Mulino, entre la pedagogía del miedo y la desmemoria

Por Kevin Sánchez Saavedra

Hay palabras que parecen insignificantes pero lo dicen todo. «Soy de mecha corta», declaró sin reparos el presidente panameño José Raúl Mulino hace unos días tras ofrecer uns tibias disculpas a «quienes pudieron sentirse ofendidos por mis palabras». Ser de mecha corta –expresión propia de la jerga panameña- describe a alguien que se irrita con facilidad, que actúa por impulso y carece de paciencia. Esta vez, los agraviados por la mecha corta son trabajadores, sindicalistas, estudiantes universitarios, maestros en huelga, médicos y todos los panameños que se opongan a su agenda neoliberal.  Sin embargo, gran parte del país, con una mezcla de resignación, pareció no inmutarse. En un lugar donde la memoria es frágil, donde la memoria de la violencia se archiva rápido y los muertos son ruido viejo, un mandatario de mecha corta no es anomalía: es consecuencia.

Panamá, tierra herida por muchas modernidades mal enterradas, parece vivir en un eterno presente que arrastra consigo los escombros de su propia desmemoria. Pero los cuerpos sí recuerdan. El gas en los ojos, los golpes, los acuerdos burlados, las mentiras institucionalizadas, etc. Y si no lo recuerda el cuerpo individual, lo recuerdan las naciones ngäbe y bugle, trabajadores de la bananera, las mujeres que se jugaron la vida en los bastiones de lucha, los jóvenes mutilados por la policía. De hecho, esta reflexión es un ejercicio de sentipensar con y desde esos cuerpos, para decir que un país sin memoria se convierte en una tierra fértil para el autoritarismo. Porque donde la historia se borra, las violencias se disfrazan de novedad.

El estilo político del presidente Mulino no es nuevo. Es el viejo rostro del orden a la panameña, de la ley que castiga y no pregunta, del machete legal que ya no está envuelto en bandera, sino que ahora blande a favor de intereses imperiales y extractivistas. Su frase no es solo una confesión: es una promesa de gobierno. Una mecha corta que ya conocíamos, porque en el pasado fue ministro de Seguridad, cuando, entre 2010 y 2012, las bombas lacrimógenas, las balas de goma y la fuerza policial excesiva se volvieron norma y no excepción. Fue bajo su gestión como ministro que la Ley Chorizo se impuso a candado limpio, dejando varios muertos, heridos y ojos perdidos en las bananeras de Bocas del Toro. Fue con su firma que se desató la represión en San Félix en 2011 contra pueblos originarios que defendían su territorio frente al extractivismo minero.

Hoy, esa figura retorna en un contexto crítico:

  • un memorando de entendimiento con Estados Unidos que amenaza la soberanía nacional, presionado por los intereses del narcisista autoritario de Trump sobre el canal de Panamá
  • una Ley 462 impuesta que reforma el sistema de pensiones sin justicia social.
  • un intento de reactivar la discusión minera tras el triunfo popular que declaró inconstitucional el contrato de la mina de Donoso en 2023.
  • una amenaza de desplazamiento de comunidades bajo el proyecto de creación de un lago en río Indio por parte de la Autoridad del Canal.

Ante este panorama que ha propiciado el descontento popular en Panamá, el gesto de Mulino de pedir disculpas mientras se justificaba diciendo que es de mecha corta no es arrepentimiento: es cinismo.

¿Cómo es posible que un personaje con este historial regrese no solo sin escándalo, sino con legitimidad? La respuesta no está sólo en las urnas y los votos prestados. Está en la construcción social del olvido. La memoria oficial en Panamá ha sido gestionada desde arriba: por los medios comerciales de comunicación, por los libros escolares, por el sistema judicial selectivo que calla y posterga, por las instituciones que simulan reconciliación mientras niegan justicia.

Aura Cumes diría que el colonialismo no es pasado, sino estructura. Y en Panamá, esa estructura funciona con precisión quirúrgica: invisibiliza las heridas coloniales, racializa el castigo y domestica el descontento. La represión de San Félix o de Changuinola de hace una década no son solo episodios: son pedagogías del miedo. Y el miedo, cuando se internaliza, se convierte en costumbre. Por ello Yuderkys Espinosa advirtió sobre las formas en que el Estado produce obediencia racializada, de género, de clase.

Los intentos de borrar la memoria no son ingenuos. Son un proyecto político. Como denunció el gran poeta guna panameño Arysteides Turpana, a propósito de San Félix y Changuinola, lo que se reprime no es solo una protesta: es la dignidad misma del pueblo. Decía que al indígena se le quiere sumiso o muerto, nunca igual. Por eso defendía con fuerza a la excacique Silvia Carrera frente a los insultos racistas de la prensa criolla: ella podía tutear al presidente, porque era su igual.

Parafraseando a María Galindo, la historia oficial es el basurero donde se botan las rebeldías. Pero las rebeldías no se mueren: se transforman en poesía de resistencia, canciones insurgentes, marchas, pancartas, danzas desobedientes, narraciones orales insumisas, cicatrices y silencio denso que se transmite entre generaciones.

El presidente Mulino no es solo un hombre de mecha corta como él mismo se describió. Es, como tantos otros, la expresión de una masculinidad estatal que se define por el control, la amenaza y la reacción violenta. María Lugones hablaba de la “colonialidad del género”, y aquí la vemos encarnada en figuras que acumulan poder a través del gesto firme, la voz alta, el desprecio por el diálogo. No se trata solo de machismo: se trata de una tecnología de gobierno que necesita del miedo para gobernar.

Panamá, como bien sugiere el economista y profesor Emérito de la UP Juan Jované, es un país con una élite económica que opera en simbiosis con un poder político cada vez más personalista. Ese personalismo no se entiende sin la matriz criolla, blanco-mestiza, patriarcal. Como ha señalado Catherine Walsh, hay una colonialidad que organiza el Estado, el saber, la justicia y el desarrollo, desechando todo aquello que huele a comunidad, pluralidad, consulta previa, consenso.

Por eso el mandato de la mecha corta no es solo del presidente. Es el mandato de todo un sistema que tolera la represión si esta viene con promesas de orden y crecimiento. Pero ¿orden para quién? ¿Crecimiento sobre qué cadáveres?

Pero no todo es olvido. Hay pueblos que resisten con la memoria viva, con la estima de sus ancestros. En cada cierre o marcha de calle, en cada bandera con los colores que identifica a los ngäbe, en cada grito de las mujeres que enfrentan a la policía con sus cuerpos. Esa memoria no está en los archivos estatales, sino en los testimonios que cruzan los caminos de la cordillera, en las oraciones bilingües, en los ojos que ya no ven, pero que siguen denunciando.

Como argumentaba Orlando Fals Borda, el conocimiento verdadero nace del sentipensar colectivo. Y desde allí es posible reconstruir una ética pública distinta: una que no se rinda ante la desmemoria ni ante el miedo. En tanto, Raúl Zibechi afirmó con gran claridad: hay territorios donde se están ensayando otras formas horizontales de ordenar la vida. Quizás en esos márgenes esté el futuro que el centro niega.

Por eso, frente al autoritarismo de mecha corta, la respuesta no puede ser solo indignación efímera. Está, sí, en las calles tomadas, en los paros que detienen el país, en la lucha de los sindicatos, de los gremios, de los pueblos indígenas, de las enfermeras, de los estudiantes, de los doctores, de los obreros, de las organizaciones comunitarias que no se resignan. Pero también —y con igual fuerza— la respuesta está en ser archivo popular, en ejercer una pedagogía comunitaria, en cultivar el arte de la memoria.

Una memoria que no seamonumento, sino herramienta. Porque la historia no se repite, se impone si no la enfrentamos. En un país donde los muertos del pasado se entierran rápido y mal, los vivos aprenden a callar. Pero el silencio no siempre es olvido. A veces es estrategia. A veces es resistencia. A veces es preparación.

Porque las mechas cortas se apagan. Y los pueblos, cuando recuerdan, no olvidan nunca más.

TELESUR.

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