Pensiones y salud en RD: Eficiencia de mercado vs. justicia social

Por Rafael Augusto Peralta Suriel

En la República Dominicana, el sistema de seguridad social enfrenta una crisis silenciosa. Las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) manejan más de un billón de pesos en nombre de los trabajadores, mientras que las ARS privadas controlan el acceso a buena parte de los servicios de salud. Pero tras esa aparente solidez financiera, se esconde una profunda insatisfacción social: pensiones insuficientes, altos copagos, exclusiones injustificadas y una creciente percepción de que el modelo beneficia más a las instituciones que a las personas.

Este no es un debate ideológico. Es un dilema de política pública: ¿puede un sistema basado en la lógica del mercado garantizar el derecho a una vejez digna y al acceso universal a la salud?

La Ley 87-01, que regula el sistema de seguridad social, estableció un modelo mixto que combina la participación pública y privada. En teoría, esa mezcla debería reunir lo mejor de ambos mundos: cobertura universal y eficiencia financiera. En la práctica, sin embargo, el desequilibrio es evidente. El componente público ha quedado reducido a su mínima expresión, mientras que el sector privado se ha convertido en el eje dominante del sistema.

El resultado está a la vista. Según cifras de la Superintendencia de Pensiones (SIPEN), la pensión promedio proyectada para la mayoría de los afiliados no alcanza el 30% del salario final, lejos del 60-70% recomendado por la OIT. A esto se suma el bajo nivel de participación de los afiliados en las decisiones sobre sus fondos y una estructura de comisiones que reduce los beneficios netos, incluso en escenarios de rentabilidad positiva.

En el ámbito de la salud, el panorama no es más alentador. Las ARS son objeto de críticas constantes por rechazos arbitrarios de procedimientos, demoras administrativas y coberturas parciales. Aunque la ley contempla un Consejo Nacional de la Seguridad Social (CNSS) como órgano rector, su capacidad de regulación efectiva ha sido limitada. El sistema funciona, pero lo hace con una lógica de aseguradora, no con la vocación de un derecho garantizado.

Las comparaciones internacionales ayudan a dimensionar el problema. Chile, modelo de referencia en la capitalización individual, ha tenido que reformar su sistema tras años de protestas. Las AFP chilenas acumularon grandes sumas de dinero, pero entregaron pensiones tan bajas que terminaron erosionando la legitimidad del modelo. En contraste, Uruguay y Costa Rica, con sistemas predominantemente públicos, han logrado combinar cobertura amplia, control estatal efectivo y sostenibilidad razonable, aunque enfrentan también desafíos financieros vinculados al envejecimiento poblacional.

La evidencia sugiere que ningún sistema es infalible. Lo que marca la diferencia es la calidad institucional, la transparencia regulatoria y la voluntad política para poner el interés colectivo por encima de la rentabilidad privada. La administración pública, cuando está bien gestionada, puede ser tan eficiente como la privada. Y la administración privada, sin una regulación robusta, puede terminar siendo tan excluyente como ineficaz.

Frente a esta realidad, la discusión no debería centrarse en si el Estado o el mercado deben tener el control, sino en cómo rediseñar un sistema que sirva verdaderamente a la gente. Algunas medidas resultan ineludibles:

  1. Establecer un pilar público de reparto solidario que garantice una pensión mínima para todos los trabajadores.
  2. Replantear el rol de las AFP como gestoras, no como diseñadoras del sistema.
  3. Imponer límites claros y justos a las comisiones y costos operativos.
  4. Dotar de verdadera autonomía técnica y poder sancionador a la SIPEN y la SISALRIL.
  5. Implementar mecanismos tecnológicos de supervisión para reducir la discrecionalidad y mejorar la transparencia.
  6. Invertir en educación previsional y financiera desde la escuela hasta los espacios laborales.

La protección social no puede tratarse como una mercancía. La salud y la vejez digna no son lujos ni favores del sistema, sino derechos fundamentales que requieren una estructura sólida, justa y sostenible.

Hoy, la República Dominicana tiene una oportunidad histórica: reformar con seriedad, con sentido técnico y con sensibilidad social. Lo contrario sería seguir administrando, con cálculo financiero, un modelo que acumula millones pero distribuye incertidumbre. Y eso, en una sociedad democrática, no es aceptable.

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