.
II
Sólo dos meses tenía yo cuando la desgracia nos llegó. Una noche, de madrugada, corrió como pólvora la terrible noticia de que la soldadesca de Trujillo, la misma que todo el mundo, desde Higuey hasta Dajabón, le tenía terror, estaba recogiendo y asesinando a los negros, sin importar que fuesen dominicanos o haitianos. Entonces nadie podía darse cuenta de qué se trataba, pero con el tiempo supe que fue el propio tirano quien ordenó aquella terrible matanza, que dividió de manera definitiva a muchas familias, entre ellas la mía.
Estaba en Monte Cristi, en la casa de Isabel Mayer, una seguidora suya, bebiendo y bailando, cuando fue informado que varios haitianos habían asesinado a algunos hacendados y les habían robado sus ganados. Dicen que esa noticia, combinada con los efectos del Carlos I, del cual había ingerido abundantes copas, nublaron su cerebro, y entonces ordenó la horrible matanza de nacionales haitianos.
Entre Haití y República Dominicana hubo por décadas problemas fronterizos. Pero también hubo algunos entendimientos. Incluso pocos años antes de la matanza, el propio Trujillo había ido a Haití y allí lo recibieron como Papá Trujillo. También el presidente de Haití Estenio Vincet había venido al país, y parecía que una amistad entre ellos eliminaba los enfrentamientos de antaño. Pero de repente una simple noticia pudo alterar las buenas relaciones y provocar la terrible matanza. En La Loma del Flaco la noticia espantó a todo el mundo. Enterados por un aterrorizado vecino de que los guardias trujillistas estaban matando negros sin verificar bien sus nacionalidades, se apoderó de mis padres el miedo a morir acuchillados con sus hijos. Entonces nos agarraron, a mí, a Domingo y a María, y huyeron hacia la finca de Santiago Reyes y Niña Peña, que era hija de Daniel Peña. Así nos salvamos de una muerte segura, pues a poco de emprender la huida llegaron los guardias y al no encontrar a quien degollar incendiaron el ranchito.
En la casa de Niña Peña estuvimos dos semanas. Momentáneamente estábamos a salvos. Pero con frecuencia llegaban noticias de que en lugares cercanos a donde nos escondíamos, reconocidas familias dominicanas habían sido asesinadas, por el solo hecho de ser negros y no poder a tiempo demostrar que eran dominicanos. El pánico cundió de nuevo. La casa de los Peña resultaba ya insegura. Entonces mis padres decidieron trasladarse a la finca de Daniel Peña. Con todo, allí se sintieron también inseguros y optaron por seguir la huida, sólo que ésta vez no era para un lugar específico.
Una noche, guiados por uno de los hijos de Daniel Peña, emprendimos de nuevo la huida. Cruzamos el río Yaque del Norte y llegamos a un campo llamado Gurabo. Pero la meta era cruzar la frontera, abandonar la República Dominicana, donde estaban matando dominicanos y haitianos. Ahora, ironía del destino, para mis padres, Haití, una nación desconocida para ellos, les resultaba más segura que la tierra de sus amores. En ese trajinar, llegaron a Guayubín, y ahí el rastro de mi familia se pierde. Lo único que sé, por posteriores y profundas averiguaciones, es que en ese afán de llegar a Haití, y espantados por la cercanía de alguna patrulla, con dolor mis padres nos abandonaron a mí, a Domingo y a Carmela. Luego supe que sobrevivieron. Lograron cruzar la frontera, llegar a Haití donde vivieron todas sus vidas amargados y sin saber nada de nosotros.
También nosotros sobrevivimos. Tras varios días de andar y de dormir por los montes fuimos encontrados hambrientos y al borde de la muerte. La fuerza del destino obraba para bien. Lo que nunca pude saber, y ya nunca lo sabré, es la razón que llevó a mis padres a abandonarnos en esos montes a la suerte de Dios. Tal vez pensaron que esa era la única manera de salvarnos. ¿Quién sabe? Esa tarea se la dejo a El Supremo.
III
Los guardias no nos encontraron. El destino quiso que sobreviviésemos a aquella orgía de sangre ordenada por el déspota. No era nuestra hora. Domingo, de apenas tres años, se separó de nosotros. Claro, no lo determinó así. ¿Qué podía determinar un niño de tres años? Simplemente caminó por su cuenta y, naturalmente, sin idea de hacia donde iba. Sólo caminaba. Pero tuvo suerte. Ni tanto había caminado cuando una señora llamada Linda Brea se dio cuenta que se trataba de un niño separado de sus padres a causa de la matanza. Esa señora era una mujer caritativa, y sin muchos trámites lo acogió en su familia, convirtiéndose en su madre adoptiva. A mí y a Carmela no nos fue tan bien como a Domingo. Carmen intuía que debía cuidarme. Me colgó de su espalda y durante tres días deambulamos por los montes, sin rumbo y sin esperanza y casi muertos del hambre. Llegamos a un cerro denominado La Loma del Sillón, y allí desfallecidos y agotados, Carmen decidió tirarse en el suelo a esperar la muerte. ¿Qué otra cosa se podía hacer? ¿Acáso no era el olor de la muerte lo que se respiraba en toda la zona?
Pero no estábamos llamados a morir ese día. Mis continuos llantos nos salvaron de la muerte. Ocurrió que una señora llamada María Petronila, había escuchado toda la noche mis gritos, y al amanecer convenció a su marido, Francisco de León, a indagar las razones de esos llantos. Francisco aparejó su yegua y salió en dirección de los llantos, y por suerte, no tardó en encontrarnos, más muertos que vivos. Nos llevaron a su casa, donde ya no nos moriríamos de hambre ni los guardias nos degollarían. Aquel matrimonio, aunque tenía ocho hijos, no quería abandonarnos a nuestra suerte. Doña María, ante la inquietud de los vecinos, solía decir, “Si no más tenemos para comer un mazorca de maíz, la molemos, la tostamos y la comemos entre todos”. Así de caritativos y cristianos eran Doña Maria y Don Francisco, nuestros salvadores.
Pero a pocos días doña María cayó enferma, lo que la llevó a trasladarse a Mao, donde consiguió que la familia de Miguel Tineo y América Torres aceptaran criar a Carmela. Yo fui llevado a otra familia que precisamente buscaba un niño para adoptarlo. Se trataba de Regino Peña y Fermina Gómez, un matrimonio de una posición económica buena y sólo con un hijo. En esa casa fui creciendo y allí adquirí el apellido Peña Gómez, que con el tiempo sería famoso en la República Dominicana y más allá.
En ese momento ya la matanza de haitianos y de negros dominicanos había finalizado. Mucho se ha especulado sobre las razones que condujeron al tirano a semejante desatino histórico. Algunos historiadores dicen que se debió a su propósito de blanquear la frontera, otros a que fue en un momento de borrachera y de ira. Al margen de eso, la verdad es que esa matanza dejó a muchas familias divididas para siempre. Unos huyeron a Haití y no regresaron jamás, y otros se quedaron aquí y no hicieron esfuerzos por encontrarse con los que se habían ido.
A mis padres la matanza los llevó para siempre a Haití. Allí vivieron y murieron. Pero a mí me empujó hacia los Peña Gómez, una familia piadosa que gustosamente aceptó criarme y educarme. Claro está, ni ellos ni nadie en ese momento podían siquiera sospechar que el destino me tenía reservada la honra de ser uno de los políticos dominicanos más admirado y querido, pero también más odiado.