La mentira perfecta de Nayib Bukele
Por Abimael Acosta
La narrativa oficial de Nayib Bukele se vende como una historia de éxito: el presidente que derrotó a las pandillas y devolvió la paz a El Salvador. Pero detrás de ese relato cuidadosamente construido hay un pacto oscuro, documentado y confirmado por investigaciones independientes y agencias internacionales, que desmonta la fachada de heroísmo para mostrar el verdadero rostro de su régimen: uno que negoció con criminales, manipuló cifras y ahora gobierna sobre el miedo y el silencio.
En diciembre de 2021, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos sancionó a dos altos funcionarios del gobierno salvadoreño, Osiris Luna Meza y Carlos Amílcar Marroquín, por haber negociado directamente con líderes de la MS-13 y Barrio 18. Según el informe oficial, el gobierno provisto incentivos financieros y beneficios carcelarios a las pandillas a cambio de mantener bajos los índices de homicidios. A su vez, las pandillas ofrecieron apoyo electoral y control territorial en zonas clave. Esa conclusión no fue una conjetura: fue una determinación basada en evidencia recopilada por agencias de inteligencia y confirmada por medios como The Washington Post y El Faro.
Investigaciones de El Faro, uno de los medios más serios y amenazados del país, revelaron que durante años el gobierno de Bukele mantuvo reuniones secretas con líderes de las pandillas, en las que se ofrecieron privilegios dentro de las cárceles: acceso a teléfonos móviles, comida especial, visitas sin restricción y garantías de no extradición a cambio de mantener la “paz”. Esa paz, claro está, se sostuvo sobre un acuerdo de impunidad.
Cuando el pacto se rompió en marzo de 2022 y se registró una ola de más de 80 asesinatos en un solo fin de semana, Bukele usó el caos como excusa para declarar el “estado de excepción”.
Desde entonces, más de 85.000 personas han sido arrestadas sin orden judicial, muchas de ellas inocentes. Organizaciones internacionales, como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, han documentado miles de casos de detenciones arbitrarias, torturas y muertes bajo custodia.
Pero hay una verdad aún más incómoda: los números que Bukele presenta al mundo son falsos o incompletos. Según Cristosal y el Instituto de Derechos Humanos de la UCA, los desaparecidos ya superan las cifras de homicidios y ya suman más de 20.000 desde 2019. En la práctica, el gobierno excluye a los desaparecidos del conteo de homicidios, maquillando los datos para construir la ilusión de seguridad. Son personas que fueron vistas por última vez siendo detenidas o siendo llevadas por las fuerzas de seguridad y que nunca volvieron a aparecer.
Durante la guerra civil salvadoreña, se calcula que hubo alrededor de 8.000 desaparecidos. Hoy, bajo un gobierno que se proclama “modelo de orden”, la cifra es más del doble. Las familias que buscan a sus hijos y hermanos no encuentran respuestas ni justicia; solo el silencio de un Estado que ha reemplazado la verdad por la propaganda.
El Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), presentado por Bukele como la joya de su política de seguridad, es un símbolo del autoritarismo moderno: miles de hombres encerrados sin juicio, sin abogados, sin evidencia, y muchos muertos sin identificar. Los informes de prensa y organizaciones de derechos humanos estiman más de 230 muertes bajo custodia, mientras el gobierno lo niega.
La reciente implicación de Marco Rubio añade un nuevo nivel de gravedad: según un reportaje del Washington Post del 19 de octubre de 2025, Rubio prometió a Bukele la entrega a El Salvador de nueve líderes de la MS-13 que estaban bajo custodia en Estados Unidos, algunos de ellos informantes protegidos por la justicia norteamericana. Rubio se comprometió a que la fiscal general Pam Bondi anulara sus acuerdos de protección para que pudieran ser transferidos a Bukele. Esa transacción se combinó con la disposición de El Salvador para recibir cientos de migrantes venezolanos deportados y enviarlos al CECOT. Los documentos indican que al menos tres de esos cabecillas poseían información incriminatoria sobre funcionarios del gobierno salvadoreño que habrían negociado con las pandillas. De confirmarse en su totalidad, este acto podría representar no solo una complicidad del Estado salvadoreño con el crimen organizado, sino también una traición institucional de parte de EE.UU., al sacrificar informantes para cerrar un acuerdo diplomático-penal. La erosión de la credibilidad de la justicia estadounidense y la cooperación internacional es uno de los riesgos más grandes de esta negociación.
El problema no es solo Bukele. Es la peligrosa fascinación colectiva con el líder fuerte, el hombre que promete orden aunque lo imponga con miedo. Es la renuncia voluntaria a la democracia a cambio de un espejismo de control. La historia enseña que los regímenes que comienzan alegando que están encarcelando criminales, pero lo hacen bajo procesos ilegales y poco transparentes, terminan silenciando disidentes.
El Salvador vive hoy una paz estadística, una calma impuesta a la fuerza. Una paz que no se mide en vidas salvadas, sino en cuerpos desaparecidos. Una paz sostenida por el miedo y el engaño y por negociaciones con criminales. Cuando los muertos dejan de contarse, el país deja de existir en la verdad, y lo único que sobrevive es el poder desnudo de un dictador que se alimenta del silencio.

