Salud mental, sistema enfermo

Por Dr. Roberto Lafontaine

 El reciente anuncio del ministro de Salud Pública sobre una “nueva Estrategia Nacional de Salud Mental” podría parecer, a primera vista, una buena noticia. En medio del desgaste sanitario nacional, todo anuncio de fortalecimiento institucional genera esperanza.

Pero cuando se observan las condiciones estructurales que atraviesan al sistema de salud dominicano, el entusiasmo se mezcla con un inevitable escepticismo informado.

Porque el país no vive una simple crisis sanitaria: vive una crisis de modelo. La implosión financiera de Senasa, epicentro del Seguro Familiar de Salud (SFS)— no solo arrastró al aseguramiento público, sino que contaminó de inestabilidad toda la red estatal de servicios, desde los hospitales regionales hasta el primer nivel de atención.

En ese contexto, hablar de una estrategia “sostenible” de salud mental sin un replanteamiento integral del sistema resulta, cuando menos, paradójico.

El ministro prometió fortalecer la gobernanza del área, crear unidades de crisis, incluir medicamentos esenciales, formar personal, y realizar el primer censo nacional de recursos humanos. Son medidas correctas y necesarias, pero el problema no es técnico: es estructural. No hay estrategia posible si el edificio sobre el que se levanta se desmorona.

El país dispone de apenas 10.6 trabajadores en salud mental por cada 100 000 habitantes. Eso equivale a unos 1,100 profesionales para una población que supera los 11 millones de personas. Los servicios comunitarios no pasan de una veintena. Y el presupuesto histórico asignado al área ni siquiera alcanza el 1 % del gasto público en salud.

En otras palabras: la estrategia nace sin músculo humano, sin financiamiento estable y sin red territorial funcional.

Mientras tanto, las condiciones sociales que alimentan el sufrimiento mental se agravan: desigualdad, desempleo, violencia estructural, endeudamiento familiar, precariedad laboral y una institucionalidad que no protege, sino que produce inseguridad psíquica.

La salud mental no puede abordarse como un problema clínico individual. Es una epidemia estructural, derivada del modo de vida impuesto por un modelo de reproducción social que convierte el estrés, la angustia y la exclusión en experiencias cotidianas. El país se urbaniza sin justicia social, se endeuda sin prosperar, y se digitaliza sin bienestar.

Bajo estas condiciones, la proyección es alarmante: si las tasas de incidencia actuales en torno al 2 % anual, aumentan modestamente hasta un 3 % en 2030, el sistema enfrentará más de 700 000 nuevos casos en cinco años. La red pública, debilitada por la crisis del SFS, no podría absorber ni una décima parte de esa demanda.

No se trata de catastrofismo: se trata de realismo sanitario. Sin expansión acelerada de recursos humanos, servicios comunitarios y presupuesto protegido, la estrategia se convertirá en una promesa de papel.

Los anuncios ministeriales suelen venir acompañados de palabras seductoras: sostenibilidad, integralidad, cobertura universal. Pero ninguna de ellas tiene sentido si no se acompaña de indicadores verificables y plazos públicos. El país necesita saber cuánto se invertirá, qué metas cuantificables existen y cómo se rendirán cuentas. De lo contrario, el discurso del progreso seguirá disfrazando una realidad cada vez más precaria.

Un gobierno que reconoce la salud mental como prioridad debe, al mismo tiempo, reconocer la crisis moral del sistema de salud. No puede haber salud mental en una estructura que, día tras día, deteriora las condiciones de vida, trabajo y atención de su población.

Las causas del sufrimiento no están en la cabeza de los individuos: están en el modelo económico, en la desigualdad institucionalizada y en la pérdida de sentido colectivo. Y sin embargo, hay esperanza. No la esperanza ciega en los anuncios oficiales, sino la esperanza que nace de la conciencia. Porque reconocer que la salud mental es un termómetro de la sociedad es el primer paso para transformarla.

Si la estrategia que hoy se anuncia logra traducirse en compromisos reales —presupuesto protegido, expansión territorial, formación del personal, redes comunitarias, participación de usuarios, podría convertirse en el punto de inflexión de un sistema enfermo de burocracia y desidia.

La tarea es enorme, pero ineludible. De lo contrario, seguiremos medicando los síntomas mientras el país se desangra por dentro.

El autor es miembro del Núcleo República Dominicana – GT Salud Internacional y Soberanía Sanitaria (CLACSO), profesor universitario y exdirector de hospitales.

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