Peña Gómez: mi historia (3 de 11)
Por Farid Kury
Al llegar a la capital dominicana, llamada entonces Ciudad Trujillo, sólo tenía diecisiete años. Corría el año de 1954 y la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo estaba sólida. Todos los intentos por derrocarlo habían fracasado. Se acercaba a su boda de plata con el poder, que sería celebrada con pomposidad y arrogancia. El ambiente que se respiraba era asfixiante. Había que adular al Jefe día y noche, y no se podía decir una sílaba contra el régimen. La dictadura había quebrado el orgullo nacional y lo que prevalecía era el miedo. El terror fue la piedra angular del poder trujillista.
En ese ambiente las oportunidades para cualquier joven podrían resultar escasas, sobre todo, si se trataba de un joven negro y pobre. Pero es el caso que yo poseía energías inagotables y una fe sólida en el porvenir. Tenía un sueño, que era seguir estudiando, y estaba dispuesto a cualquier sacrificio para hacerlo realidad. En Mao había trabajado duro y había superado enormes obstáculos económicos, sociales y raciales, y ahora en Santo Domingo debía seguir venciendo más obstáculos.
La discriminación racial era en esa época, y por muchos años seguiría siendo, una aberración practicada por una gran parte de la sociedad. Era verdad que la mayoría de nuestros patriotas que habían luchado por la Independencia de 1844 y la Restauración de 1863 habían sido negros y mulatos. Era verdad también que la mayoría de nuestros presidentes y dictadores habían sido personas de color. Pero aún así, en la gente prevalecía el rechazo casi espontáneo hacia el negro y el pobre. No había un ordenamiento jurídico segregacionista, pero sí una conducta social discriminatoria.
Yo estaba consciente de esas limitaciones. Pero tenía mucha fe y apostaba a mí. Me instalé en la avenida Mella, considerada el centro de la ciudad. Busqué un hotelito de poca monta y renté una habitación. A decir verdad, aquellos fueron días negros y aciagos. Hubo momentos que tuve dificultad hasta para comer y no fue poca hambre que pasé. Muchas veces hube de vender mis libros para comprar comidas. Pero esa situación no podía durar eternamente. Un día, tras una búsqueda insistente e incansable de trabajo, fui informado que había sido nombrado maestro en Yaguate, municipio de san Cristóbal. ¿Pueden imaginar la alegría que invadió mi alma? Era la oportunidad buscada afanosamente para combatir la miseria. Allí ganaría sesenta pesos. Nada despreciable. Nunca había ganado tanto, y en sentido real era un sueldito apetecible. Ahora ya no tendría que hipotecar mis libros para pagar la habitación y comer. Así, no perdí tiempo, agarré mis pocas ropas y los escasos libros que me quedaban y arranqué para Yaguate, dejando atrás, momentáneamente, la dura vida en Ciudad Trujillo.
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En Yaguate la suerte me acompañó. Era justo. Impartía docencia al cuarto curso y estaba feliz. Pero al año solicité y obtuve mi traslado a San Cristóbal. Era septiembre de 1956. Fui asignado al octavo curso, pero no tardé en ser transferido al Instituto Preparatorio de Menores. Se trataba de un centro especializado en la regeneración de jóvenes antisociales. La disciplina impuesta allí era muy rígida. Me adapté con facilidad a las tareas del centro y a ellas me entregué con entereza y rectitud. Me convertí en el maestro oficial de ceremonias y fui el autor del himno del centro cuyo último párrafo decía:
“Al cielo elevemos sentida plegaria,
Que proteja nuestra Institución
Como los héroes de la Trinitaria
Honremos valientes a nuestra Nación”.
En ese tiempo ingresé a la universidad. Ya había terminado el bachillerato y mi ilusión era ser abogado. Me matriculé en la escuela de Derecho de la Universidad de Santo Domingo, la única que existía. Viajaba diariamente de San Cristóbal a la capital. Pero en San Cristóbal no sólo desarrollaría mis facultades magisteriales y estudiaría Derecho, sino también, nacería mi pasión por la política y mi permanente interés por los problemas sociales. Es precisamente en el Centro Reformatorio donde hago mis pinitos en la política. La mayoría de los profesores del centro eran religiosos españoles demócratas y antitrujillistas, y serían ellos quienes influirían en mis incipientes ideas políticas. Ahí nace mi sentimiento antitrujillista y poco a poco me voy convirtiendo en un decidido adversario del régimen. No vacilaba en hablar, a veces públicamente, contra la dictadura, y en escuchar diferentes emisoras extranjeras, principalmente venezolanas, que atacaban al Jefe, y nos mantenían informados de los movimientos antitrujillistas del exilio.
Refiriéndome a aquella época expresé en una ocasión esto: “Era peligroso escuchar en la República Dominicana el programa “Trinchera Antitrujillista”, por ejemplo; pero yo me enorgullezco de haber sido uno de los que corrió ese peligro. Todas las noches, el director del Instituto preparatorio me prestaba la llave de su oficina y me permitía utilizar una radio potente que poseía, para escuchar las emisoras de Venezuela. Fue así como tuve la oportunidad de oír el mensaje enviado por el capitán Juan de Dios Ventura Simó; y me di cuanta de que la expedición era inminente cuando escuché la viril proclama del Comandante Jiménez Moya anunciando el inicio de la batalla contra la tiranía. En San Cristóbal nos reuníamos a diario con los sacerdotes que regenteaban el centro y con una célula antitrujillista que yo había formado en el Instituto. Yo mismo me encargaba de explicar a mis compañeros la situación internacional. De igual modo lo hacía con los antitrujillistas del pueblo de San Cristóbal, a la mayoría de los cuales tuve ocasión de conocer. Aquellos jóvenes arrojados, sin temor a nada, se reunían conmigo en los parques para criticar abiertamente al régimen. Una noche fui sorprendido por dos policías en la oficina del Padre Director cuando escuchaba el programa “Trinchera Antitrujillista”. Los policías se habían apostado en una ventana contigua al patio delantero del edificio mientras yo, que me encontraba de espaldas, aguzaba mi oído para escuchar la emisión. Me llamaron. Se dieron cuenta de lo que hacía, no obstante haber bajado el volumen del aparato; pero me perdonaron, diciéndome con picardía que les abriese la puerta del comedor, porque tenían hambre”.
A la par con todo lo anterior decidí estudiar locución. Ingresé a la Academia de Locución Héctor J. Díaz. Me gradué en 1959 como locutor profesional, correspondiéndome el carnet 2002. Ese mismo año conseguí trabajo en la emisora oficial “La Voz Dominicana” propiedad de Arismendy Trujillo (Patán), hermano del dictador. Esa emisora era una guarida trujillista, pero aún así siempre busqué la manera de expresar, eso sí, con suma discreción, mi animadversión al régimen. Junto a varios jóvenes que laboraban allí formamos una clandestina célula antitrujillista, que se especializaba en intercambiarse las noticias adversas al régimen. En esa planta terminé de moldear mi carácter a la que iba a ser mi vocación principal: la política.
Entonces decidí vivir en la capital. Alquilé una habitación en la casa de la señora Crisolia Martínez, ubicada en la calle Barahona esquina Manuel Ubaldo Gómez, del barrio de Villa Juana. Por aquellos días, nació mi afición por los idiomas. Doña Crisolia era afable y yo, poco a poco, fui ganando su cariño. Me trataba tan bien que un día, viendo las dificultades en que me desarrollaba y mi enorme deseo de progresar, me ofreció comer en su casa. Yo comía en una fonda de la Avenida Mella, cerca del cuerpo de bomberos, propiedad de unos amigos de Mao. Para llegar allí perdía mucho tiempo y a veces me quedaba sin comer porque llegaba tarde y no encontraba comida. Así, la decisión de doña Crisolia me ahorraba dinero y tiempo, y de paso me aseguraba no quedarme sin comer.
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En la casa vivía Julia Idalia, una hija de doña Crisolia de 21 años. Era india y con los cabellos largos. Al principio, la relación entre ella y yo era casi nula. Hablábamos muy poco. Apenas nos saludábamos. Pero de repente fue naciendo en mí un deseo de acercarme a ella con intenciones sentimentales, hasta que un día, sintiéndome muy enamorado de ella, le declaré mi amor. Para Julia Idalia aquello fue una sorpresa. No me respondió. Se refugió en los muros del silencio. Y, como era la costumbre, lo que hizo fue comunicarle a su mamá mis intenciones.
Doña Crisolia expresó su desacuerdo con una posible unión entre Idalia y Yo. Debo decir que su desaprobación no se debió a mi color o a mis limitaciones económicas. Nada de eso. Se debió a que ella había podido captar mi sentimiento antitrujillista, y no quería que su hija se ligara a un adversario del régimen. Intuía que eso le generaría problemas a su hija.
Pero el amor es ciego y no conoce lógica. Julia Idalia también se fue enamorando de mí. Las observaciones de su madre no fueron suficientes para alejarla de mí. En el amor hay poca cabidas a los razonamientos. Pedirle lógica al amor es como tratar de ver la noche al mediodía. Así, nos metimos en amores, y poco tiempo después, decidimos convivir juntos en una unión que duraría 16 años y en la cual procreamos cuatro hijos. Pero en realidad aquel ambiente era asfixiante. Así, un día, preferí abandonar el trabajo y, junto a Julia Idalia, volver a San Cristóbal. En esa época empecé a expresar mi antitrujillismo a través de la poesía. Escribí numerosos poemas que por razones obvias eran firmados por el seudónimo de Jofranio Goña.
Una vez, al ser descubierto, fui interrogado por el ejército. Pero fui afortunado. Salí de esa bronca sin mayores dificultades. Uno de esos poemas, “Anatema de los tiranos”, podría servir para conocer con exactitud mi sentimiento político en aquel tiempo agobiante. Decía:
“Los que sus naciones oprimen, tiranos.
Los que enriquecen con el oro ajeno.
Los que en bella flores vierten su veneno,
y asesinan crueles sus conciudadanos.
Los que sus menguados personas deifican,
y a los hombres libres hacen sus vasallos,
Los que se rodean de viles lacayos,
que los lisonjean y los glorifican.
Los que se presentan como corderitos,
y son más feroces que los mismos lobos.
Los que con el crimen agraban sus robos,
y se autoproclaman insignes caudillos.
Los que justifican con torpe leyendo,
sus depredaciones y sus desafueros.
Los que del estado hacen una hacienda,
y de ciudadanos hacen jornaleros.
Los que con monedas compran la conciencia.
Los que las ideas pretenden matar,
Los que bienhechores se suelen llamar,
y son protectores de la delincuencia.
Esos no son hombres.
La fiera salvaje, que mata a sus presas con ciego furor,
no exige como ellos servil vasallaje,
ni asalta, ni hiere con tanto terror.
Mueran los traidores, mueran los tiranos,
Mueran los autores de la iniquidad.
Vivan los sagrados Derechos Humanos.
Vivan Dios, la Patria y la Libertad