Los frutos de la horca
Pedro Conde Sturla
La horca produce frutos macabros. Extrañas frutas, como la de los árboles del sur en una canción famosa de Billie Holiday…
Igual sucede en la cárcel que George Orwell describe en una narración que lo dice todo desde el título: «Un ahorcamiento».
«Sucedió en Birmania», la misma Birmania donde Orwell una vez fue policía, un gendarme al servicio del imperio británico, en «una húmeda mañana en la estación de las lluvias».
Con unos cuantos trazos mágicos Orwel describe el ambiente, un ambiente sórdido, enrarecido:
«Una luz enfermiza, como de un papel de aluminio amarillo, se proyectaba en ángulo sobre los altos muros del patio de la cárcel».
Los prisioneros que esperan la muerte permanecen «en cuclillas junto a los barrotes interiores, envueltos en sus frazadas», silenciosos. Tristísimos. Tienen el alma apagada y nada los alegra ni conforta. Los carceleros, en cambio, siempre encuentran un motivo para divertirse. La noticia de que un preso «se orinó en el piso de su celda» cuando le confirmaron la pena de muerte les causa risa. Cualquier sentimiento de compasión o simpatía por aquellos seres apiñados como bestias en minúsculas jaulas les resulta ajeno. Tienen el alma podrida.
«Un prisionero había sido retirado de su celda. Era un hindú, el débil residuo de un hombre, con la cabeza afeitada y los ojos vagos, líquidos. Tenía un grueso, incipiente bigote, absurdamente grande para su cuerpo, como el bigote de un actor cómico en una película. Seis guardias indios, altos, lo vigilaban y lo preparaban para la horca. Dos de ellos permanecían a su lado sosteniendo sus rifles con las bayonetas colocadas, mientras que los otros lo esposaban, colocaban una cadena entre las esposas y la fijaban a sus cinturones y aseguraban firmes sus brazos a los costados. Se agrupaban muy cerca del prisionero, con sus manos siempre sobre él en una cuidadosa, gentil forma de sostenerlo. Parecían hombres manipulando un pez todavía vivo que pudiera saltar de nuevo al agua. Pero él permanecía casi sin resistencia, con sus brazos rendidos limpiamente a las sogas, como si apenas se diera cuenta de lo que estaba sucediendo. Se hicieron las ocho en punto y un llamado de clarín, desoladamente tenue en el aire húmedo, flotó desde las barracas lejanas».
El director de la cárcel no está complacido. Se han demorado en exceso los preparativos para la ejecución. Se le está faltando respeto a la puntualidad. Una falta grave entre ingleses. Más grave aún entre gente de uniforme. El prisionero, esa cosa que llaman prisionero, ya no debería estar vivo.
«El superintendente de la cárcel, que permanecía parado aparte de nosotros, escarbando malhumoradamente la gravilla con su bastón, alzo la cabeza al escucharlo. Era un doctor de la armada, con un bigote gris como un cepillo de dientes y una voz seca.
»“Por amor de Dios apúrate, Francis”, dijo irritado. “Este hombre ya debía estar muerto a esta hora. ¿No están listos todavía?”
»Francis, el jefe carcelero, un dravidiano gordo con traje de dril y lentes de oro, sacudió su negra mano. “Sí señor, sí señor”, dijo entusiasta. “Todo está preparado satisfactoriamente. El verdugo espera. Podemos proceder”.
»“Bien, marcha rápida entonces. Los prisioneros no pueden tomar su desayuno hasta que el trabajo sea hecho”».
Las ejecuciones son cosas rutinarias, una especie de trámite burocrático. Una espantosa rutina, más espantosa aún por rutinaria. El proceso es tan impersonal que no parece afectar en lo más mínimo a la mayoría de los indiferentes y deshumanizados carceleros. Se dispone de la vida de un ser humano como quien dispone de la vida de un mosquito. Sin el menor apego. Con el más flemático distanciamiento.
«Salimos hacia la horca. Dos guardias marchaban a cada lado del prisionero, con sus rifles inclinados; otros dos marchaban muy cerca de él, aferrándolo de los brazos y los hombros, como si a la vez que lo empujaran lo sostuviesen. Magistrados y afines, y el resto de nosotros, seguíamos detrás. De repente, cuando habíamos andado unas diez yardas, la procesión se detuvo sin ninguna orden ni advertencia. Algo malo había sucedido –un perro, venido de Dios sabe dónde, había aparecido en el patio. Con una sonora ráfaga de ladridos llegó hasta nosotros y saltó alrededor sacudiendo todo su cuerpo, con un regocijo salvaje al encontrar tantos seres humanos juntos. Era un perro lanudo enorme, mitad airedale, mitad paria. Durante un momento se paseó delante de nosotros y entonces, sin que nadie pudiera evitarlo, corrió hacia el prisionero y, saltando, trató de lamer su rostro. Todos permanecimos horrorizados, demasiado sorprendidos incluso para intentar agarrar el perro.
“¿Quién dejó entrar aquí a esa maldita bestia?” dijo enojado el superintendente. “¡Que alguien lo sujete!”
»Un guardia que se separó de la escolta, cargó torpemente contra el perro, pero éste bailoteó y saltó fuera de su alcance, tomando todo como parte de un juego. Un joven carcelero eurasiático recogió un puñado de gravilla y trató de alejar al perro a pedradas, pero el animal esquivó las piedras y nos siguió de nuevo. Sus ladridos hacían eco en las paredes de la prisión. El prisionero, sostenido por los guardias, miraba todo distraídamente, como si aquello se tratara de otra formalidad del ahorcamiento.
»Pasaron varios minutos hasta que alguien se las arregló para capturar al perro. Entonces atamos mi pañuelo a su collar y nos pusimos en movimiento una vez más, con el perro todavía gimoteando. Restaban unas cuarenta yardas hasta la horca. Yo observaba la espalda desnuda y marrón del prisionero marchando en frente de mí. Él caminaba torpemente con sus brazos atados, pero aún así estable, con ese paso mecido de los indios que nunca enderezan del todo sus rodillas. A cada paso sus músculos encajaban adecuadamente en su lugar, el mechón de pelo sobre su cabeza bailoteaba de arriba abajo, sus pies quedaban impresos en la gravilla húmeda. Y una vez, a pesar de los guardias que lo sujetaban por los hombros, dio un paso levemente hacia el costado para evitar un charco en el camino».
Para el perro, aquella absurda ceremonia fúnebre es sólo un juego. No entiende, por supuesto, lo que está sucediendo, pero ha despertado con sus ladridos la conciencia de alguien. La narración da un vuelco. El narrador toma partido y toma conciencia de la situación, se dará cuenta a cabalidad de que todo aquel metódico y desapasionado procedimiento tiene que ver con la existencia de un ser humano, que se está cometiendo algo espantoso:
«Es curioso, pero hasta ese momento nunca me había dado cuenta de lo que significa destruir a un hombre saludable y consciente. Cuando vi al prisionero dar un paso al costado para evitar el charco, vi el misterio, la horripilante equivocación de cortar una vida cuando está en su plenitud. Este hombre no estaba muriendo. Estaba tan vivo como estamos cualquiera de nosotros. Todos los órganos de su cuerpo estaban trabajando —sus intestinos digiriendo alimento, la piel renovándose a sí misma, las uñas creciendo, los tejidos formándose— todo esto desperdiciándose en una solemne tontería. Sus uñas crecerían todavía cuando se parara encima de la trampilla, cuando estuviera cayendo en el aire con una décima de segundo todavía por vivir. Sus ojos todavía veían la gravilla amarillenta y las paredes grises, y su cerebro todavía recordaba, preveía, razonaba –incluso sobre los charcos. Él y nosotros éramos un grupo de hombres caminando juntos, viendo, escuchando, sintiendo, entendiendo el mismo mundo; y en dos minutos, con un breve golpe, uno de nosotros se habría ido –una mente menos, un mundo menos».