El arte contemporáneo y sus laberintos: bienales, jurados y el imperio de lo efímero

Por Plinio Chaín

 

Los jurados internacionales actúan como mediadores de este juego. Compuestos por curadores, críticos, coleccionistas y gestores culturales, se presentan como garantes de la calidad y la innovación

El arte —ese territorio siempre asediado y necesario— se imagina a sí mismo como un refugio de libertad. Allí donde la sociedad se vuelve cálculo, el arte parece prometer lo que escapa: el gesto gratuito, la emoción sencilla, el destello de conocimiento que no se deja atrapar por la utilidad. En ese ideal persiste, quizá, una vana esperanza: que la creación conserve un núcleo de misterio, que la belleza o la verdad no sean enteramente negociables. Pero el presente del arte, ese presente que llamamos contemporáneo, se ha visto rodeado por un sistema que lo nombra, lo ordena y lo administra con una eficacia casi absoluta.

Ese sistema no es un enemigo abstracto; tiene nombres propios, calendarios, presupuestos. Se manifiesta en las grandes bienales —Venecia, São Paulo, La Habana, Documenta en Kassel— que cada dos o tres años convierten a ciudades enteras en escaparates planetarios. Lo que en sus inicios pretendía ser una fiesta de la diversidad artística, un espacio de encuentro y debate, se ha transformado en una red de legitimación. Las bienales ya no solo exhiben obras: producen valor. Una invitación a la Bienal de Venecia puede catapultar la carrera de un artista, asegurarle galerías, coleccionistas, reseñas en revistas especializadas. Allí, la visibilidad se traduce en capital simbólico y, casi de inmediato, en capital económico.

Los jurados internacionales, por su parte, actúan como mediadores de este juego. Compuestos por curadores, críticos, coleccionistas y gestores culturales, se presentan como garantes de la calidad y la innovación. Sin embargo, su tarea, inevitablemente, está atravesada por intereses, afinidades, discursos de moda. La decisión de un jurado no solo selecciona una obra: define qué tipo de arte será considerado pertinente, qué lenguaje se juzga contemporáneo, qué mirada merece ser replicada por museos y ferias. En no pocas ocasiones, los premios parecen responder menos a la fuerza intrínseca de las obras que a la necesidad de ratificar un relato: la consagración de lo conceptual, la celebración de lo político, la apoteosis de lo efímero.

En este contexto, el arte conceptual ha encontrado un terreno fértil. Su propuesta de desmaterializar la obra —de privilegiar la idea sobre el objeto— se ajusta con precisión a las lógicas del circuito global. Una instalación puede viajar en un documento PDF, una performance puede replicarse en cualquier ciudad, un proyecto efímero puede adquirir vida eterna en catálogos y redes sociales. Lo paradójico es que aquello que nació como un gesto de resistencia a la mercantilización —el rechazo al objeto único, fetiche del coleccionismo— termina sirviendo, en muchos casos, a la misma economía que pretendía subvertir. La obra conceptual, reproducible y adaptable, resulta ideal para un mercado que busca experiencias más que objetos, tendencias más que permanencias.

No faltan ejemplos: pabellones nacionales convertidos en laboratorios de denuncia política, performances de duración calculada para las cámaras, instalaciones que necesitan más logística que poesía. Se celebra lo transgresor, pero casi siempre dentro de los límites que aseguren patrocinadores y cobertura mediática. El artista es invitado a ser provocador, pero con la previsión de no incomodar a los coleccionistas que financian la muestra. La crítica institucional —ese gesto de morder la mano que alimenta— se vuelve, en muchos casos, una coreografía prevista en el guion.

La crítica de arte, antaño espacio de resistencia, ha perdido buena parte de su filo. Allí donde no se convierte en socia del sistema, se vuelve inofensiva. Los textos curatoriales, cada vez más enrevesados, operan como escudos: un lenguaje que aparenta profundidad mientras neutraliza el debate. La prensa especializada, dependiente de la publicidad de ferias y galerías, prefiere la celebración al cuestionamiento. El artista que se niega a entrar en el circuito corre el riesgo de quedar invisible, y el crítico que se atreve a incomodar puede ser rápidamente desplazado por la marea de comunicados y catálogos que producen las instituciones.

El resultado es un paisaje dominado por lo espectacular. Obras diseñadas para la fotografía, instalaciones que buscan el impacto de la primera mirada, performances que se consumen en el instante y viven después en los hashtags. La obra ya no necesita durar: basta con que circule. El tiempo de la contemplación, de la experiencia silenciosa, se ve reemplazado por el vértigo de la novedad. Lo efímero, que en otras épocas podía ser un acto de valentía —el desafío de crear sabiendo que se perderá—, se convierte en estrategia de mercado.

Pero incluso en medio de este escenario saturado de tendencias, persisten las grietas. Hay artistas que rehúyen la agenda de las bienales, que prefieren la lentitud de los talleres a la urgencia de los catálogos. Hay críticos que insisten en pensar, aunque sus palabras no garanticen visibilidad. Hay públicos que buscan en el arte algo más que entretenimiento o provocación. Quizá sea en esos márgenes donde el arte recupere su verdadero latido: allí donde no se puede calcular el retorno de inversión, donde la “belleza” —o el enigma de la “belleza”— todavía se resiste a ser un producto.

El desafío no es menor. Requiere una crítica que vuelva a ser incómoda, una educación artística que no confunda novedad con profundidad, una política cultural que entienda que la libertad del arte no se protege solo con subsidios, sino también con espacios de riesgo. Requiere, sobre todo, que los artistas y los públicos recuerden que el arte no está para complacer, ni para decorar, ni siquiera para explicar: está para abrir preguntas, para perturbar, para ofrecer lo que no puede comprarse.

Quizá la verdadera contemporaneidad del arte no consista en adaptarse a los dictados de la época, sino en resistirlos. En esa resistencia —silenciosa, obstinada, a veces casi invisible— late todavía la promesa que hizo del arte, desde el principio, algo más que un bien de consumo: una forma de conocimiento, una herida de lucidez, un lugar donde la esperanza, aun vana, sigue siendo necesaria.

Desde que Marcel Duchamp presentó su célebre “Fountain” en 1917 —ese urinario convertido en obra por el simple gesto de la elección—, la noción misma de arte quedó atravesada por una pregunta que todavía no encuentra reposo: ¿es arte lo que el artista decide, lo que la institución legitima, lo que el público acepta, o aquello que resiste toda definición? La fabricación mediática del arte efímero, amplificada por el mercado y las redes de exhibición, no ha hecho sino intensificar esa incertidumbre. Cada performance que busca el escándalo, cada instalación concebida para provocar titulares, reactiva la misma disputa: ¿qué estamos premiando cuando premiamos?

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