Ensayo sobre la pereza
Por Daniel Beltré López
La holgazanería ha sido históricamente penalizada.
Inglaterra procuró regularizarla a partir del siglo XVI.
Buscaba el control de la mendicidad y la pobreza mediante un catálogo de disposiciones extendido a todas sus colonias.
Se trató de un pliego de decisiones arbitrarias, verdaderos ataques a los derechos fundamentales que pronto serán represados, anulados, por las jurisdicciones de juicio.
Sin embargo, se la sigue viendo como causal de atraso y como fuerza motriz para la comisión de ciertas infracciones.
Se le asocia a vagabundos, oportunistas, vividores y aguajeros, cuya presencia está en todas partes; por fortuna siempre en minoría.
Los encuentras en el seno de la familia, en escuelas y academias; en las religiones, en los ejércitos, entre pacientes, en los partidos políticos, entre los amigos…
Los encuentras también, aunque es una curiosidad, en los centros de trabajo —algunos osan ir por las vacantes— a donde simulan una prestación que generalmente concluye en despido.
No se trata simplemente de un sujeto cuya principal astucia consiste en quedarse de brazos cruzados al tiempo que hace creer que se consume en la faena.
Algunos son verdaderos histriones: agitan pañuelos sobre sus rostros presuntamente para sofocar el sudor de su esfuerzo, respiran hondo, con aliento largo y ruidoso, en el deliberado propósito de llegar al ánimo de los demás como un agente esforzado; incluso, nadie debe sorprenderse si llegara a verle en las primeras páginas de los diarios, en medio de una gran confusión, en rol de conductor de masas, aparentando ser parte esencial de un movimiento de cuyas demandas en realidad acaba de enterarse.
Desenmascararlo es cuestión de tiempo; pero que nadie crea se trata de su fin. No. Sobre todo, porque según Llull, algunos de estos sujetos suelen ingeniárselas para demandar grandes estipendios por el menor de los esfuerzos, “por poco trabajo”.
Descubiertos, activarán siempre una reserva agitada por su naturaleza: contraatacan armados de fruncimientos, felonías, mendacidades; provistos de una astucia que los hace impresentables ante la más mínima inteligencia humana.
Arrinconados, ripostan, se tornan iracundos, violentamente contestatarios; se hacen de relatos que arman durante el exceso de ocio, apadrinados por la vagancia: los padres son autoritarios, avaros; el maestro no sabe enseñar; el cura o el pastor hablan demasiado menos de Dios, el instructor es un salvaje —aveces lo es—, el médico es un matasano, el compañero esforzado de partido —a quien aspira a desplazar sin más crédito que el catecismo del YO— es un tirano contra el que predica, y autorizado por la ignorancia, busca aleccionarlo sobre las virtudes de la democracia, la participación y la descentralización políticas—; del amigo, no importa cuánto lo haya socorrido, dirá que es un tipo en quien no se puede confiar, y que, por demás, no ayuda a nadie.
Este ciudadano, dispone de un perfil interminable. Lo único que jamás podrá atribuírsele es haberlo hecho bien cuando empujado por la trampa se hizo con una oportunidad cualquiera.
Por algún imponderable del destino, a este sujeto no siempre le va todo lo mal para lo que ha “trabajado”; probablemente esto se explica en una conveniente interpretación del mandato bíblico que bendice el trabajo como uno de los pilares de la existencia; mandato, que a juicio de Jardiel Poncela, el canalla suele retorcer y manipular según este antojo: “ Ganarás el pan con el sudor DEL del frente”.