Peña Gómez: mi historia (2 de 11)

Por Farid Kury

Doña Fermina Gómez era mulata y de ojos azules. Don Regino Peña era alto, blanco y también de ojos azules. Descendientes de españoles que habían llegado a República Dominicana en el siglo pasado, vivían en una cómoda posición económica. Poseían una finca y una bodeguita. Eran considerados muy trabajadores y fervientes católicos, devotos de San Antonio y de la Virgen de Altagracia. Interpretaron mi llegada al hogar como un regalo de Dios, y como tal, decidieron atencionarme. Una señora llamada Rafaela Aurora Gómez fue contratada para cuidarme, aunque debo decir que doña Fermina no escatimaba esfuerzos para brindarme su cariño.

Faltando tres días para cumplir dos años, el 3 de marzo de 1939, fui declarado hijo legítimo, poniéndome los nombres José Francisco y los apellidos Peña Gómez, con los cuales sería conocido en el mundo entero. Ya antes, el 6 de febrero, en la parroquia del municipio de Esperanza, había sido bautizado en la fe católica. Juan Rodríguez, un carnicero de Mao, fue mi padrino, y María Luisa Núñez, esposa de uno de los hijos de la familia Peña Gómez, fue mi madrina. Vivíamos en Hato Nuevo, donde ingresé a la escuela, pero fue en Mao donde realmente vine a ser alfabetizado. Una prima hermana llamada Pura Peña, y una profesora a la que llamaban Doña Tatá me alfabetizaron.

En Hato Nuevo pasé mis primeros seis años, hasta que Don Fermín decidió vender su finca y trasladarse a Mao a instalar un almacén de provisiones. Inicialmente el negocio progresó, llegando a convertirse en uno de los más importantes. Pero el éxito fue efímero. Menos de dos años después quebró, y entonces, don Fermín, muy en mala, hubo de conformarse con instalar un puesto de venta en el mercado de Mao. Coincidencia de la vida: en ese mismo mercado y en un puesto semejante había estado mi mamá, María Marcelino, antes de su huida a Haití.

La nueva situación, como es natural, repercutió en mi vida. A temprana edad, me vi forzado a trabajar para ayudar al sustento de la familia, que de la bonanza económica había pasado a la pobreza absoluta. Puedo decirles que hube de trabajar en un colmado, en una barbería, en un taller de mecánica, y también como limpiabotas, y todo eso antes de cumplir los trece años. Aún así no descuidé mis estudios. Trabajaba por la mañana, estudiaba por la tarde y en la noche volvía a trabajar.

Era una rutina evidentemente muy forzada, sobre todo, para un niño, pero yo estaba decidido a trabajar y estudiar. Influyeron en ese interés las orientaciones y buenas costumbres que doña Fermina me inculcaba. Pero desgraciadamente cuando llegué al Octavo curso hube de abandonar los estudios y me vi obligado a trabajar en los arrozales de la zona. Aquello fue bastante funesto y duro para mí, pues lo último que deseaba era abandonar la escuela, pero no tuve otra opción.

Por suerte, aquella indeseable situación duraría poco. En ese tiempo tuve la dicha de conocer a un rico terrateniente llamado Luis Madera, quien impresionado, a su decir, por mi inteligencia, que se expresaba sobre todo en facilidad de expresión, me compró libros y útiles y, me proporcionó algunos recursos para retornar a la escuela, donde conocí un distinguido profesor, Leonidas Ricardo, que sería de una importancia capital para mi desarrollo intelectual. El profesor siempre me estimulaba a no dejarme vencer por las precariedades económicas y a no abandonar el camino del conocimiento.

Poco tiempo después, observando mis altas calificaciones, me recomendó como maestro particular de una hija de crianza de los Bogaert, y de varios alumnos de bajos rendimientos que residían con esa influyente y adinerada familia. Esa circunstancia me permitió sumergirme en obras que de otra manera me era imposible leer. Doña Dolores Viuda de Bogaert tenía una apreciable biblioteca y en ella pude leer obras clásicas, lo que despertó en mí un hábito de lectura y de estudio que con el tiempo sería una adicción. A esa familia, que me protegió y me trató como a un hijo, le guardo un agradecimiento eterno.

Fue entonces cuando me proyecté como maestro, y con esa fama fui nombrado, cuando aún cursaba el segundo del bachillerato, en una tanda nocturna como profesor de Alfabetización en la comunidad de Hatico. Me Iniciaba así formalmente en el magisterio, y mejoraba mi situación económica. Pero, en verdad, no sólo estudiaba. También me enamoraba y, me encantaba jugar pelota, y en las tertulias deportivas, me destaqué como un polemista conocedor del tema deportivo.

Así vivía en Mao. Estudiaba, trabajaba, jugaba pelota y me enamoraba. Aparentemente no debía pedir más. Pero no era yo de los que se conformaban con una vida rayada en la medianía. Era cierto, sobre la base de muchos esfuerzos y venciendo enormes obstáculos, había avanzado. Pero quería seguir avanzando y sentía que en ese limitado ambiente las oportunidades eran escasas. Entonces se me fue metiendo en el cerebro la idea de estudiar abogacía, y Mao era un obstáculo para ello, porque allí solamente funcionaba el cuarto año de Ciencias Físicas y Matemáticas, y yo debía hacer el Bachillerato de Filosofía y Letras, condición imprescindible para iniciar la carrera de Derecho. Así, un día cualquiera, dejé atrás a los Bogaert, a mi querida familia adoptiva, a mis amigos, a mi novia y, me subí en la cola de un camión rumbo a la capital. No llevaba más que unos cuantos libros y una mudita de ropa, pero llevaba en mi corazón y en mi pensamiento la ilusión irrefrenable de un día ser abogado.

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