El encuentro: Franco y Trujillo

Pedro Conde Sturla

Con su traje de opereta y su sombrero bicorne emplumado (y maquillado seguramente con una gruesa capa de Pan-Cake de Max Factor), desciende la bestia del tren. Franco lo espera sonriente con un semblante radiante y sucede lo que tenía que suceder: se trenzan en un abrazo pocas veces visto. Un abrazo imposible a primera vista.

Cualquiera hubiera pensado que la flácida barriga de Franco —la panza que el uniforme no logra disimular— dificultaría el acercamiento, que tendería el caudillo inútilmente los brazos tratando de alcanzar la espalda de la bestia. Pero la bestia salva la situación, los largos brazos de la bestia, las manos de la bestia que se extienden hacia la espalda de Franco, las manos que ahora presionan el blandengue cuerpo de Franco y lo comprimen contra la más robusta anatomía de la bestia, permitiendo el acercamiento, haciendo posible que lleguen por fin las manos del otro a su espalda, las manos caudillescas a la espalda de la bestia, y se fundan momentáneamente en un abrazo, un abrazo apretado.

Algunos criticarían el exceso, criticarían a la bestia que quizás apretó más de la cuenta, que por un momento pareció que al caudillo lo cargaba en vilo y zarandeaba, que le produjo al menos en apariencia un sofocón.

Franco era un hombre bajito, de complexión fofa y endeble y con voz de flauta, y alguna vez, al inicio de su carrera criminal, lo llamaban «Comandantín», pero con los años y los muertos se había crecido y ahora era el caudillo, generalísimo caudillo de España por la gracias de Dios. Tal vez generalísimo y caudillo para gloria de Dios.

A su lado estaba, providencialmente, el hombre fuerte de la que fue primera colonia española en el nuevo mundo y ambos estaban felices.

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