El mundo quiere avanzar hacia el socialismo

Vijay Prashad.

Ilustración: Parte del mural en la Biblioteca Memorial Marx de Londres; “El Trabajador del Futuro Limpiando el Caos del Capitalismo” de Viscount Hastings, 1934

La lucha de clases sigue siendo el frente de batalla central para construir los protagonistas dignos del futuro.


El autor agradece las inmensas aportaciones de Atilio Boron, Atul Chandra, Carlos Ron, Evgeny Morozov, Grieve Chelwa, John Bellamy Foster, Li Bo, Manolo De Los Santos, Michael Brie, Miguel Stedile, Mika Erskog, Shiran Illanperuma, Srujana Bodapati, Stephanie Weatherbee Brito y Sudhanva Deshpande.

Este ensayo está dedicado a la memoria de Aijaz Ahmad (1941-2022), quien fue el primero en referirse a la frase «el abrazo íntimo» del liberalismo y la extrema derecha.


Los liberales y socialdemócratas renovados han vuelto. Se han posicionado como los salvadores del mundo; actúan como la Razón frente a la irracionalidad del neofascismo. Esto es posible porque sus antecesores se han hundido en el lodazal del neoliberalismo y la tecnocracia, y porque sus adversarios se presentan ahora como los lobos aulladores de la extrema derecha. Los liberales y socialdemócratas renovados son como zombis, el cadáver reanimado de un liberalismo muerto. (1)

Estos liberales y socialdemócratas renovados tienen razón. Sus predecesores inmediatos habían tomado su tradición liberal y la habían agotado en las llamas de la austeridad y la deuda. Desde el Partido Laborista británico hasta el Partido del Congreso indio, los antiguos liberales y socialdemócratas de Occidente y los frentes de libertad anticolonialistas del Sur Global se doblegaron cuando la Unión Soviética se derrumbó y comenzaron a conformarse con cuatro realidades creadas por ellos mismos:

  1. Que el capitalismo es eterno.

  2. Que el marco político neoliberal (el capitalismo sin restricciones) es inevitable, aunque cree una desigualdad extrema y no promueva los objetivos sociales.

  3. Que lo máximo que podemos hacer es mejorar la sociedad mitigando ciertas jerarquías sociales específicas (como las relacionadas con la raza, el género y la sexualidad).

  4. Por último, siguiendo las advertencias mal concebidas de Friedrich Hayek en Camino de servidumbre (1944), que perseguir algo más que una mera mejora es una locura porque está destinado al fracaso o reproduce inevitablemente la «autocracia» y la «burocracia» de la Unión Soviética 2

A medida que los antiguos liberales se vinculaban abiertamente a la agenda de austeridad y deuda de la política neoliberal, se reinventaron como tecnócratas y comenzaron a presentarse como los únicos árbitros de lo que, en opinión popular, era aceptable para su visión tecnocrática.

Esta aceptación por parte de los liberales del dolor agudo de la austeridad y el rechazo de sus críticas permitió a la extrema derecha disfrazarse de representante del pueblo y adoptar un tono populista mediante la fea retórica antiinmigración y «anti-woke», pero combinándola con sus críticas incoherentes al sistema económico. La extrema derecha surgió en gran medida a raíz de la rendición liberal al neoliberalismo.

Pero la extrema derecha no ha roto con las líneas generales de la política neoliberal. La reproduce junto con una agenda social dura. A pesar de todo lo que se habla del nacionalismo económico, la extrema derecha no tiene una agenda económica original.

Los liberales y socialdemócratas renovados ignoran la rendición de los antiguos liberales ante la austeridad y la deuda y se niegan a rendir cuentas sobre las formas en que la tecnocracia liberal sentó las bases de la extrema derecha. Posicionar el retorno del liberalismo como si pudiera salvar a la civilización de la extrema derecha es engañoso, ya que este liberalismo y socialdemocracia renovados no tienen una formulación diferente sobre el camino a seguir que sus predecesores. Nada de lo que dicen los liberales renovados o los socialdemócratas inspira confianza en que estén preparados para romper con la agenda conservadora de austeridad, deuda y finanzas del neoliberalismo.

Lo que tenemos es una retórica de izquierdas y una sensibilidad agitadora contra el sistema, pero incoherente a la hora de superar las atrocidades del capitalismo. Concretamente, no hay nada en forma de política económica que aborde la grave desigualdad que caracterizó el período neoliberal. Si se profundiza en las agendas y programas políticos de los nuevos socialdemócratas, en medio de un festival de jerga de la política identitaria (sin tomar en serio siquiera las demandas de dignidad en contextos de opresión social), será difícil encontrar una agenda económica que restaure los derechos o construya poder para las masas.

En el mejor de los casos, encontrará políticas redistributivas conservadoras que intentan reconstruir una clase media que la socialdemocracia considera su base real, evitando cualquier ambición de representar y organizar más allá de ella y hacia la clase trabajadora y el campesinado, que constituyen la gran mayoría de la población mundial.

Una serie de eslóganes —por ejemplo, tecn feudalismo (Yanis Varoufakis), retrocesos democráticos (Red Futuro), capitalismo progresista (Joseph Stiglitz), derechos con responsabilidades (Tercera Vía)— alimentan esta incongruencia y ofrecen una sensación nostálgica de que alguna vez existió un sistema democrático arraigado en un capitalismo perfectamente competitivo.3 

Esa edad de oro nunca existió: la competencia capitalista se orienta hacia la monopolización y el uso del poder estatal (a menudo con violencia) para imponer la voluntad de tal o cual empresa y reducir la parte de la riqueza que se distribuye a la sociedad en su conjunto a través de los salarios y los impuestos, mientras que los miembros de la clase capitalista acumulan ingresos y riqueza para sí mismos y amasan más capital para continuar su dominio.

Además, recordar con nostalgia un capitalismo «más benigno» de la posguerra ignora que este modelo dependía de la explotación severa de la mano de obra y de la extracción depredadora de recursos del Tercer Mundo, construida a costa de golpes de Estado e intervenciones militares destinados a sofocar la soberanía de los Estados poscoloniales. Si bien los trabajadores del Norte Global pudieron disfrutar brevemente de una estabilidad marginal y una prosperidad relativa durante la «edad de oro del capitalismo» (1945-1973), para los trabajadores de todo el mundo esta no fue una época de prosperidad.

Esta edad de oro se construyó sobre la estructura económica neocolonial del robo, que se mantuvo mediante golpes de Estado imperialistas (desde Irán en 1953 hasta Chile en 1973) contra cualquier país del Tercer Mundo que intentara establecer su soberanía, y mediante la negativa a permitir que los Estados del Tercer Mundo aplicaran las formulaciones del Nuevo Orden Económico Internacional (1974) votadas por la Asamblea General de las Naciones Unidas.4

El sistema neocolonial financió la edad de oro y, a través de las operaciones del Fondo Monetario Internacional y las grandes empresas multinacionales, sigue siendo el sistema dominante en la actualidad.5  El capital sigue fluyendo como «tributo» desde el Sur Global hacia las cuentas bancarias de los tenedores de bonos del Norte Global, la mayoría de los cuales toman esta liquidez y la invierten en un vasto casino financiero en lugar de realizar inversiones industriales a gran escala (aunque esto no significa que la clase multimillonaria no esté realizando grandes inversiones en infraestructura real en áreas como la inteligencia artificial y la producción de armas).6

Una propuesta más coherente desde la perspectiva y la experiencia del Sur Global sería reconstruir las agendas económicas nacionalistas que fueron desmanteladas por el intervencionismo estadounidense. Sin embargo, esto brilla por su ausencia en la visión propuesta por los liberales y socialdemócratas renovados, que han construido un análisis derivado de la nostalgia por los estados del bienestar europeos y el New Deal en Estados Unidos. El «retorno al capitalismo de la edad de oro» o la construcción de un «capitalismo con rostro humano» es una ilusión que los pueblos del mundo no pueden permitirse. (7)

Una notable encuesta publicada en 2024 por la Alianza de Democracias, denominada Índice de Percepción de la Democracia, reveló que la mayoría de las personas encuestadas sobre las amenazas a la democracia enumeraron tres como los principales problemas: la concentración de ingresos y riqueza, la corrupción y el control corporativo sobre la vida política (8).Curiosamente, el 79 % de la población china afirma que su país es democrático, un porcentaje mucho más alto que en cualquier país occidental.

Esta encuesta, realizada por un grupo de expertos liberal y prooccidental, muestra que la población china cree que su Gobierno hace más por ellos porque antepone las necesidades de la gran mayoría a las de los capitalistas de todo el mundo. En un momento en el que existe un interés global por el socialismo y con la posibilidad de aprender algunas lecciones de la experiencia china de romper la barrera de la dependencia, el retorno al «capitalismo progresista» y a las ideas socialdemócratas poco convincentes parece fuera de lugar. Las ideas agotadas de la democracia liberal y el capitalismo de libre mercado no necesitan ser reanimadas por un nuevo liberalismo zombi.

Karl Marx y la historia del liberalismo

La tradición liberal que nació y se nutrió en el mundo de las ideas angloamericano se formuló en el contexto de una lucha contra la tiranía de la monarquía. Escritores angloamericanos, como John Locke (1632-1704), imaginaron un mundo sin un monarca como soberano, sino con intereses propietarios, denominados «el pueblo», como soberanos. Locke argumentó que el orden comercial (capitalismo) surge de la acción autónoma de personas privadas (individualistas posesivos) sin ningún contrato explícito entre ellas. La tarea del Estado, independientemente de su carácter, con rey o sin él, es garantizar la base de la propiedad privada.

Esta tradición liberal no reconocía sus propias limitaciones, como su creencia racista de que los únicos que podían ser soberanos eran los blancos y que era permisible que estos exterminaran a los pueblos indígenas de América y esclavizaran a los africanos, y su creencia de que la propiedad privada no estaba en contradicción con la libertad humana.

Locke, ideólogo del movimiento de cercado en Inglaterra que expropió a los campesinos, escribió en su Segundo tratado sobre el gobierno (1689) sobre por qué los pueblos indígenas de América debían perder sus tierras, basando su justificación en la Biblia (Génesis, 1.28): «Porque yo pregunto: ¿acaso en los bosques salvajes y los terrenos baldíos sin cultivar de América, abandonados a la naturaleza, sin ninguna mejora, labranza o agricultura, mil acres proporcionan a los habitantes necesitados y desdichados tantas comodidades para la vida como diez acres de tierra igualmente fértil en Devonshire, donde están bien cultivados?».

Locke, que era secretario de los Lores Propietarios de Carolina y secretario del Consejo de Comercio y Plantaciones, presentó un argumento que servía a sus propios intereses al expulsar a los indígenas de las tierras que él poseía y, al mismo tiempo, le permitía escribir libremente sobre derechos que él mismo no concedía a los indígenas. Locke no solo justificó la expropiación de las tierras indígenas, sino que también fue una figura principal en el desarrollo de la esclavitud en América del Norte, como inversor en el comercio de esclavos a través de sus acciones en la Royal African Company y como autor principal de la Constitución de Carolina, basada en la esclavitud. (9)

Las tradiciones republicanas y liberales de los pueblos francófonos, que culminaron en la Revolución Francesa de 1789, se estrellaron en las playas de Haití con el intento de impedir que el pueblo haitiano realizara sus propias ambiciones republicanas y liberales. 10

Por último, la tradición alemana, fundamental para la formulación de los principios liberales del derecho y la educación, a través de la obra de personas como Immanuel Kant (1724-1804), Wilhelm von Humboldt (1767-1835) y G. W. F. Hegel (1770-1831)— no pudo superar las contradicciones de los restos del Sacro Imperio Romano Germánico, las confederaciones de Napoleón y el auge de Prusia. Hegel pensaba que Napoleón —«el alma del mundo»— destruiría a los antiguos barones alemanes y que en sus tierras florecería la era de la libertad (11).

Pero Napoleón, tanto en la victoria como en la derrota, defraudó a los liberales de la Ilustración, y los junkers regresaron con la dinastía Hohenzollern para gobernar durante otro siglo. En respuesta a los represivos Decretos de Carlsbad de 1819, los liberales participaron en el levantamiento de 1848 en todo el continente, cuyo fracaso para derrocar el absolutismo llevó a la total desilusión de los liberales (muchos de ellos, como Heinrich von Gagern, apelaron a Federico Guillermo IV de Prusia para que llevara una corona constitucional en 1849, mientras que en Francia, Émile Ollivier se convirtió en el principal aliado liberal de Napoleón III). El republicanismo liberal se desvaneció rápidamente en favor del monarquismo constitucional.

Basándose críticamente en las limitaciones de Hegel, los jóvenes hegelianos y los liberales, todos los cuales aceptaban alguna versión de la monarquía, Karl Marx (1818-1883) desarrolló su crítica inmanente del liberalismo, basando su crítica en la incapacidad del liberalismo para ir más allá de las relaciones de propiedad privada que limitaban sus ambiciones. Lo fundamental en los primeros escritos de Marx sobre la libertad es su reconocimiento de que los avances logrados por la Revolución Francesa de 1789 y por el liberalismo fueron vitales. La emancipación política, escribió, es «un gran paso adelante.

Es cierto que no es la forma definitiva de la emancipación humana en general, pero es la forma definitiva de la emancipación humana dentro del orden mundial existente hasta ahora» (12). No es el ideal lo que Marx rechaza, sino sus portadores, los liberales, que acaban tan apegados a la defensa de la propiedad privada que se convierten en una pandilla heterogénea incapaz de promover claramente los objetivos socialistas. La caracterización que Marx hace en 1852 de los whigs británicos (los liberales que se oponían a la monarquía y al control de la Iglesia) es muy acertada:

Es evidente lo desagradablemente heterogénea que resulta ser la mezcla del carácter de los whigs británicos: feudalistas, que al mismo tiempo son maltusianos, usureros con prejuicios feudales, aristócratas sin sentido del honor, burgueses sin actividad industrial, hombres de finalidades con frases progresistas, progresistas con conservadurismo fanático, traficantes de fracciones homeopáticas de reformas, fomentadores del nepotismo familiar, grandes maestros de la corrupción, hipócritas de la religión, tartufos de la política. (13)

Algunas breves anotaciones sobre esta cita tan eficaz, que se aplica a los partidos liberales actuales y a sus intelectuales socialdemócratas: Thomas Malthus era un reverendo que creía que el crecimiento demográfico (más que el saqueo capitalista) aumentaba el hambre. Los hombres de la finalidad consideraban que la Ley de Reforma Inglesa de 1832 era el paso final en el desarrollo del liberalismo y se oponían a ampliar aún más el voto, especialmente a la masa de la población. Tartufo era una obra de Molière sobre los hipócritas religiosos.

En sus escritos posteriores sobre estos mismos temas, Marx mantendría la idea del «gran paso adelante» y de la necesidad de seguir impulsando la lucha de clases hacia «la forma final de la emancipación humana». En la Crítica del Programa de Gotha (1875), Marx escribió que «el derecho nunca puede ser superior a la estructura económica de la sociedad y a su desarrollo cultural condicionado por ella». Una sociedad con fuerzas productivas incapaces de generar un excedente suficiente y, por lo tanto, con instituciones culturales y de ocio insuficientes, no podría por sí sola constituir la emancipación humana.

Los derechos liberales de propiedad en un sistema capitalista, por ejemplo, garantizan a cada persona la «libertad de poseer propiedad», que había sido restringida en las formaciones sociales precapitalistas, pero no garantizan la «libertad de la propiedad», es decir, la libertad de la tiranía impuesta a los que no tienen propiedad. Solo «en una fase superior de la sociedad comunista», que ha pasado del reino de la necesidad al reino de la libertad —con la abundancia como característica—, se puede comprender la base social de la libertad. «Solo entonces», escribió Marx en 1875, «se podrá traspasar por completo el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá inscribir en sus estandartes: De cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades».

La cuestión de cómo describir las «necesidades» (aunque él las describió como una «jerarquía» que comienza con la satisfacción de las necesidades básicas) no es relevante aquí (14).Lo importante es que Marx rompe de manera decisiva con la tradición liberal anterior en al menos tres aspectos:

  1. Que las ideas de libertad y derecho no pueden disociarse de las condiciones materiales de la vida humana.

  2. Que la institución de la propiedad privada crea un ciclo de explotación y acumulación que transforma las ideas de libertad e igualdad en sus opuestos, todo ello sin violar los términos del intercambio libre e igualitario.

  3. Que la realización de las ideas de libertad y derecho requiere la trascendencia de la propiedad privada (las relaciones sociales del capitalismo) y la creación de un nuevo «orden mundial».

Marx demostró en última instancia que el liberalismo no podía hacer realidad sus valores. Para llevar adelante estos valores sería necesario romper con el capitalismo y formar una sociedad socialista. Pero los liberales, que creían en el individualismo posesivo, no querían romper con él.

No obstante, el liberalismo continúa como tradición política y filosófica, pero ahora junto con una crítica que ha puesto de manifiesto sus limitaciones. Lo mejor del liberalismo, surgido en el siglo XIX, comprendió que el capitalismo generaba desigualdades y que la forma más elevada de política liberal sería mejorar estas desigualdades mediante programas de bienestar social.

En toda Europa, desde el Staatssozialismusde Otto von Bismarck hasta el estado del bienestar de John Maynard Keynes, y luego en Estados Unidos a través de las medidas antimonopolísticas del presidente Franklin D. Roosevelt, surgieron diversas corrientes que reconocían la dureza del capitalismo y buscaban formas de humanizar su impacto en la clase trabajadora.

Todo el campo del debate y la controversia sobre el bienestar social se mantuvo en una conversación cercana o lejana con el marxismo, que perseguía al liberalismo como la crítica más clara al capitalismo y su impacto social. Incluso las tradiciones que rechazaban las políticas de bienestar social (como el pensamiento anticomunista, desde la Sociedad John Birch en Estados Unidos hasta la Sociedad Mont Pelerin en Europa) tuvieron que enfrentarse al marxismo, aunque solo fuera como contrapunto.

A partir de la década de 1970, sin embargo, surgieron versiones mucho más seguras del antimarxismo que abandonaron las políticas de bienestar social y rechazaron la centralidad de la crítica marxista al capitalismo. El colapso de la URSS, la crisis de la deuda en el Tercer Mundo y el sindicalismo empresarial de los sindicatos del Norte (un proceso impulsado en gran medida por Washington) llevaron a esta corriente de pensamiento a cristalizarse en variantes del neoconservadurismo y el neoliberalismo, dos corrientes con nombres distintos que compartían la ruptura con la crítica marxista y con la centralidad cultural del bienestar social.

La llegada de estos discursos se vio favorecida por la aparición del posmarxismo, que en nombre del liberalismo participó en el ataque al marxismo y devolvió la teoría al premarxismo (ejemplar en este sentido es el libro de 1985 Hegemonía y estrategia socialista, de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, que allanó el camino del posmarxismo hacia atrás, hacia el liberalismo).15

El rechazo de los elementos centrales del marxismo conduce directamente a la incoherencia: esta forma de posmarxismo celebra la lucha por la lucha y no ofrece ninguna estrategia u orientación más allá del movimentismo y la movilización (en contraposición a la construcción de organizaciones y el desarrollo de una estrategia programática).

El marxismo demostró que las masas se cohesionan históricamente en torno a un programa de construcción de su propia fuerza y, a través de la organización, utilizan esa fuerza para convertir las luchas de masas en luchas de clases que concentran el poder del pueblo contra los capitalistas y sus emisarios estatales con el fin de construir una sociedad socialista. Todo eso es superado por el posmarxismo en la incomprensibilidad de las luchas «múltiples» e «interseccionales».

El mensaje ahora es que hagas lo que quieras para cambiar el mundo y algo sucederá con certeza: no hay necesidad de incluir en la agenda la cuestión e e de las fuerzas productivas o el capitalismo, ni tampoco una estrategia socialista que incluya partidos políticos de vanguardia. El papel estructural del capital y el trabajo queda oscurecido por esta forma de miscelánea política.

Las revoluciones se hacen en las naciones más pobres

El socialismo nos llegó como una posibilidad. Imaginamos que la vasta riqueza producida por el trabajo social podría ser utilizada por la sociedad para enriquecernos a todos. Creíamos que podíamos aprovechar las nuevas tecnologías y la riqueza social para organizar la producción de forma humana, tratar a las personas con dignidad y amabilidad, y administrar el planeta de forma racional. Esa era nuestra historia posible. Sigue siendo nuestra posibilidad.

Durante cientos de años, seres humanos sensibles lucharon por construir un mundo a imagen y semejanza de la libertad. Los trabajadores y los campesinos, gente común con las uñas sucias, se sacudieron el manto de humillación que les habían impuesto los propietarios de la tierra y la riqueza para exigir algo mejor. Formaron movimientos anticolonialistas y socialistas, movimientos contra el terrorismo del hambre y la indignidad.

Eran movimientos: personas en movimiento. No aceptaban el presente como infinito, ni su posición como estática. Estaban en movimiento, no solo hacia la casa del terrateniente o las puertas de la fábrica, sino hacia el futuro.

Estos movimientos dieron lugar a las revoluciones de 1911 (en China, Irán y México), la revolución de 1917 (contra el imperio zarista), la revolución de 1949 (China), la revolución de 1959 (Cuba), la revolución de 1975 (Vietnam) y muchas otras.16  Cada una de estas revoluciones ofrecía una promesa: el mundo no tenía por qué organizarse a imagen y semejanza de la burguesía, cuando podía desarrollarse en torno a las necesidades de la humanidad. ¿Por qué la mayoría de la población mundial debía pasar su vida trabajando para acumular la riqueza de unos pocos, cuando el propósito de la vida era mucho más rico y audaz que eso? Si los pueblos, desde China hasta Cuba, fueron capaces de derrocar las instituciones de la humillación, entonces cualquiera podía hacerlo. Esa era la promesa del cambio revolucionario.

La derrota de la Revolución Alemana en 1919 puso fin a la posibilidad de que Europa siguiera el ejemplo de los bolcheviques y derrocara sus regímenes capitalistas marciales. En cambio, la revolución prevaleció en el Imperio zarista, un Estado tecnológicamente e industrialmente atrasado que había colonizado gran parte de Asia y Europa. A continuación, se produjo una revolución en Mongolia en 1921, más o menos al mismo tiempo que varias partes del antiguo Imperio zarista se unieron a la ola revolucionaria y pasaron a formar parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Lo que reveló la Revolución de Octubre de 1917 contra el zar fue que la gente común puede dejar de lado la pretensión del liberalismo imperial o democrático y gobernarse a sí misma a través de un Estado de orientación socialista (la idea del liberalismo imperial es ilustrada por el príncipe Dmitri Ivanovich Nekhlyudov en la novela Resurrección, de León Tolstói, de 1899). Pero, sobre todo, la Revolución de Octubre, al igual que las revoluciones que le seguirían (Vietnam en 1945, China en 1949 y Cuba en 1959), demostró que los axiomas de V. I. Lenin (1870-1924) eran correctos.

Estos axiomas (que el liberalismo no sería capaz de provocar un cambio revolucionario, que había que superar el colonialismo, que la revolución podía tener lugar donde las fuerzas productivas no se habían desarrollado plenamente) inspiraron a generaciones de revolucionarios del mundo colonizado a convertirse en leninistas y, posteriormente, en marxistas-leninistas (entre los que se encontraban personas como José Carlos Mariátegui, Mao Zedong, Ho Chi Minh, Kwame Nkrumah, E. M. S. Namboodiripad y Fidel Castro).(17)

Estos axiomas generales del marxismo-leninismo, basados fundamentalmente en la experiencia de la construcción socialista en el Tercer Mundo, pueden teorizarse de la siguiente manera:

  1. El marxismo, tal y como se desarrolló en la Segunda Internacional (con Karl Kautsky como su principal teórico), creía que las fuerzas revolucionarias del bloque capitalista e imperialista avanzado, es decir, el proletariado industrial, se rebelarían e impulsarían la historia hacia el socialismo. Esta teoría no se hizo realidad. En cambio, la revolución fracasó en el núcleo capitalista e imperialista. Esto se debió a la aristocracia obrera, o lo que Lenin definió como el «estrato superior» de los «trabajadores convertidos en burgueses» del núcleo capitalista que se aliaron con la clase capitalista. En particular, argumentó, los «líderes sindicales» se beneficiaron de los salarios del imperialismo y asimilaron profundamente la cultura ideológica del liberalismo imperialista (18).

  2. En cambio, los avances revolucionarios se produjeron en las semicolonias y las colonias, donde los trabajadores y los campesinos formaron una alianza para derrocar a los gobernantes coloniales y a las clases que habían crecido gracias a su dependencia del colonialismo. Las clases que gobernaban en nombre de los colonizadores no tenían ni la energía ni el programa para alejar a su propia sociedad de la dominación colonial, ni para construir una agenda liberal de autosuficiencia; no podían romper con el imperialismo, solo —quizás— romper con el dominio colonial directo.

  3. La cultura en muchas semicolonias y colonias (especialmente en África y Asia) se había visto frustrada por la negativa de las potencias imperiales a construir instituciones modernas de educación, salud y vivienda para los súbditos coloniales, y la cultura de las colonias no había incubado una pátina liberal suficiente en torno a las instituciones del derecho y la política. Por esa razón, los Estados controlados por los trabajadores y los campesinos no incluyeron el liberalismo entre su herencia, sino que tuvieron que crear sus propias formas ideológicas en la nueva sociedad. Situaciones similares existían en América Central y en el Caribe (incluida Colombia), donde persistían las formas coloniales de gobierno a pesar de la independencia formal y el liberalismo estaba fundamentalmente restringido. En el Cono Sur, pensadores como Juan Bautista Alberdi (1810-1884) en Argentina y José Victorino Lastarria (1817-1888) en Chile escribieron tratados liberales, pero no dijeron nada sobre los pueblos indígenas ni sobre la clase obrera y el campesinado de sus sociedades (esto era, en esencia, Locke trescientos años después). Sus teorías liberales se oponían directamente a las opiniones de los marxistas de la siguiente generación, como Mariátegui (1894-1930) en Perú y Salvador de la Plaza (1896-1970) en Venezuela (19)

  4. El imperialismo había sofocado el crecimiento de los sistemas económicos modernos, incluida la construcción de la industria y las infraestructuras modernas. A las colonias se les había encomendado la producción de materias primas, la exportación de sus riquezas y la importación de productos acabados. Esto significaba que los nuevos Estados revolucionarios se hicieron cargo de economías dependientes desarticuladas y con escasos conocimientos científicos y técnicos.

Cada uno de los Estados revolucionarios que surgieron —desde la URSS hasta la República Popular China y la República de Cuba— comprendieron perfectamente esta situación y estas limitaciones. Esto es precisamente lo que la mayoría de los liberales y socialdemócratas reconvertidos con consignas de izquierda no comprenden: quieren distanciarse de la experiencia real de construir el socialismo, que no se da en el núcleo capitalista, sino en la periferia colonial, y que trabaja para construir una cultura socialista contra viento y marea.

Es fácil descartar el régimen de partido único o despreciar el «estatismo» o incluso el «autoritarismo», es fácil adoptar el lenguaje del liberalismo de la Guerra Fría, pero es mucho más difícil ofrecer un diagnóstico de por qué los acontecimientos revolucionarios se produjeron en las naciones más pobres y por qué estos acontecimientos revolucionarios tuvieron que seguir un camino que no se ajusta a los mejores gestos de la ideología liberal. Los experimentos socialistas en las naciones más pobres tuvieron que enfrentarse de inmediato a una serie de tareas importantes, entre las que se incluyen las siguientes:

Defender el proceso revolucionario de los ataques internos y externos. Esto significaba utilizar las fuerzas armadas y armar al pueblo, pero también significaba impedir que las fuerzas contrarrevolucionarias internas se organizaran en un bloque de resistencia, utilizando discursos liberales sobre la «libertad» para enmascarar su deseo de volver al poder e imponer el régimen antidemocrático de la propiedad a las grandes masas.

No se trataba de debates teóricos: la URSS fue atacada en 1918, Cuba fue bloqueada a partir de 1962 y China se enfrenta ahora a una grave acumulación imperialista frente a sus costas. Los Estados liberales intentaron sofocarlos desde su nacimiento.

Para abordar los problemas inmediatos del pueblo. El hambre, la pobreza y otras humillaciones cotidianas a las que se enfrentaban las masas debían superarse lo más rápidamente posible. Esto significaba utilizar los limitados medios de la sociedad de una manera novedosa para las culturas de crueldad que existían anteriormente. Significaba que el régimen revolucionario tendría que tomar decisiones desde el punto de vista de toda la sociedad, lo que requeriría que ciertos sectores de la clase obrera trabajaran muy duro en un corto período de tiempo para producir bienes suficientes para satisfacer las necesidades de toda la sociedad.

Para construir las fuerzas productivas de la sociedad. Las condiciones coloniales habían hecho que las naciones más pobres no tuvieran ni la infraestructura (en particular, los sistemas de electrificación y transporte) ni la industria para producir los bienes y servicios necesarios para satisfacer las aspiraciones del pueblo.

Esta infraestructura e industria necesitarían ciencia, tecnología y capital, todo lo cual se había negado a estos países y, por lo tanto, habría que producirlo rápidamente tanto mediante la solidaridad internacional como mediante el desarrollo expreso de la educación superior y el uso de las exportaciones de materias primas para convertirlas en capital para la industrialización.

Crear el mundo cultural para las masas. La construcción de instituciones educativas y culturales para erradicar el analfabetismo y fomentar la confianza de los trabajadores y los campesinos para gobernar su propia sociedad es un proyecto a largo plazo cuyas dificultades no deben subestimarse. En todas estas experiencias revolucionarias, la parte más difícil de la construcción de un nuevo proyecto es crear la claridad, la confianza y la dignidad de las masas para que se conviertan en agentes de su propia historia y se hagan cargo del proyecto estatal, una entidad multifacética necesaria para las economías digitales altamente complejas de nuestro tiempo.

La tarea más inmediata fue siempre la primera, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los medios tecnológicos de ataque se habían vuelto más sofisticados. Los golpes de Estado imperialistas y las invasiones militares directas se habían convertido en algo casi normal, y se habían llevado a cabo intervenciones de un tipo u otro con total impunidad.

Es interesante que en un país como Chile, que sufrió un cruel derrocamiento imperialista del gobierno de la Unidad Popular en 1973, haya tan poca empatía entre las filas de los liberales y socialdemócratas reformados, no solo en el Frente Amplio, sino también en sectores de la izquierda comunista, con la difícil situación, por ejemplo, de Cuba, que no solo brindó su solidaridad incondicional al gobierno de la Unidad Popular entre 1970 y 1973, sino que también ayudó a la resistencia contra el gobierno golpista militar y que, desde entonces — , especialmente ahora— se ha enfrentado a un bloqueo ilegal y perjudicial liderado por Estados Unidos. Es muy fácil adoptar el lenguaje del liberalismo de la Guerra Fría, tomado de epígonos de la Guerra Fría como Hannah Arendt, pero mucho más difícil comprender las complejidades de construir una revolución en las naciones más pobres. (20)

Las revoluciones marxistas, desde Rusia hasta Cuba, tuvieron lugar en el ámbito de la necesidad, no en el de la libertad. A cada uno de estos nuevos Estados, que gobernaban regiones de gran pobreza, les resultó difícil reunir el capital necesario para dar el salto al socialismo.

Uno de ellos, Vietnam, había sido bombardeado por Estados Unidos, incluso con armas químicas, hasta que su suelo quedó irremediablemente contaminado y su infraestructura destruida (21).Esperar que un país como Vietnam hiciera una transición fácil al socialismo es ingenuo.

Cada uno de estos países tuvo que apretarse el cinturón para reunir recursos y cometió muchos errores contra la democracia. Pero estos errores nacen de las luchas por construir el socialismo; no son endémicos de él. El socialismo no puede ser condenado por los errores cometidos en cualquiera de estos países. Cada uno de ellos es un experimento en un futuro poscapitalista. Tenemos mucho que aprender de cada uno de ellos.

A estas revoluciones les siguieron programas humanitarios: proyectos para mejorar la vida de las personas mediante la educación y la sanidad universales, proyectos para hacer que el trabajo fuera cooperativo y enriquecedor en lugar de debilitante. Cada una de estas revoluciones experimentó de diferentes maneras con el paladar de las emociones humanas: negándose a permitir que las instituciones estatales y la vida social se rigieran por una interpretación estrecha del instinto humano (la codicia, por ejemplo, que es la emoción en torno a la cual se desarrolla el capitalismo). ¿Podrían el «cuidado» y la «solidaridad» formar parte del panorama emocional? ¿Podrían mejorarse la «codicia» y el «odio»?

La necesidad de claridad y lucha de clases

La coyuntura actual requiere un movimiento entre dos conceptos políticos: soberanía y dignidad. Se trata de conceptos entrelazados de nuestra era, con diferentes movimientos y proyectos estatales que operan con grados relativos de compromiso con cada uno de ellos.

La soberanía nacional es un concepto a nivel estatal que se refiere a los proyectos estatales que se oponen a la intervención de intereses extranjeros y buscan desarrollar un conjunto de políticas políticas y económicas que defiendan los derechos y las necesidades de su propio pueblo. Para un país que ha salido del colonialismo, la soberanía es un mecanismo para medir en qué medida el país ha sido capaz de salir de las presiones del dominio colonial y la intervención imperialista.

Buscar la soberanía es en sí mismo una afirmación negativa, lo que significa que está en contra de la intervención imperialista; la categoría de soberanía en sí misma no describe la naturaleza de las relaciones de clase dentro del país, lo que permite a los países tener caminos no socialistas, pero sin embargo soberanos frente al imperialismo (Irán, por ejemplo, no es un Estado socialista, pero sin embargo busca la soberanía frente a las garras del imperialismo). Todos los proyectos estatales socialistas buscan decididamente la soberanía nacional, pero no todos los proyectos que buscan la soberanía son socialistas.

La dignidad es un concepto a nivel popular que se refiere a la idea de que cada persona y, por extensión, las comunidades sociales a las que pertenecen como individuos sociales, buscan la dignidad en todos los aspectos de su vida, desde una vida cotidiana digna (emancipación de la pobreza y el hambre) hasta una vida cultural digna (celebración de su propio patrimonio cultural como parte de la cultura humana).

El concepto de dignidad está ampliamente compartido a lo largo de la historia de la humanidad, desde las tradiciones del budismo (todos tienen la naturaleza de Buda en su interior) hasta el estoicismo (dignitas o dignidad compartida por todos los seres racionales); la Declaración de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (1948) comienza con el reconocimiento de la «dignidad inherente» de todos los «miembros de la familia humana».

Pero la dignidad no es un hecho a priori de la humanidad (como sostienen el humanismo o el liberalismo); debe producirse a medida que salimos de la miseria de la privación (pobreza, analfabetismo) y formamos vidas dignas (como sostiene el socialismo). En otras palabras, existe una fuerza material que debe dar forma a nuestra dignidad. Una política para producir dignidad es una política socialista, aunque otros puedan adoptar este o aquel elemento del programa socialista.

No hay pruebas en el mundo de que el sistema capitalista pueda emancipar a todas las personas de una vida indigna: el capitalismo genera de forma inherente formas de desigualdad e indignidad. Por lo tanto, todas las iniciativas que buscan la dignidad para todos son proyectos socialistas.

Uno de los aspectos más complicados de la situación actual del mundo es que, mientras que en el mundo del Atlántico Norte reina el caos, parece haber una creciente sensación de estabilidad en algunas partes del sudeste y el este de Asia. Las antiguas potencias imperiales siguen insistiendo en un mundo de austeridad, deuda y guerra, ideas desagradables que causan dolor a miles de millones de personas, desde los palestinos que se enfrentan al genocidio israelí hasta los que mueren de hambre en sus hogares porque su precario trabajo no les permite ganar lo suficiente para sobrevivir.

Mientras tanto, especialmente desde China, el mensaje es claro: debemos trabajar por la paz y el desarrollo para crear un futuro compartido para la humanidad 22.Se trata de un llamamiento que cada vez resulta más atractivo para personas de todo el mundo.

Aquí es donde los liberales y socialdemócratas renovados parecen estar tan alejados de la realidad: acostumbrados al lenguaje liberal autoritario de la era de la Guerra Fría, no están dispuestos a reconocer adecuadamente los grandes logros conseguidos contra todo pronóstico en lugares como China y Vietnam para sacar a sus poblaciones de la pobreza, construir nuevas fuerzas productivas de calidad y ofrecer transferencia de tecnología y colaboración económica y técnica para la industrialización de gran parte del Sur Global que había sufrido el yugo de la estructura neocolonial de la globalización.

China y otros países asiáticos no han resuelto los problemas del mundo; no ofrecen un modelo de desarrollo «listo para usar». Pero ofrecen una postura hacia el mundo —paz y desarrollo— que es mucho más atractiva que la que ofrecen los antiguos Estados del Atlántico Norte en nombre del liberalismo: austeridad, deuda y guerra.

No es que los liberales y socialdemócratas renovados estén tan ansiosos por construir movimientos de masas y renunciar al poder estatal. Creen que el poder estatal se puede ganar a través de las urnas en las democracias liberales y que esto se puede lograr desvinculándose fundamentalmente del objetivo del socialismo, de la historia del socialismo y de la experiencia real de los proyectos estatales socialistas.

Pero ese sería un poder estatal vacío, porque significaría asumir el cargo sin poder, sin construir los movimientos y las organizaciones políticas que acompañan a una base de masas imbuida de claridad, confianza y ganas de alcanzar la plena dignidad humana. La lucha de clases sigue siendo el frente de batalla central para construir los protagonistas dignos del futuro.

El mundo quiere avanzar hacia el socialismo.

Traducción nuestra


*Vijay Prashad es un historiador, editor y periodista indio. Es miembro de la redacción y corresponsal en jefe de Globetrotter. Es editor en jefe de LeftWord Books y director del Instituto Tricontinental de Investigación Social. Ha escrito más de 20 libros, entre ellos Las Naciones Oscuras y Las Naciones Pobres. Sus libros más recientes son Luchar nos hace humanos: aprendiendo de los movimientos por el socialismoLa retirada: Irak, Libia, Afganistán y la fragilidad del poder estadounidense y Sobre Cuba: 70 años de Revolución y Lucha (los dos últimos en coautoría con Noam Chomsky).

Notas

  1. La esencia de la crítica a la extrema derecha de un tipo especial y al neoliberalismo se extrae de Tricontinental: Instituto de Investigación Social, El falso concepto de populismo e a y los retos a los que se enfrenta la izquierda: un análisis coyuntural de la política en el Atlántico Norte, Dossier n.º 83, diciembre de 2024, y Tricontinental, Diez tesis sobre la extrema derecha de un tipo especial: Boletín n.º 33 (2024), 15 de agosto de 2024, thetricontinental.org.
  2. Friedrich Hayek, El camino hacia la servidumbre (Londres: Routledge, 1944). Sobre el legado perdurable de Hayek y estas ideas, véase Quinn Slobadian, Los bastardos de Hayek: raza, oro, coeficiente intelectual y el capitalismo de la extrema derecha (Princeton: Princeton University Press, 2025).
  3. El crítico más perspicaz de toda la tradición del «tecnofeudalismo» es Evgeny Morozov, primero en un ensayo temprano, «Critique of Techno-Feudal Reason», New Left Review, n.º 133/134 (enero-abril de 2022); y más recientemente en «What the Techno-Feudalism Prophets Get Wrong», Le Monde Diplomatique, agosto de 2025, mondediplo.com. La crítica más convincente de la «tercera vía» es la de Alex Callinicos, Against the Third Way: An Anti-Capitalist Critique (Londres: Polity, 2001). Susan Watkins denomina acertadamente el dominio de la «tercera vía» del blairismo laborista como «hegemonía ingrávida» en «A Weightless Hegemony: New Labour’s Role in the Neo-Liberal Order», New Left Review, n.º 25 (enero-febrero de 2004).
  4. La historia completa se encuentra en mi libro: Vijay Prashad, The Darker Nations: A People’s History of the Third World (Nueva York: The New Press, 2007).
  5. La historia completa se encuentra en Grieve Chelwa y Vijay Prashad, How the International Monetary Fund Suffocates Africa (Johannesburgo: Inkani Books, 2025).
  6. Fernando van der Vlist, Anne Helmond y Fabian Ferrari, «Big AI: Cloud Infrastructure Dependence and the Industrialisation of Artificial Intelligence», Big Data and Society 11, n.º 1 (enero-marzo de 2024).
  7. Nota: Este ensayo se centra en los intentos de resucitar el liberalismo y la socialdemocracia en el Norte Global. En un futuro ensayo se tratará más específicamente el liberalismo y la socialdemocracia del Sur Global, que tiene su propia gama de opiniones y particularidades; en ese ensayo, profundizaré en el surgimiento de corrientes únicas de política socialdemócrata que se derivan de antiguos frentes políticos anticolonialistas y, en concreto, analizaré la revitalización del asistencialismo religioso.
  8. Alianza de Democracias, Índice de Percepción de la Democracia 2024(Copenhague: Lantana, 2024), allianceofdemocracies.org.
  9. Barbara Arneil, John Locke and America: The Defense of English Colonialism (Oxford: Clarendon Press, 1996); Paul Cochran, «John Locke on Native Right, Colonial Possession, and the Concept of Vacuum domicilium»,The European Legacy: Towards New Paradigms 23, n.º 3 (septiembre de 2018): 225-250; Peter Olsen, «John Locke’s Liberty Was for Whites Only», New York Times, 25 de diciembre de 1984.
  10. Michel-Rolph Trouillot, Silenciar el pasado: el poder y la producción de la historia (Boston: Beacon Press, 1995).
  11. El término «alma del mundo» proviene de una carta que G. W. F. Hegel escribió a su amigo Friedrich Immanuel Niethammer el 13 de octubre de 1806.
  12. Karl Marx y Friedrich Engels, Obras completas (Nueva York: International Publishers, 1975), vol. 3, 155.
  13. Marx y Engels, Obras completas, vol. 11, 331.
  14. Karl Marx y Frederick Engels, Obras selectas, vol. 3 (Moscú: Progress Publishers, 1973), 19; Karl Marx, Textos sobre el método (Oxford: Basil Blackwell, 1975), 195.
  15. Antonio Anzaldi Pablo, Sobre Laclau y Mouffe: Para una crítica de la razón progresista (Buenos Aires: Editorial SB, 2023). El libro original es Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista: hacia una política democrática radical (Londres: New Left Books, 1985). El término «política democrática radical» es indicativo de la corriente liberal que luego desarrollan estos autores, como en Le politique et ses enjeux: Pour une démocratie plurielle (París: La Découverte, 1994), de Mouffe, y en el volumen editado por Laclau, The Making of Political Identities (Londres: Verso, 1994), ambos textos consideran la identidad política como «discursiva» y la «democracia» como una categoría central de su pensamiento político. Ambos acabaron escribiendo libros sobre el populismo, en los que defendían el movimentismo y las manifestaciones por encima de la organización, como Ernesto Laclau, On Populist Reason (Londres: Verso, 2005) y Chantal Mouffe, For a Left Populism (Londres: Verso, 2018).
  16. Vijay Prashad, Red Star Over the Third World (Nueva Delhi: LeftWord, 2017).
  17. Toda esta tradición se desarrollará en un libro, October, que presentaré dentro de unos años.
  18. V. I. Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo (Nueva Delhi: LeftWord Books, 2000), 40.
  19. José Carlos Mariátegui, An Anthology (Nueva York: Monthly Review Press, 2011).
  20. Sobre el liberalismo de la Guerra Fría, véase Samuel Moyn, Liberalism Against Itself: Cold War Intellectuals and the Making of Our Times (New Haven: Yale University Press, 2024).
  21. Estados Unidos bombardeó salvajemente Corea y Vietnam en nombre del liberalismo. Véase Samir Amin, El virus liberal: la guerra permanente y la americanización del mundo (Nueva York: Monthly Review Press, 2004).
  22. Para una visión general de los debates intelectuales en China, véanse los números periódicos de Wenhua Zongheng producidos por Tricontinental: Institute for Social Research, en thetricontinental.org/wenhua-zongheng.

Fuente original: Monthly Review

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.