Ocho notas sobre la guerra entre Israel e Irán
Enrico Tomaselli.
No es tanto un Occidente liderado por un fanático nazi, buscado por genocidio, con el que tenemos que lidiar, sino más bien un Occidente totalmente desprovisto de liderazgo, sin guía alguna, que avanza como un cuerpo decapitado presa de una furia premortem, dando golpes a diestra y siniestra, sin saber siquiera cómo ni por qué. La bestia sin cabeza está fuera de control.
La cuestión de la negociación iniciada por Estados Unidos con Irán, que precede al inicio del conflicto, es bastante controvertida y, según muchos analistas —sobre todo del ámbito de la información alternativa—, se trataría de una maniobra coordinada entre Washington y Tel Aviv con el objetivo de engañar a Teherán.
Sabemos que, de hecho, al menos en parte se ha logrado este resultado, aunque eso no demuestra que esa fuera la intención. De hecho, el mayor general del IRGC Mohsen Rezaei declaró recientemente que
desde marzo, estábamos seguros de que habría una guerra con Israel. Nos habíamos preparado exhaustivamente para este escenario. Sin embargo, no lo esperábamos antes del final de las negociaciones; ha sido una sorpresa.
Contrariamente a lo que parece ser la lectura de la zona, me inclino a creer que el inicio de las negociaciones con Irán tenía como objetivo, en consonancia con la línea política pacificadora de Trump, prevenir la situación de conflicto (que finalmente se materializó), pero que se vio frustrado, incluso antes del ataque israelí, por la confusión con la que se abordó.
El punto de partida, necesario, es que todos —literalmente— sabían y saben que Irán no tiene armas nucleares, no está a punto de fabricarlas y, lo que no es poca cosa, no tiene intención de hacerlo (al menos hasta ahora).
La decisión de no dotarse de armamento nuclear puede, por supuesto, ser criticable, incluso con argumentos muy válidos, pero no obstante es indudable que se ha tomado y que Irán la ha respetado estrictamente. El mero hecho de que se haya emitido una fatwa al respecto (es decir, una especie de ordenanza jurídico-religiosa) demuestra que el debate interno al respecto requirió en algún momento una resolución definitiva al más alto nivel.
Por lo tanto, tanto Washington como Tel Aviv saben perfectamente que la amenaza nuclear iraní es pura fantasía, una invención propagandística occidental que, además, se recicla servilmente desde hace al menos treinta años.
Teniendo presente este elemento, resulta evidente que el objetivo real de las negociaciones no era tanto la capacidad iraní de desarrollar armas nucleares, sino más bien la sumisión sustancial de Irán a los dictados estadounidenses.
Y es precisamente la vaguedad de los objetivos perseguidos por Washington, además de la inesperada firmeza iraní, lo que ha allanado el camino para la continua oscilación de las propuestas estadounidenses, lo que a su vez ha empantanado las negociaciones, abriendo de hecho la rendija por la que se ha precipitado Netanyahu, echándolo todo por la borda.
Esto debe enmarcarse, además, en el clima de incertidumbre, por no decir de caos, que caracteriza a la Administración Trump en los últimos tiempos y que nace del debilitamiento de la autoridad personal del presidente y, por tanto, de su posición política.
LAS DIVISIONES EN EL ESTABLISHMENT ESTADOUNIDENSE
La ambigüedad sustancial de la política estadounidense con respecto a Oriente Medio, caracterizada por una oscilación continua entre el apoyo incondicional a las posiciones extremistas de Netanyahu y distanciamientos incluso inesperados, se deriva fundamentalmente del hecho de que la Administración Trump no tiene una verdadera visión estratégica global y regional en la que converjan todas las almas que la componen, lo que conduce inevitablemente a la búsqueda continua de cada una de ellas por imponer su punto de vista sobre los demás.
Fundamentalmente, la línea de Trump se ha encontrado con dos obstáculos, ambos atribuibles al mismo enfoque. El fracaso sustancial de las negociaciones para poner fin al conflicto en Ucrania (que ya ha desaparecido prácticamente del radar) y el enfrentamiento sobre la cuestión de los aranceles.
En ambos casos, han pesado tanto la impetuosa superficialidad del presidente como la evidente incomprensión de los contextos respectivos y, por lo tanto, para empezar, de sus propios puntos fuertes y débiles, así como de los de la contraparte.
En lo que respecta a Ucrania, la disponibilidad formal de Rusia, unida a su firmeza sustantiva en los aspectos fundamentales, han encauzado las negociaciones en una dirección que, inevitablemente, ha acabado poniendo de manifiesto los enormes límites políticos de la Administración Trump.
Esta última, de hecho, se ha mostrado incapaz de imponer su propio diseño estratégico (si es que tenía alguno…) tanto al Gobierno de Kiev, aunque totalmente dependiente de la ayuda estadounidense, como a sus aliados europeos, cuyo acuerdo era fundamental para abordar la cuestión central del conflicto, a saber, la seguridad mutua en Europa.
En poco tiempo, Washington se dio cuenta de que tenía muy pocas cartas en la mano y prefirió retirarse silenciosamente. Pero este fracaso ha minado, evidentemente, la posición de Trump, que ha visto evaporarse su tan cacareada capacidad negociadora y, sobre todo, ha puesto en tela de juicio la validez de su línea política, basada precisamente en la búsqueda de soluciones negociadas.
Del mismo modo, la cuestión arancelaria se ha empantanado a su vez en la posición china, muy similar a la rusa sobre Ucrania, y, sobre todo, ha abierto una brecha con el mundo de la hiperfinanza (Blackrock & co), que ha demostrado no estar de acuerdo con las políticas económicas de Trump.
La debilidad sustancial del proyecto político de Trump, unida a los diversos fallos que ha acumulado en su primer semestre, han convertido al presidente en un pato cojo, sujeto a sus propios cambios de humor más que a un análisis lúcido de la situación; en consecuencia, su entorno ha comenzado a desmoronarse y dividirse, y cada uno de sus componentes ha tratado de imponer su punto de vista.
En particular, el sector más vinculado al mundo neoconservador (y genéricamente más reaccionario) se ha coagulado en torno al secretario de Estado Rubio, que de hecho se ha convertido en el miembro más activo y visible de la administración, mientras que otros (Musk, Vance) abandonaban el barco o se encerraban en el silencio.
Por último, y precisamente sobre la cuestión de Oriente Medio, la sonada división dentro de la comunidad de inteligencia. Mientras que hace solo unos días Gabbard presentaba un informe en el que desmentía la intención iraní de fabricar la bomba, en las últimas horas el jefe de la CIA, John Ratcliffe, la ha desautorizado presentando directamente a Trump un informe en el que se sostiene exactamente lo contrario.
Esto ha dado lugar a una (aparente) marginación de la propia Gabbard, pero sobre todo ha revelado un escenario de guerra interna extremadamente preocupante (una de tres: o Ratcliffe mintió a Gabbard, induciéndola a informar al presidente sobre la inconsistencia de la amenaza iraní, o mintió la propia Gabbard, o el mentiroso es Ratcliffe).
Esta situación conflictiva dentro de la administración, que se suma a la interna del país (que el propio Trump está exacerbando), por no hablar de la creciente crítica con la que la base electoral del presidente y muchos de sus influyentes seguidores ven las últimas decisiones políticas, no hace más que debilitar la presidencia y, por lo tanto, hacer impredecible su comportamiento.
EL ATAQUE
En el vacío político de la incertidumbre estadounidense, Israel ha tenido fácil trabajo para colarse y poner fin a cualquier hipótesis de negociación. El objetivo de Tel Aviv —aparte del de Netanyahu, que es asegurar su propia supervivencia política y su libertad— no tiene, obviamente, nada que ver con el programa nuclear iraní.
Ellos también saben perfectamente cómo están las cosas y, en cualquier caso, Israel tiene una capacidad nuclear abrumadora y ningún escrúpulo en utilizarla si es necesario.
El objetivo es más bien el cambio de régimen, o al menos la completa desestabilización de Irán. La evaluación realizada por los líderes sionistas, por mucho que pueda parecer una muestra de seguridad, probablemente se vio viciada por la urgencia de desbloquear una situación de estancamiento militar (y de aislamiento político), así como por una valoración errónea de la situación.
Ir a por todas es, por definición, un riesgo que deja fuera cualquier posición intermedia: o se gana o se pierde.
El elemento que mejor demuestra la imprudencia de la decisión es el hecho de que, para aumentar el impacto del primer golpe, los servicios secretos israelíes han movilizado toda la red (construida durante años y años de trabajo) de infiltrados; una red que ahora los iraníes están desmantelando con detenciones diarias, lo que inevitablemente llevará a su completa destrucción.
Netanyahu ha decidido jugárselo todo, probablemente contando con una sobrevaloración de los efectos del ataque y subestimando la capacidad de reacción de Teherán. Sin duda, ha tenido en cuenta que, habiendo quemado la carta de la negociación entre Estados Unidos e Irán, sería mucho más fácil involucrar a Trump, y probablemente la única opción para Washington.
Pero esta medida se considera muy peligrosa para los intereses estratégicos estadounidenses por parte de una parte no desdeñable de la Administración y su área de referencia. El mundo M.A.G.A. está lanzando señales muy explícitas en este sentido.
LA ELECCIÓN
Tras haber echado por tierra el plan de negociación, también por su propia incapacidad para gestionarlo, las opciones disponibles para Trump se reducen drásticamente, y su (previsible) forma confusa de afrontar los acontecimientos no hace más que complicarle aún más las cosas.
Obviamente, sabía que se produciría el ataque israelí; si no fuera así, significaría que cuenta menos que cero.
Lo sabía, pero probablemente pensaba que podía utilizarlo como forma de presión sobre Teherán, convencido de que el golpe empujaría a sus líderes a aceptar un acuerdo más estricto, lo que le permitiría proclamarse vencedor y frenar a Israel.
Obviamente, no había contado con los anfitriones. Ni los de Teherán ni los de Tel Aviv.
En este punto, sin embargo, dar marcha atrás es tan difícil como seguir adelante. Por lo tanto, la corrección y la exhaustividad de la información en la que se basará la decisión final tendrán un papel crucial, lo que no invita al optimismo, teniendo en cuenta lo dicho anteriormente…
Quedarse al margen del conflicto puede tener un coste político considerable, debilitaría aún más su posición y agravaría las divisiones internas de la administración, a menos que se encuentre una salida creíble que justifique su elección, pero por el momento no se ve cuál podría ser.
Por otra parte, optar por intervenir directamente en el conflicto no le reforzaría políticamente (quedaría en cualquier caso subordinado a Netanyahu) y le expondría a una serie de riesgos relacionados con el desarrollo de la guerra.
Su única opción segura, de hecho, sería intentar lo que ya ha intentado Israel, sin éxito, es decir, asestar un golpe rápido y decisivo, capaz de doblegar la resistencia iraní en pocos días.
Esto significa maximizar las pérdidas enemigas (reales o presuntas) y reducir al mínimo las propias, mostrando plena determinación para llevar a cabo la operación hasta el final. Es muy dudoso que esto sea realista.
Por supuesto, Estados Unidos es capaz de golpear duramente a Irán y de infligirle daños significativos.
El problema es que está muy expuesto y que, al igual que Israel, debe concluir una posible ofensiva en un plazo relativamente corto.
Cuanto más se prolongue la capacidad de resistencia iraní, más significativas serán las pérdidas (los Estados Unidos tienen muchas bases en la zona, todas al alcance de misiles), disminuirá la capacidad de defensa [1] y aumentarán las probabilidades de una deflagración regional extendida del propio conflicto.
El interés estratégico de Washington no es precisamente inflamar todo Oriente Medio (sobre todo después de haber firmado acuerdos de inversión con las petromonarquías).
Y, desde este punto de vista, difiere sustancialmente del israelí. Mientras que Tel Aviv está interesada en la destrucción del potencial militar iraní y en un cambio de régimen, siguiendo el modelo sirio, esta última es una hipótesis poco atractiva para Estados Unidos, ya que abriría escenarios impredecibles; para Washington es mucho mejor mantener el liderazgo actual, tal vez decapitado de sus componentes más radicales, pero sustancialmente sometido a los deseos de la Casa Blanca. Al menos por el momento.
LA OPCIÓN NUCLEAR
Uno de los puntos centrales del debate interno del Gobierno estadounidense es la capacidad o no de destruir la planta de Fordow, notoriamente enterrada a casi cien metros bajo una montaña. Obviamente, a la luz de lo dicho hasta ahora, esto se inscribe en un marco distorsionado del problema, que da por cierto el objetivo declarado de detener el desarrollo nuclear iraní y, sobre todo, tiene en cuenta la necesidad de una conclusión rápida.
La capacidad de destruir Fordow se interpreta, por tanto, como un punto de inflexión capaz de quebrar la resistencia de Teherán, obligándola a aceptar un acuerdo leonino. Lo cual, obviamente, prescinde por completo de la determinación iraní.
En cualquier caso, la cuestión es que un posible ataque con bombas MOAB (GBU-43 Massive Ordnance Air Blast) no solo requiere que los bombarderos se acerquen al objetivo, sino que no garantiza la destrucción efectiva de la instalación. Podrían ser necesarias más de una MOAB, todas lanzadas repetidamente sobre el mismo punto.
La extrema incertidumbre de un ataque de este tipo, cuyo fracaso supondría un duro revés, ha dado lugar a un debate, sobre todo en el ámbito de la contrainformación, sobre la posibilidad de utilizar o no un arma nuclear táctica.
En mi opinión, esta posibilidad es prácticamente inviable, tanto por parte de Estados Unidos como de Israel.
En lo que respecta a Tel Aviv, esto significaría, en primer lugar, no poder seguir negando que posee armas nucleares, con todo lo que ello supondría a nivel internacional, y daría lugar a una carrera generalizada para adquirirlas, empezando por Arabia Saudí, Egipto y Turquía.
En cuanto a Washington, el mayor riesgo derivaría de sentar un precedente, que se convertiría en una luz verde para otros, como Rusia en Ucrania.
En el contexto actual, por lo tanto, es extremadamente improbable que esta opción se considere seriamente. Sin embargo, esto deja abierta la cuestión de si se destruirá o no la planta iraní. Suponiendo que pueda ser un factor decisivo.
Uno de los elementos más preocupantes para quienes temen una nueva explosión del conflicto es el hecho de que muy pocos en Estados Unidos parecen haber aprendido realmente la lección de Ucrania.Y entre ellos no parece estar Trump.
La aventura político-militar de lanzar a Ucrania contra Rusia, planificada y perseguida obstinadamente durante al menos dos décadas por gran parte del establishment estadounidense, a pesar de su evidente fracaso, no parece haber enseñado mucho.
La idea de que Estados Unidos sigue siendo la gran superpotencia militar (y no solo eso) de los años dorados se mantiene firme en el imaginario de Washington, a pesar de todas las pruebas en contra. Y esto constituye el mayor factor de riesgo, porque una evaluación errónea de las relaciones de poder es uno de los errores clásicos que conducen a la derrota militar.
Un presidente voluble, egocéntrico y narcisista, sin duda poco acostumbrado a las complejidades geopolíticas y a las cuestiones bélicas, puede ser fácilmente empujado a tomar decisiones precipitadas, si no completamente erróneas.
Considerar a Irán como una presa fácil, o incluso solo como un objetivo que sin duda puede ser derrotado, es una idea que muy probablemente tiene mucho peso dentro del Pentágono y en parte del entorno de Trump.
Por ejemplo, el general Michael Kurilla, comandante del CENTCOM, muy escuchado por Trump, es un abierto partidario de Israel y de la intervención estadounidense contra Irán, que ve como su gran oportunidad para concluir su carrera con una victoria rotunda, capaz incluso de lanzarlo a la arena política.
La influencia de estos personajes puede ser decisiva para determinar la elección final, también porque la administración estadounidense se ha puesto prácticamente sola en una pendiente que conduce a la intervención directa. Y, en ausencia de una alternativa viable, que por el momento nadie ofrece, corre el riesgo de convertirse en una elección obligada.
DOS SEMANAS
Fiel a su carácter, Trump ha decidido por el momento no decidir. En un contexto como el actual, afirmar que la decisión se aplaza dos semanas es como decir que se hablará del tema el año que viene.
En solo una semana de ataques mutuos, el conflicto entre Israel e Irán ha alcanzado un punto crítico tal que se plantea de forma dramática la cuestión de si Estados Unidos debe intervenir o no.
Suponiendo que no se trate de una declaración hecha para confundir las aguas con respecto a una decisión ya tomada, resulta bastante evidente que ganar tiempo no lleva a nada bueno; al contrario, pone aún más a Washington a merced de los acontecimientos, privándola de cualquier iniciativa, aunque sea táctica, y obligándola a dejarse guiar por lo que ocurre en el teatro de la guerra.
Aparentemente, Trump ha decidido ignorar las advertencias explícitas llegadas desde Moscú y Pekín. De hecho, no las ha comentado, prefiriendo pasar por alto el tema. Pero es poco probable que realmente no se tengan en cuenta.
Lo que se estará evaluando en el Consejo de Seguridad Nacional (presidido por Rubio…) es más bien qué tipo de reacción podría seguir a una intervención directa de Estados Unidos.
Es evidente que ni Moscú ni Pekín quieren verse involucrados directamente en un conflicto, pero es igualmente evidente que, para ambos, Irán es un aliado estratégico al que no pueden abandonar.
Lo más probable, por lo tanto, es que Rusia y China se esfuercen por mantener la capacidad de resistencia iraní a un nivel que no ponga en peligro su estabilidad, lo que podría lograrse de diversas maneras (tanto políticas como militares).
A menos que Teherán pida ayuda explícitamente —en cuyo caso, probablemente a Rusia—, no habrá grandes transferencias de material bélico. En cambio, es más probable que se preste ayuda en materia de inteligencia satelital. Y, por supuesto, es posible que la ayuda se manifieste en forma de una mayor presión sobre otros escenarios (Ucrania, Taiwán) [2].
¿HORMUZ O NO HORMUZ?
El verdadero arma definitiva de los iraníes es, de hecho, el estrecho de Ormuz. Su eventual bloqueo sería devastador a nivel mundial, ya que podría poner aún más de rodillas a Europa y crear grandes problemas a China, obligándola a intervenir con mayor decisión.
Entre otras cosas, el cierre del estrecho atraparía a una parte de la flota estadounidense, actualmente en el Golfo Pérsico, lo que daría lugar a una auténtica caza de patos. Por no hablar de un cierre paralelo del estrecho de Bab el Mandeeb por parte de Yemen. Una situación que Estados Unidos ya ha experimentado, dándose cuenta de lo difícil que es, hoy en día, hacer valer su poderío talasocrático.
Por lo tanto, si quisiéramos aventurar una hipótesis concluyente, podríamos decir que toda la razón estratégica empujaría hacia una desescalada, aunque esto implicara un gran éxito político para Irán y probablemente acabara costándole el puesto a Netanyahu (algo, por otra parte, previsiblemente inevitable).
Esta sería la mejor manera de garantizar los intereses estadounidenses en la región y los intereses globales. Pero, como hemos visto, la racionalidad política tiene un margen de maniobra muy limitado en la situación actual, mientras que parecen prevalecer la emotividad, las ambiciones, el narcisismo, en definitiva, todo lo que no debería.
Por lo tanto, resulta extremadamente difícil predecir los acontecimientos, aunque, precisamente, todo parece deslizarse hacia una escalada sin que nadie, excepto el gran jefe sionista, lo desee realmente y de forma consciente. Casi como si fuera una consecuencia inevitable de una serie de decisiones, ninguna de las cuales pretendía llegar tan lejos.
Y es este contexto el que ha llevado a más de uno a decir que, hoy en día, el verdadero líder de Occidente es precisamente Netanyahu, ya que consigue imponer sus decisiones y arrastrar consigo a todo el circo occidental. Es una interpretación seductora, que también tiene un aparente fondo de verdad, pero que, en mi opinión, a pesar de su horror, se aleja de una realidad que, en última instancia, es mucho más dramática.
No es tanto un Occidente liderado por un fanático nazi, buscado por genocidio, con el que tenemos que lidiar, sino más bien un Occidente totalmente desprovisto de liderazgo, sin guía alguna, que avanza como un cuerpo decapitado presa de una furia premortem, dando golpes a diestra y siniestra, sin saber siquiera cómo ni por qué. La bestia sin cabeza está fuera de control.
Traducción nuestra
*Enrico Tomaselli es Director de arte del festival Magmart, diseñador gráfico y web, desarrollador web, director de video, experto en nuevos medios, experto en comunicación, políticas culturales, y autor de artículos sobre arte y cultura.
Notas
1 – Según ha revelado la prensa estadounidense, Israel ya se encuentra en una situación difícil en lo que respecta al armamento de los sistemas de interceptación. Una dificultad con la que también deben lidiar los Estados Unidos, teniendo en cuenta que llevan tres años y medio suministrándolos a los ucranianos y casi dos años a los israelíes.
Este dato, sin embargo, según cómo se interprete y evalúe, podría influir en la decisión de manera contraria. De hecho, si se tuviera en cuenta sobre todo el riesgo de que las defensas israelíes se vean superadas podría impulsar una intervención directa; si se considerara con más perspectiva, podría llevar a la conclusión de que, si la intervención no es rápida y decisiva, el problema se plantearía también para las fuerzas estadounidenses, por lo que no sería aconsejable actuar…
2 – Precisamente hoy, Pekín ha desplegado una fuerza aérea masiva alrededor de la isla…
Fuente original: Giubbe Rosse News