Capitalismo senil: la ontología de la burbuja y el tirón de la gravedad

Fabio Vighi.

Imagen: Graffiti de Mear One, EEUU en Los Angeles.

 

Durante un periodo de incubación, la huida hacia adelante del crédito insustancial no generó inflación. Hoy, sin embargo, es absurdo seguir creyendo que la masa de capital ficticio y especulativo permanece atrapada en el sector financiero. Más bien, ha colonizado el mundo real, erosionando tanto nuestro poder adquisitivo como el modelo de capitalismo en el que aún creemos vivir.

Desde entonces, el complemento financiero de la sociedad del trabajo se ha convertido en su base y razón de ser

Esta tendencia es irreversible. Ningún sector de la economía puede reactivar el crecimiento real y devolvernos a algo siquiera vagamente parecido al periodo fordista, impulsado a su vez por extraordinarias inyecciones de crédito estatal.

La fase capitalista distópica en la que hemos entrado se caracteriza por una productividad sin trabajo productivo, lo que significa que la sociedad del trabajo en su conjunto está muriendo.

Es crucial, pues, darse cuenta de que nos enfrentamos a un colapso socioeconómico total. Quienes conducen el tren de la fortuna financiera seguirán promoviendo conflictos y divisiones de todo tipo para ocultar el colapso sistémico. Todos los conflictos, geopolíticos o de otro tipo, comienzan y terminan dentro del «capitalismo de crisis»


¿Cuáles son los motores del capitalismo senil? Voy a enumerar cinco de ellos sin ningún orden en particular, y luego procederé a discutir sus interconexiones:

  1. La deuda. El único camino hacia el futuro capitalista sigue estando señalizado por los programas de creación de liquidez. Crear dinero «de la nada» y ponerlo en marcha en forma de crédito es la estrategia monetaria elemental que impide que nuestras sociedades se asomen al abismo, como el personaje de dibujos animados que, tras haber corrido por el borde de un precipicio, flota en el aire antes de reconocer la gravedad. Sin embargo, la atracción de la gravedad es ahora irresistible, y el descenso ha comenzado con un violento ataque de devaluación monetaria.
  2. Burbujas. Las burbujas financieras, infladas por el crédito barato que alimenta un mecanismo delirante de movimiento perpetuo, son la única medida significativa de producción de riqueza que queda. A los esbirros de la «bella máquina» sólo les importa evitar que las burbujas exploten. Mientras la economía financiarizada se aleja de su vínculo social, la existencia humana se convierte en garantía del algoritmo especulativo.
  3. Demolición controlada. El dumping salarial y la competencia a la baja por cada vez menos puestos de trabajo es la otra cara necesaria del paradigma de la burbuja. Para que los mercados especulativos persistan, la «sociedad del trabajo» debe reducirse gradualmente, ya que los actuales activos financieros artificialmente inflados y la demanda real se excluyen mutuamente. En pocas palabras: Main Street es un lastre para Wall Street, razón por la cual el capitalismo de consumo se está transformando en la gestión de la miseria colectiva.
  4. Emergencias. Nuestra condición existencial durante la fase terminal del capitalismo de burbuja a burbuja es una ideología de metaemergencia intrínsecamente terrorista, una permacrisis que debe acompañarnos de la cuna a la tumba. En este sentido, la pseudo-pandemia de 2020 fue sólo el rompehielos. No nos engañemos: a un mundo empeñado en defender con tanto fanatismo su propia implosión le esperan muchos más sobresaltos.
  5. Manipulación. La propaganda mediática en la era de la hiperconectividad digital resulta natural, por lo que es natural que el capitalismo senil, presintiendo su colapso, saque el máximo partido de ella. Aquí se da una obstinada confluencia de estupidez ciega y cálculo cínico. Como predijo George Orwell mucho antes de Internet, todo se reduce a decir mentiras mientras se las cree: El proceso [de engaño de los medios de comunicación de masas] tiene que ser consciente, o no se llevaría a cabo con suficiente precisión, pero también tiene que ser inconsciente, o traería consigo un sentimiento de falsedad y, por tanto, de culpa»[i] Jean Baudrillard llamó al resultado de este proceso «hiperrealidad».

La máquina de movimiento perpetuo del capital

Al haberse quedado sin trucos monetarios, las élites financieras se han arrinconado. El sistema especulativo basado en la deuda que han bombeado durante décadas mediante la impresión de dinero y la supresión artificial de los tipos de interés ya no puede sostenerse sin importantes «daños colaterales». La ilusión de la teoría económica burguesa de que el dinero puede moverse de forma autónoma, como a través de una máquina de movimiento perpetuo, está quedando finalmente al descubierto. El actual repunte inflacionista es el primer síntoma evidente de una enfermedad cancerosa que se extiende rápidamente por el cuerpo social, obligando a una gran parte de la población -incluidas las cada vez más insolventes clases medias- a elegir entre poner comida en la mesa o pagar las facturas. A estas alturas ya debería estar suficientemente claro que cualquier programa de creación de dinero -que se necesita desesperadamente para apuntalar el sector financiero- provocará una mayor erosión del poder adquisitivo, por lo que serán necesarios nuevos métodos creativos para controlar a las masas empobrecidas. La alternativa a este escenario es que los Bancos Centrales sigan subiendo los tipos de interés hasta que estallen las burbujas del mercado, lo que nos llevaría directamente al escenario del aterrizaje forzoso.

La ilusión del movimiento perpetuo financiero funciona de la siguiente manera: la expansión del crédito atrae dinero hacia activos de riesgo cuya valoración crece a medida que aumenta la demanda; los activos financieros en alza sirven entonces como garantía para más préstamos, poniendo en marcha un bucle de retroalimentación en el que el crédito alimenta la valoración de los activos alimentando la garantía que alimenta el crédito. Bajo la ilusión de una eterna expansión de la liquidez, lo único que importa es apalancar capital para comprar activos que sirvan de garantía para obtener más crédito. Y mientras se mantenga el bucle autocumplido, las obligaciones del servicio de la deuda pueden refinanciarse. Pero si los tipos de interés suben y las garantías pierden valor, de repente el prestatario empieza a sudar y comienza a vender activos, lo que pronto se convierte en un comportamiento gregario. Con el deterioro de las garantías, los activos corren el riesgo de caer por debajo de la deuda pendiente, lo que provoca el agotamiento de la liquidez y, finalmente, el estallido de las burbujas. Esta es la fase a la que nos acercamos, en la que el falso bucle de creación de riqueza se convierte en una espiral mortal: las valoraciones de los activos caen, las garantías se reducen, el crédito se colapsa. La paradoja de nuestro tiempo es que el dinero especulativo que infla las burbujas no tiene ningún valor real; pero si las burbujas estallan, se desata el infierno.

Conviene recordar que en el Occidente globalizado ya hemos empeñado todo lo que poseemos. Es decir, nosotros (Estados, empresas, familias) no poseemos nada más que nuestra deuda, que está cayendo bajo el agua. Y, como el casino global amenaza con quebrar, nuestros amos títeres comprenden demasiado bien que deben actuar con rapidez si quieren conservar el poder y los privilegios. De manera crucial, saben que su única oportunidad de seguir inundando los mercados con las cantidades necesarias de liquidez artificial requiere controlar (mediante medidas autoritarias legitimadas por las emergencias) la caída libre de la economía real a medida que se contrae hacia la estanflación. Inaugurado a lo grande por la pseudo-pandemia, hoy este proceso sigue teniendo lugar bajo la vigilancia coordinada de los Bancos Centrales, cuyas subidas de tipos sólo hacen cosquillas a la inflación, pero deprimen aún más la demanda real.

En este sentido, la reciente subida del coste de la energía también debe considerarse contextualmente como parte de un intento más amplio de descomprimir un sistema altamente inflamable, el equivalente a desactivar cuidadosamente una bomba. Las sanciones a Rusia han sido una farsa, para Europa, y un ejercicio masoquista desde el principio, por la sencilla razón de que Rusia vende su petróleo y su gas a China con descuento, y China los exporta luego a Europa con sobreprecio. Del mismo modo, el objetivo de la «lucha contra el cambio climático» liderada por las grandes empresas es imponer un nivel de vida más bajo a las clases medias y trabajadoras que, hasta hace sólo un par de años, todavía se sentían atraídas por la utopía del crecimiento sin fin y el consumo sin sentido. Ucrania puede considerarse el trágico símbolo actual de esa reducción económica controlada: gracias a una guerra por poderes cínicamente prolongada, el país se enfrenta a la destrucción de su infraestructura industrial. Significativamente, el 28 de diciembre de 2022 Larry Fink (consejero delegado de BlackRock) y el endiosado Volodymir Zelensky acordaron coordinar inversiones para reconstruir Ucrania, confirmando el patrón familiar por el que la devastación de toda una sociedad es una oportunidad para la expansión financiera. He aquí una razón por la que Occidente está enviando cientos de miles de millones de dólares a Ucrania, en lugar de negociadores de paz.

Una demolición controlada de la demanda en la economía real es ahora esencial si la aristocracia financiera quiere prevenir y posponer la deflagración de las burbujas especulativas. Esto significa que el capital sólo puede autorreproducirse ensanchando la brecha entre un puñado de propietarios superricos (los «actores financieros clave») y la plebe empobrecida, de la que se espera que 1. No posea nada y además sea feliz; 2. Sacrifique sus libertades personales (incluida la libertad de expresión, cada vez más ahogada por un discurso cultural grotescamente hiperregulado); 3. Ceder su derecho a existir al Estado, cuyo papel biopolítico es administrar dicho derecho en nombre del capital transnacional. Desgraciadamente, esta fase oscura del «capitalismo de crisis» ha sido enormemente subestimada -por utilizar un eufemismo- por nuestra intelligentsia de izquierda «radical» (de Noam Chomsky a Slavoj Žižek) que, como los perros de Pavlov, ha saludado el «retorno del Estado» como un signo de emancipación. Su reticencia a comprender el nexo elemental entre una economía global enganchada a crecientes montañas de crédito sin sustancia, y el autoritarismo del Estado, sugiere que ahora están abrazando una forma muy siniestra de conservadurismo.

La deprimente miopía de la izquierda fue particularmente dolorosa de observar mientras se desarrollaba la reciente emergencia sanitaria mundial. COVID-19 no fue la peste bubónica del nuevo milenio, sino un golpe financiero propiciado por la mayor y más espectacular operación de lavado de cerebro jamás experimentada por la humanidad. Sirvió para ocultar el hecho de que el sistema estaba infectado por la enfermedad terminal, no la población mundial.

Irónicamente, o previsiblemente, lo que la izquierda parece incapaz de aceptar es que el propio capitalismo, con todas sus categorías familiares, se está desvaneciendo en la obsolescencia, y sólo puede fingir una vida que no tiene, movilizando el miedo para golpear a las masas inmisericordes hasta la obediencia. COVID-19 fue sobre todo una pandemia de miedo, cuyas consecuencias dañinas sobre la mente y el cuerpo humanos siguen siendo desconocidas. Con «vacunas» impuestas como una bala mágica (¡nos dijeron que tenían una eficacia del 95%!) contra una enfermedad con una tasa de supervivencia del 99,8%,  ¿cómo puede alguien no oler una rata? Del mismo modo, ninguno de nuestros gurús anticapitalistas se sintió perturbado cuando Pfizer admitió que no tenían ni idea de si sus sueros realmente detenían la transmisión, cuando detener la transmisión se vendió al público como la verdad científica indiscutible detrás de los mandatos discriminatorios. Del mismo modo, no hubo indignación cuando se publicaron los «Archivos de Twitter» (el 26 de diciembre de 2022), revelando la presión ejercida por las agencias gubernamentales de EE.UU. para manipular el debate científico sobre COVID-19 y silenciar el periodismo crítico. ¿Hasta qué punto se ha derechizado la izquierda radical si no es capaz de reconocer la prestidigitación criminal del capitalismo de emergencia? Al apoyar la discriminación y la destrucción globales bajo falsas pretensiones éticas, la mayor parte de la izquierda actual hace el trabajo de la derecha con más eficacia que la propia derecha.

Aunque la conciencia del engaño masivo está emergiendo lentamente, la mayoría de la gente prefiere la solución de la cabeza en la arena: mejor no cuestionar sus niveles de credulidad. Sin embargo, no tiene sentido recriminar. Lo que sigue siendo crucial es recordar que Virus fue el escudo invisible utilizado para evitar una crisis bancaria y financiera que habría avergonzado a la de 2008, al tiempo que marcaba el comienzo de una estrategia de panemergencia para la gestión coordinada del empobrecimiento masivo, no sólo en las periferias del mundo capitalista, sino también en su centro. Resulta especialmente revelador que ahora se nos persuada para que aceptemos la caída libre de la economía como un destino: una estanflación un tanto mítica originada por desencadenantes externos y en gran medida incontrolables (la pandemia, la guerra en Ucrania, el cambio climático) y no en la putrefacción de nuestro modelo económico. En retrospectiva, uno podría incluso apreciar el genio maligno de un sistema que oculta su masiva implosión social, económica y cultural detrás de un pequeño e invisible chivo expiatorio.

Burbujas tambaleantes

Muchos problemas críticos han amenazado el casino financiero mundial durante 2022. En total, la renta variable y la renta fija perdieron más de 30 billones de dólares. El índice Nasdaq cerró el año con un – 33%, su peor resultado desde 2008. El volumen mundial de deuda de rendimiento negativo se redujo de 18,4 billones de dólares en diciembre de 2020 a 686.000 millones en diciembre de 2022 (lo que, a pesar de la engañosa reacción de los medios de comunicación, es una mala noticia para la burbuja mundial de deuda, ya que significa que los bonos se están hundiendo). Naturalmente, se responsabiliza a las subidas de tipos de la pérdida de valor del mercado. Sin embargo, estas últimas se produjeron en un contexto de recompras récord por parte de las empresas (que aumentan artificialmente el precio de las acciones al tiempo que incrementan sus beneficios). Por lo tanto, los mercados siguen comportándose como los casinos de Las Vegas, con los bancos centrales jugando alegremente a las cartas (que siempre ganan). Con el régimen de endurecimiento cuantitativo actualmente en vigor, el sistema se está estancando. Sin embargo, la caballería de los banqueros centrales volverá con inyecciones monetarias más sostenidas tan pronto como se considere necesario – muy probablemente, bajo el escudo protector de la próxima emergencia.

Además, si el índice de liquidez mundial se deteriora ahora rápidamente (tras más de una década de crecimiento artificial), el último día de 2022 se registró un máximo histórico en los depósitos de repos a la inversa en la Fed de Nueva York: 2,5 billones de dólares por 113 contrapartes. Esto significa que, mientras los ciudadanos de a pie tratamos de averiguar cómo pagar hipotecas y facturas, los inversores colocan cantidades desmesuradas de efectivo en la Fed, ya que el mecanismo de repos inversos garantiza una rentabilidad superior a la inversión en el mercado (el tipo repo actual se sitúa en el 4,3%). Aunque sólo haría falta un pequeño aumento del riesgo de contraparte para que este negocio de repos se volviera contraproducente, sigue significando que grandes volúmenes de liquidez insustancial, portadores de un enorme potencial inflacionista, quedan atrapados en los mercados financieros, por lo que no aparecen directamente como demanda real -precisamente la estrategia que, desde la década de 1990, se empleó para mantener la inflación contenida. Sin embargo, este parche ya ha pasado su fecha de caducidad, ya que el montón de capital ficticio ha crecido hasta una magnitud que ya no se puede contener. De hecho, hace tiempo que ha empezado a canibalizar la economía real.

Desde hace bastante tiempo, el capital mundial baila al son de una melodía de «burbuja a burbuja». Desde el comienzo del milenio, nuestro mundo está cautivo de la clonación de burbujas financieras, desde la tecnología hasta la vivienda y los bonos soberanos, cada una de las cuales depende de la frenética creación de liquidez y de la supresión de los tipos de los bonos, cortesía de los Bancos Centrales. Y lo que es más importante, lo anterior es lo que mantiene en marcha la producción capitalista real (es decir, nuestras sociedades). Por tanto, la lógica original se invierte: las burbujas especulativas son ahora motores sistémicos, mientras que en el pasado eran fenómenos aislados tanto en el tiempo como en el espacio. Su carácter ontológico actual las hace incomparables con, por ejemplo, la burbuja holandesa de los tulipanes de la década de 1630, o el esquema Ponzi del Mar del Sur de 1720 (construido sobre los beneficios del comercio de esclavos), ya que cuando esas burbujas estallaron, dieron paso a nuevos ciclos de acumulación real -es decir, una nueva explotación masiva de la mano de obra-, mientras que hoy en día una burbuja que estalla sólo puede transformarse en otra burbuja. La principal implicación es que una enorme parte de la producción real ya forma parte del proceso especulativo. Al mismo tiempo, la cinta transportadora financiera ha alcanzado una desconexión casi total de la sociedad del trabajo. Hemos sido secuestrados por un mecanismo invisible que se autoperpetúa, cuya abstracción es tan grande que su comprensión se nos escapa.

Recapitulemos el punto clave. La inflación de burbuja requiere «aire caliente» en forma de liquidez prestada. La capacidad pulmonar del sistema es su mercado de bonos, el lugar donde se negocian los títulos de deuda. Si se necesita reunir capital para invertir en activos, o para financiar los gastos del Estado (incluidas las guerras), se emiten bonos, que obligan al emisor a reembolsar su coste en una fecha de vencimiento y a un tipo de interés negociables. Las empresas emiten bonos, y también los gobiernos. Nuestro sistema depende ahora existencialmente de los montones de bonos, a través de los cuales los inversores se aseguran el crédito que necesitan para especular en los mercados financieros.

Pedir prestado agresivamente para invertir es la arriesgada estrategia conocida como apalancamiento que conforma el ADN del capitalismo ultrafinancializado contemporáneo. En 2019, la economía de la burbuja estaba, de nuevo, al borde de un ataque de nervios debido al comportamiento histérico de los derivados tóxicos y a la fuerte subida de los tipos de interés en el mercado de repos. COVID-19 fue la respuesta a este riesgo cataclísmico: una respuesta cínica a un Armagedón financiero en ciernes. Un reciente volcado de datos de la Reserva Federal de Nueva York reveló que un total de 48 billones de dólares en préstamos baratos ajustados a plazo se concedieron a megabancos en dificultades durante 2019-2020, mucho más allá de lo que el más chiflado de los sombrereros de papel de aluminio podría haber imaginado. Esto no se habría logrado sin bloqueos y otras restricciones que ayudaran a «aislar la economía real del deterioro de las condiciones financieras», tomando prestado el documento del BPI publicado en junio de 2019.

Nos acercamos a lo que para el capitalismo de burbuja es un momento existencial de la verdad. La mecha de la próxima deflagración de la bomba es el mercado de deuda, y ya se ha encendido. Los bonos ya no tienen un «precio justo» de acuerdo con una ley ya mitológica de oferta y demanda. Según esta ley, cuando un bono tiene mucha demanda, su precio sube, mientras que su rendimiento (y por tanto su tasa de reembolso) baja; a la inversa, cuando la demanda de bonos cae, su precio también baja, y su rendimiento (y su tasa de reembolso) sube. El aumento de los tipos de los bonos debería suponer una liberación de «aire caliente» en cualquier burbuja de activos, ya que unos bonos menos asequibles provocan una fuga de liquidez. Es decir: se supone que el mercado de bonos se desahoga cuando los bonos llevan tipos altos, evitando así que la economía se recaliente. Sin embargo, todo el metaverso financiero está ahora sistemáticamente distorsionado por los Bancos Centrales, que, mediante las inyecciones masivas de liquidez de las últimas décadas, han creado un monstruo de Frankenstein que ya no pueden controlar. Las fuertes turbulencias actuales en los mercados de bonos de todo el mundo, con rendimientos que muestran signos de inestabilidad estructural, sugieren que los Bancos Centrales se están quedando sin pegamento para tapar las grietas del sistema dopado de crédito. Si en principio no se pone fin a la creación de crédito, las consecuencias de una inflación artificial ininterrumpida de los activos ya no son manejables únicamente a través de la política económica. Como COVID-19 debería habernos enseñado -incluidos aquellos académicos e intelectuales pseudoizquierdistas que se han retirado hace tiempo al refugio seguro de las «guerras culturales»las élites se están preparando para una guerra social total.

El potencial destructivo de la avalancha de deuda es inmenso, hasta el punto de que ya no puede ocultarse. O mejor dicho: es tan amenazadora que debe ocultarse. El pasado mes de diciembre, el BPI emitió una advertencia relativa a una asombrosa deuda fuera de balance de más de 80 billones de dólares en manos de instituciones y fondos financieros, una cantidad superior a las existencias totales de letras del Tesoro denominadas en dólares, repos y papel comercial en circulación juntos. Se trata de deuda derivada que no se recoge en las estadísticas habituales: en su mayoría, instrumentos especulativos complejos como swaps y contratos a plazo de divisas. El BPI afirma que esta deuda invisible ha crecido de 55 billones de dólares a 80 billones en una década, con operaciones diarias de swaps de divisas que ascienden a la friolera de 5 billones de dólares al día. Las instituciones financieras y los fondos de pensiones estadounidenses tienen el doble de obligaciones en dólares por swaps de divisas que la cantidad de deuda en dólares que figura en sus balances. Los bancos extranjeros tienen 39 billones de dólares en deudas de derivados que tampoco aparecen, lo que equivale a «más de 10 veces su capital». Esta carga de la deuda es una bomba de relojería en el corazón de la economía mundial.

Aunque a raíz de la crisis financiera mundial de 2008 la Reserva Federal afirmó que había empezado a realizar pruebas de resistencia estrictas a los bancos de importancia sistémica mundial, la revelación del BPI de la deuda de derivados no declarada nos retrotrae a Alan Greenspan y a su presidencia de la Reserva Federal de 1987 a 2006, cuando se permitió a Wall Street construir la pila de derivados tóxicos que estalló en 2008. Que nada ha cambiado es un secreto a voces, pues el atracón de crédito ha sido el modus operandi del sistema en las últimas cuatro décadas. Sin embargo, en un entorno entrelazado, el contagio siempre está al acecho. En un momento en que la deuda denominada en dólares es más cara debido a la subida de los tipos de interés, la quiebra de un banco interconectado a escala mundial o la venta forzosa de activos financieros son posibilidades concretas, al igual que el consiguiente colapso. Por esta razón, el sistema debe encontrar razones para mantenerse líquido a toda costa, al tiempo que gestiona las consecuencias, incluida la devaluación de la moneda y la recesión.

De hecho, la única opción que le queda a un régimen de burbujas empapado de deuda parece ser el envilecimiento de la moneda. Como algunos analistas financieros llevan tiempo pronosticando, la perspectiva a la que nos enfrentamos es que el mayor montón de bonos de la historia sea arrasado por un tsunami de liquidez a golpe de ratón. A pesar de la actual postura de halcones de los banqueros centrales, pronto podrían verse obligados a destruir sus monedas fiduciarias en un intento de proteger los mercados de bonos. Entonces, una burbuja de deuda que se transforme en una burbuja monetaria podría allanar el camino hacia el sistema basado en CBDC ampliamente anunciado. De hecho, la impresión de más dinero inflacionista ya está con nosotros, como lo demuestra no solo la ralentización del ritmo de subidas de tipos, sino también las inyecciones de liquidez repo de la Fed, que ya empequeñecen el tímido Quantitative Tightening de Powell (-2,4% en 2022, frente a +76,7% en 2020 y +18,9% en 2021). La conclusión es que nuestro bono social sigue siendo rehén de la expansión astronómica de la liquidez especulativa. En este sentido, el problema crucial al que se enfrentan entidades transnacionales como el BPI, el FEM, el FMI y el Banco Mundial, es cómo salvar las burbujas tambaleantes mientras nos venden el cuento de que la contracción de la economía real (que en realidad es un colapso a cámara lenta) es consecuencia de una desafortunada serie de acontecimientos.

Sentido de la perspectiva

El verdadero cambio de paradigma dentro del capitalismo se produjo hace unas décadas, cuando surgió un nuevo tipo de capital financiero, cualitativamente diferente de su precursor[ii]. Desde la década de 1980, la abstracción financiera (es decir, las especulaciones sobre los precios de los activos) ya no es un apéndice de una próspera y creciente «abstracción económica real»: el discurso sociohistórico basado en la correspondencia entre una determinada cantidad de tiempo de trabajo y una determinada cantidad de compensación monetaria (salarios). Más bien, la «industria» financiera es ahora tanto el motor como la vía de escape de la narrativa social que hace unos cinco siglos fundó el capitalismo, cuando la fuerza de trabajo apareció por primera vez como una mercancía intercambiada en el mercado. Como ya se ha dicho, cada vez es mayor la brecha entre la cadena crediticia masivamente extendida y la masa total de valor procedente del trabajo, lo que significa que mantener las apariencias es cada vez más problemático. Desde 2001 hemos asistido a una enorme transferencia de liquidez hacia los mercados de renta fija e inmobiliario, generando burbujas sin precedentes no sólo en Estados Unidos y el Reino Unido, sino también en China y Europa. Esto creó una mezcla cualitativamente nueva entre el crecimiento especulativo y la economía basada en la producción y el consumo real de bienes.

Durante un periodo de incubación, la huida hacia adelante del crédito insustancial no generó inflación. Hoy, sin embargo, es absurdo seguir creyendo que la masa de capital ficticio y especulativo permanece atrapada en el sector financiero. Más bien, ha colonizado el mundo real, erosionando tanto nuestro poder adquisitivo como el modelo de capitalismo en el que aún creemos vivir. El límite interno a la acumulación real actúa como una hélice externa, empujando los capitales hacia el espacio virtual de la circulación transnacional de activos financieros, que se alimenta de crecientes pilas de deuda autocanibalizadora. No se trata de una corrupción patológica del modelo capitalista original, sino de la consecuencia lógica de su crisis estructural: la caída global de la masa de plusvalía es mayor que el aumento de la plusvalía relativa de los capitales individuales que compiten entre sí mediante la reducción del coste de la fuerza de trabajo.

Esto significa que el discurso capitalista está ahora roto, habiendo dañado irreversiblemente los pilares de su narrativa socio-histórica. A partir de la Tercera Revolución Industrial en la década de 1970, el uso productivo de la tecnología de reducción de costes ha hecho cada vez más redundante el trabajo asalariado productivo, inhibiendo así la creación de nueva plusvalía y desencadenando una espiral implosiva. Desde entonces, el complemento financiero de la sociedad del trabajo se ha convertido en su base y razón de ser.La financiarización de la economía fue la respuesta histórica a la desaparición del fordismo. Hoy, nuestras vidas siguen siendo rehenes de la gran ilusión de que, al tiempo que hace obsoleta su fórmula original, el capital financiero es capaz de convertirse en una máquina de movimiento perpetuo. Sin embargo, dado que el trabajo improductivo mundial ha cruzado un umbral crítico, la devaluación de la moneda es inevitable, una sacudida económica que está destinada a convertirse en una violenta sacudida para la conciencia social en general.

Un sistema de burbujas de la magnitud actual no puede coexistir con un crecimiento real, es decir, con un consumo y una producción de masas florecientes. Si el volumen actual de capital ficticio circulara libremente en nuestras sociedades, desencadenaría una hiperinflación, que hasta ahora se ha exportado a las periferias olvidadas del mundo globalizado[iii]. El escenario final en el que nos encontramos es el resultado del extraordinario crecimiento de la dependencia del crédito durante el siglo XX, lo que significa que el dinero no pudo conservar su forma anterior, es decir, su convertibilidad en un activo duro. Ya la Primera Guerra Mundial demostró que no era posible financiar una guerra con moneda respaldada por oro. El aumento de la deuda que trajo consigo la Segunda Guerra Mundial y el auge fordista que le siguió condujeron finalmente, en 1971, a la decisión de abandonar el patrón oro. En esta etapa, el dinero perdió su sustancia, algo que la teoría económica burguesa (o la economía neoclásica) nunca pudo llegar a comprender en sus implicaciones radicales. En este sentido, incluso el keynesianismo no era más que un intento de salvar al capitalismo de sí mismo, concretamente a través del gasto deficitario: más deuda estatal supuestamente para reavivar la economía del trabajo. Al mismo tiempo, los movimientos obreros marxistas nunca asimilaron plenamente la crítica del valor de Marx. En su lugar, se centraron en las luchas por la redistribución, pero siempre dentro del horizonte ontológico del capital. Después de 1971, el dinero como «reserva de valor» se convirtió en una mera convención sin fundamentos objetivos en el lazo social. La consecuencia lógica e inevitable de esta pérdida de valor-sustancia -que bajo el neoliberalismo condujo a la ideología del «crecimiento sin empleo»- es la devaluación estructural: o inflación, o una violenta oleada deflacionista desencadenada por un desplome del mercado.

Esta tendencia es irreversible. Ningún sector de la economía puede reactivar el crecimiento real y devolvernos a algo siquiera vagamente parecido al periodo fordista, impulsado a su vez por extraordinarias inyecciones de crédito estatal. Cuando el ciclo de acumulación fordista tocó techo, no pudo movilizarse ninguna nueva reabsorción masiva de mano de obra, razón por la cual el capital ficticio ha alcanzado hoy un estatus ontológico: compensa la pérdida permanente de creación de plusvalía. El sueño de un crecimiento constante sostenido por el consumo de masas se está convirtiendo en una pesadilla, con la mayoría de los consumidores actuales ya agotados. La fase capitalista distópica en la que hemos entrado se caracteriza por una productividad sin trabajo productivo, lo que significa que la sociedad del trabajo en su conjunto está muriendo. Muchas empresas, por supuesto, seguirán compitiendo haciendo uso de tecnologías cada vez más sofisticadas, mientras explotan a la mano de obra empobrecida; pero el vínculo social organizado en torno al trabajo asalariado sólo puede seguir desintegrándose.

Adquirir una perspectiva crítica sobre la implosión del capitalismo senil requiere, como condición previa fundamental, resistir la avalancha de engaños y distracciones que la infoesfera arroja sin descanso. Los principales medios de comunicación nunca nos informarán sobre las causas de una economía estructuralmente insolvente, por la sencilla razón de que son una rama de ese sistema en quiebra. Por el contrario, tratarán de persuadirnos para que miremos hacia otro lado: pandemias, guerras, prejuicios culturales, escándalos políticos, catástrofes naturales, etc. Aunque los medios de comunicación reactivos ya no pueden ocultar la caída, han aprendido a culpar de ella a acontecimientos exógenos. En realidad, nuestro predicamento económico es la segunda entrega de la crisis de 2008, parte de un colapso sistémico tan agudo que su causa se desplaza ahora sistemáticamente a emergencias globales ideológicamente manipuladas, o convenientemente fabricadas.

Podría decirse que comprender nuestra condición exige el esfuerzo de pensar contra nosotros mismos, ya que, por regla general, un sujeto que «pertenece orgánicamente a una civilización no puede identificar la naturaleza de la enfermedad que la mina«[iv] El conformismo y la ignorancia voluntaria son infinitamente más contagiosos que la fuerza necesaria para superar los prejuicios de nuestro tiempo. La mayoría de nosotros estamos decididos a permanecer dormidos, prefiriendo creer que lo que estamos experimentando es sólo un fallo temporal. Sin embargo, debemos armarnos de valor para ver a través de la cortina de humo que oculta la sustancia en descomposición de nuestro mundo. El razonamiento defensivo aplasta la vitalidad del pensamiento. Coloniza no sólo la conciencia, sino sobre todo nuestro apego inconsciente a las categorías obsoletas de una civilización que se derrumba.

Toda civilización se inmuniza trazando una línea entre su propio orden constitutivo y un otro malévolo. El mal debe proyectarse fuera del cuerpo social dominante si éste quiere mantener la ilusión de su coherencia. Sin embargo, una civilización global a punto de incumplir su propio valor (el valor autovalorizador llamado capital) ya no puede confiar únicamente en la lucha contra enemigos localizados: debe desencadenar villanos globales y ubicuos.

Esta es la razón por la que, habiendo sustituido a la pandemia, la guerra de Ucrania se presentó desde el principio como una especie de sinécdoque del conflicto global: debemos recordar constantemente que un «momento Dr. Strangelove» está siempre detrás de la esquina. El miedo al virus ha sido sustituido por el Reloj del Juicio Final. De este modo, la guerra se convierte realmente en la continuación ideal de Covid: una pantalla ideológica que disimula la dolorosa realidad cotidiana que nos rodea, desde la recesión hasta la inflación estructural y los despidos masivos de empresas. Además, la guerra permite tanto la expansión monetaria mediante la financiación del complejo militar-industrial, como la autoinmunización sistémica mediante el redibujamiento de la línea entre nosotros (moral y culturalmente superiores) y ellos (los bárbaros). En este sentido, la tensión geopolítica entre el modelo occidental globalizado liderado por Estados Unidos y el mundo multipolar en ciernes (BRICS+) es, estrictamente hablando, un efecto del colapso económico en curso. La «nueva Guerra Fría» en ciernes ya se ha hecho realidad, pues nada menos que Morgan Stanley afirma que la reconfiguración hacia un orden multipolar es ahora una prioridad.

Independientemente de dónde se encuentre uno en el tablero geopolítico, el problema común al que se enfrentan todos los Estados capitalistas y su aristocracia transnacional supervisora es, y seguirá siendo, cómo controlar las oleadas de descontento masivo derivadas del creciente empobrecimiento. Sólo tenemos que echar un vistazo a la reciente declaración del G20 en Bali, o al último programa del FEM en Davos, para ver que la principal preocupación de las élites es asegurarse de que los crecientes niveles de pobreza mundial se resuelven con «soluciones globales» que van desde identificaciones digitales vinculadas a programas de vacunación, hasta la liberación de monedas digitales de los bancos centrales. La cooperación global es el lema ideológico de los ultrarricos de la jet-set que pretenden regimentar a la cada vez más estancada población mundial. A este respecto, el espíritu neofeudal de nuestro tiempo queda mejor reflejado en el «modelo de encierro»: por un lado, tendemos a olvidar que millones de seres humanos socialmente excluidos ya vivían en «condiciones de encierro» antes de la pandemia, confinados en tugurios suburbanos y en las periferias rurales del mundo, sin acceso al trabajo ni a los bienes básicos; por otro lado, las iteraciones del modelo de encierro se extenderán a la mayoría de nosotros en un futuro próximo, supuestamente para protegernos de las amenazas globales.

Es crucial, pues, darse cuenta de que nos enfrentamos a un colapso socioeconómico total. Quienes conducen el tren de la fortuna financiera seguirán promoviendo conflictos y divisiones de todo tipo para ocultar el colapso sistémico. Todos los conflictos, geopolíticos o de otro tipo, comienzan y terminan dentro del «capitalismo de crisis». La desaparición del socialismo en la década de 1980 levantó el velo de Maya. Desde entonces, como diría un budista, «la dualidad es un engaño»: sólo hay Un dogma socioeconómico, y ya no funciona. Mantener vivo el capitalismo de consumo al tiempo que se expande la deuda hacia el infinito es ahora imposible. La pila de pagarés está llegando más allá de lo que poseemos como garantía (esencialmente, nuestros activos, fuerza de trabajo y vidas), mientras que las monedas fiduciarias han comenzado hace tiempo su viaje a la tierra de la basura. Todo el sistema bancario se está acercando a la quiebra, razón por la cual necesita tan desesperadamente nueva liquidez inflacionaria para mantenerse a flote.

El Gran Reinicio es el intento autoritario de nuestros propietarios de responder a esta amenaza sistémica tomando el control de la garantía (nuestras vidas) y permanecer en el asiento del conductor. Todo lo demás es gestión de la percepción.

Traducción nuestra


*Fabio Vighi es profesor de Teoría Crítica e Italiano en la Universidad de Cardiff, Reino Unido. Entre sus obras recientes destacan Critical Theory and the Crisis of Contemporary Capitalism (Bloomsbury 2015, con Heiko Feldner) y Crisi di valore: Lacan, Marx e il crepuscolo della società del lavoro (Mimesis 2018).

Notas:

[i] George Orwell, 1984 (Londres: Penguin Classics, 2018), p. 216.

[ii] Véase Robert Kurz, Schwarzbuch Kapitalismus. Ein Abgesang auf die Marktwirtschaft (Frankfurt: Eichborn Verlag).

[iii] Los ciclos hiperinflacionarios en el mundo globalizado tuvieron lugar en Bolivia (1985), Argentina (1989), Perú (1990), Nicaragua (1991), Bosnia (1992), Ucrania (1992), Rusia (1992), Moldavia (1992), Armenia (1993), Congo (1993), Yugoslavia (1994), Georgia (1994), Bulgaria (1997), Venezuela (2016), Zimbabue (2007/09 y 2017), Líbano (2020-presente), etc.

[iv] Emile Cioran, La tentación de existir (Chicago: Quadrangle Books, 1968), p. 48.

Fuente original: The Philosophical Salon

 

 

 

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