La trampa de los ministerios públicos independientes
Gedeón Santos
Un enfoque desde la sociología política
La “privatización” de la justicia
Con el auge del neoliberalismo se desató una ola de achicamiento del Estado bajo la doctrina de que el sector público era ineficiente y que debía ser sustituido por entes privados capaces de asignar y administrar mejor los recursos del Estado. Al unísono de esta teoría, se impulsaba también el pensamiento único, que promovía el fin de la historia, el fin de las ideologías, y hasta el fin de la política. Todo este movimiento devino en un proceso de acoso y descalificación contra la política y especialmente contra los políticos. Esta tendencia trajo una ola de desregulación y de privatizaciones en casi toda América Latina. Desde entonces se ha presionado para llevar una modalidad de “privatización” al terreno judicial. La idea es sacar a los políticos del sector judicial quitándoles las facultades de designar y evaluar a los funcionarios judiciales, y pasarles esas responsabilidades a sectores “independientes” no ligados al poder ejecutivo o a intereses partidarios.
La justicia populista
Ahora bien, ¿cuál ha sido el impacto de reducir la participación de los políticos en la administración de justicia en nuestra región?
En la mayoría de los países estudiados y que cuentan con alguna modalidad de independencia, los resultados han sido agridulces. En el ámbito civil, se han producido mejoras sustanciales, que van desde una mejor capacitación del personal, hasta una disminución de la mora judicial que ha agilizado la solución de los contenciosos. En el ámbito penal, se han hecho esfuerzos por avanzar en la persecución a la corrupción, en planes para mejorar el sistema penitenciario y en proyectos para mejorar los procedimientos contra el delito común. Sin embargo, con los aspectos positivos también vinieron una serie de distorsiones (especialmente en la justicia penal) que han oscurecido los avances, pues, tanto los ministerios públicos como la justicia cometieron fallas procesales y de principios que terminaron en serios cuestionamientos a su eficiencia y a su imparcialidad.
En primer lugar, el poner el acento en la persecución a la corrupción hizo que se descuidaran otros temas claves de la agenda, como por ejemplo, el enfrentamiento a los crímenes de cuello blanco, la persecución al narcotráfico y al lavado, la persecución a la evasión fiscal y la penalización de los crímenes ambientales, entre otros.
Estos descuidos fueron aún más evidentes en la lentitud y apatía para procesar los delitos comunes, lo que provocó una acumulación excesiva de casos preventivos y una sobrepoblación carcelaria que hacía inmanejable el sistema penitenciario. En segundo lugar, por el hecho de que los casos de corrupción adquieren una gran atención pública, se tiende a poner más acento en lo mediático que en lo jurídico, a la vez que se genera una presión adicional a los jueces para no irse en contra de la opinión pública, lo que ha devenido en una justicia mediática, que tiende a poner al espectáculo por encima del debido proceso y de la prueba.
Entonces, con fiscales y jueces convertidos en estrellas mediáticas, y para complacer algunas veces el morbo popular, se hacía conveniente la petición de largas prisiones preventivas, que terminaban en penas anticipadas, violatorias del principio jurídico de presunción de inocencia, principio esencial para garantizar la prevalencia de un estado de derecho. Finalmente, ante el abrumador apoyo que reciben en las encuestas, y para que no quede duda de su independencia, los funcionarios judiciales se ven tentados a llevar al banquillo a los servidores públicos de mayor atractivo mediático, especialmente a los expresidentes, los que se convierten en trofeos para el ascenso y la fama, convirtiendo así la justicia mediática en justicia populista. El caso del presidente brasileño Luis Ignacio Lula da Silva es paradigmático.
Judicialización de la política y politización de la justicia
Pero los “reformadores” no se conformaron con sacar a los políticos, sino también que se le ampliaron los poderes a la justicia, lo cual generó el fenómeno de la judicialización de la política, que ha permitido que la justicia cruce los límites que la separaban de otros poderes del Estado.
Esto trajo fenómenos distorsionantes como el lawfare (o golpes de Estados judiciales) y la sobreactuación judicial especialmente en casos ligados a la política. Además, tanto poder en la justicia llevó a una nueva era de politización judicial, y con ella, vinieron figuras que iban desde el juez Moro que retorcía la justicia para su uso político en Brasil, pasando por fiscales en colusión con el bajo mundo para el control de las cárceles en Ecuador, hasta fiscales en Perú que requisaban la casa del presidente para investigar la compra de un reloj, etc. Es decir, con el traspaso del poder a los nuevos entes privados, se produjo una politización judicial a la inversa, pues, se pasó, de una justicia favorable a los políticos, a una radical y agresiva contra ellos (con una saña tal, que en algunos casos se decidió hacer oscuros acuerdos con delatores, cuyos crímenes eran más graves y lesivos a la sociedad, que los crímenes por los que se imputaba a los políticos).
Las actuaciones reñidas con la ética por parte de algunos políticos, indignaron a la población y radicalizaron a las fuerzas vivas, las que pidieron mayor vigilancia y persecución contra la corrupción y un sistema judicial más efectivo e independiente. El problema fue que sobrepasaron su misión, y en muchos casos, convirtieron las leyes en armas y la administración de justicia en instrumento político y a veces de venganza. Es un axioma que los políticos no están por encima de la ley, pero dado que la política es una de las columnas vertebrales de un país, su abordaje judicial debe hacerse con prudencia para evitar agrietar la estructura misma del Estado y la gobernabilidad de un país.
Poder de turno y justicia relativa
Permitir el uso de la acción penal como arma contra los políticos o como capricho de intereses privados, ha contribuido en algunos países a la confrontación destructiva, lo cual ha producido el fenómeno conocido como la peruanización de la política en América Latina. Entonces, echar a un lado a los políticos para que entes privados (representados mayormente por la sociedad civil) decidan el destino de la justicia, no ha sido la panacea que se esperaba, pues, en definitiva, los políticos nunca se fueron, y al igual que en el pasado, los nuevos decisores terminaron usando la justicia contra competidores, contra opositores ideológicos y contra políticos desafectos (como se vio en Brasil, Perú, Ecuador, Bolivia, Argentina, Panamá, Guatemala, etc.). Además, la lucha anticorrupción ha sido fuertemente criticada y la justicia, terminó cooptada por fuerzas sin legitimidad democrática, con su propia agenda privada (nacional y extranjera) y desconectada de una visión global del Estado y del desarrollo.
La mejor prueba de que los éxitos han sido limitados, es que la mayoría de los políticos que fueron procesados, luego fueron descargados y una parte de ellos han vuelto al poder, demostrando, que la verdad que impone el poder de turno, sólo dura hasta que llega la verdad del nuevo poder, lo que confirma, que en justicia, la verdad puede ser relativa y cambiante. Al final, las ideas que sustentaron la antipolítica y la desregulación terminaron siendo cuestionadas, pues el fin de la historia nunca llegó; el neoliberalismo (en el que se sustentaban las reformas), después de varias grandes crisis, retrocedió, y el Estado, ante la necesidad de rescatar el sistema, regresó. Es bueno aclarar, que aunque estas distorsiones y errores no se hayan dado de manera generalizada en toda la región, son una voz de alarma para los países que, como el nuestro, están buscando mejorar su sistema de justicia.
La paradoja entre justicia y política
Pero, ¿por qué los ministerios públicos independientes no han podido cumplir a cabalidad la misión para la cual fueron creados? El primer problema lo podemos relacionar con las presiones que reciben nuestros países para importar modelos institucionales que responden más a intereses extranjeros, que a nuestras propias necesidades políticas y judiciales. En segundo lugar, la administración de justicia no ha podido resolver la grave carencia presupuestaria que frena los planes de desarrollo, de equipamiento y de capacitación del personal, entre otros problemas.
El tercer problema reside en lo que he definido como la paradoja entre justicia y política, que consiste en que mientras la buena justicia debe ser ciega, la buena política ha de ser visionaria. Y resulta ser, que, por naturaleza, los ministerios públicos deben estar justo entre la justicia ciega y la política de Estado que necesita ver. La aplicación ciega de la ley, sin enmarcar las decisiones judiciales en un contexto amplio del Estado, puede llevar a que una conclusión justa termine siendo un obstáculo al desarrollo, a la gobernabilidad o a la propia justicia. Es por ello que la mejor justicia es aquella que va de la mano de una amplia visión del Estado y de una correcta estrategia nacional de desarrollo, estrategia que sólo puede ser definida y ejecutada desde la política. Por lo general, los fiscales independientes, dada su naturaleza apolítica, no forman parte de los equipos de planificación del Estado y tienden a sentir los planes generales como ajenos o como una imposición, por lo que terminan aplicando su propia agenda o la de sus patrocinadores. Entonces, permitir una justicia ciega con un ministerio público también ciego, haría que la acción penal se haga a tientas y en total oscuridad.
La lucha por el control de la democracia
Un cuarto factor es, que la democracia y sus instituciones (incluyendo el sector judicial) no operan en abstracto, alguien las controla. Y sólo hay cuatro fuerzas (o combinaciones de ellas) que, debido a su poder, pueden lograr ese control: a) la clase política, b) los empresarios, c) las potencias mundiales, y d) el bajo mundo. Hay otras fuerzas de menor impacto que también intentan controlar la democracia, como son la sociedad civil, ciertos organismos internacionales y regionales, los grupos de intereses y de presión y la prensa. Pero todas ellas dependen para su financiamiento y operación, o de los empresarios, o de potencias extranjeras o de los fondos del Estado.
Entonces, cuando los políticos salen de la ecuación y dejan el espacio, éste no se queda vacío, sino que es llenado por una de estas fuerzas o por sus representantes. Y si bien estas fuerzas son claves para el ejercicio del poder y para el desarrollo de un país, lo natural en la democracia es que su influencia en el Estado la ejerzan a través de los políticos. Visto así, apartar a los políticos del papel que les corresponde en la administración de justicia, sería una forma diferente de privatizar lo público, bajo el dominio de nuevos amos. Pero, de todas esas fuerzas, sólo los políticos tienen legitimidad democrática, pues están sometidos al escrutinio popular y sometidos al checks and balances de los diferentes poderes del Estado. Además, son los únicos cuyos errores o mal comportamiento pueden ser corregidos en las elecciones cuando el pueblo pasa factura. Del mismo modo, por su propia naturaleza, son los únicos que están en contacto permanente con la población y que por lo tanto pueden interpretar mejor sus aspiraciones y demandas.
La designación presidencial eficiente
En el debate actual en el país, se cree que un procurador es independiente cuando no es designado por el Presidente de la República o cuando no ha mediado la clase política en su designación. Y como en la actual Constitución el Presidente tiene la facultad de designar el procurador, se está planteando una reforma para quitarle al Presidente esa función y dársela a una combinación de jueces, académicos y sociedad civil, dejando fuera a los políticos del proceso.
Pero resulta ser que la idea de que la designación presidencial termina corrompiendo el sistema y haciéndolo deficiente, no se corresponde con las experiencias que el país ha transitado en otras áreas claves del Estado, como en el sector público financiero. Así, podemos ver, que el gobernador del Banco Central es designado por el Presidente, y eso no le ha impedido operar con independencia, lo que ha permitido una correcta gestión de la institución y más de 20 años de crecimiento y estabilidad económica en el país. Asimismo, el administrador del Banco de Reservas es también designado por el Presidente, y sin embargo, eso no ha sido un obstáculo para lograr convertirse en uno de los mejores bancos del país y de la región. Por lo que la designación presidencial, per se, no es la razón de la crisis de institucionalidad y del bajo rendimiento que se percibe en el ministerio público.
Política criminal y visión política
En el modelo actual, la posibilidad de combinar la legitimidad democrática del Presidente con la voluntad de designar personas respetables y con elevada solidez académica, junto al fortalecimiento de la escuela y al respeto de los funcionarios de carrera, está más cerca de lograr un ministerio público con eficiencia, honorabilidad, independencia y representatividad democrática, que cualquier otro modelo probado hasta hoy en nuestra región. Además, es la mejor receta para evitar que nuestra democracia caiga en manos de fuerzas que, aunque puedan tener buenas intenciones, no tienen legitimidad democrática y tienden a trabajar por sus intereses y no por los de las mayorías; y nos evitaría repetir las distorsiones y los errores que han vivido los países que han intentado “privatizar” la administración de justicia.
El que algún funcionario judicial designado haya excedido sus límites y manchado la investidura, no quiere decir que ese sea el comportamiento de la mayoría. Muchos de nuestros funcionarios judiciales más respetables han venido de la política y eso no les ha hecho variar ni su honorabilidad ni su apego al ideal de justicia. Intentar representar el interés público sin la mediación de autoridades electas, no sólo es una total incongruencia, sino también una afrenta a la democracia y a la propia definición de ministerio público. En un sistema presidencialista como el nuestro, quitarle al Poder Ejecutivo la facultad de planificar y ejecutar la política criminal, sería desnaturalizar y debilitar el sistema, lo que nos llevaría a un desastre institucional que ya ha fracasado en otros países de la región. De ser así, lo único que lograríamos sería una justicia independiente de políticos, pero no una independiente de otros grupos de poder. Finalmente, pretender que en nuestro país se imponga una política criminal sin visión política y al margen de los planes generales del Estado, sería lo mismo que dejar que un no vidente maneje el carro donde van como pasajeros el destino de nuestra democracia y de la nación.
La política de doble rasero
Sin embargo, lo más incongruente en este debate es que las propias potencias que presionan por los ministerios públicos independientes, no han instalado ese modelo judicial en sus propias naciones, exponiendo la tradicional política de doble rasero que consiste en: “haz lo que yo digo, pero no hagas lo que yo hago”. Pretender un ministerio público independiente, libre de toda influencia de poder, no es más que una ingenuidad del idealismo neoliberal, ajena a toda experiencia histórica, pero muy conveniente para las nuevas fuerzas que quieren controlar la acción penal y la administración de justicia.
Al final, todo este debate termina en una lucha por quién controla las instituciones democráticas del Estado, en este caso la administración de justicia, y quién, por lo tanto, tiene el poder y la capacidad de controlar el país. Entonces, si reformamos la Constitución para echar a un lado a los políticos, el sistema no se quedará en el vacío, y la democracia que surja será, o una dirigida por empresarios (plutocracia), o una dirigida por poderes extranjeros (vasallaje), o una dirigida por el bajo mundo (cleptocracia). Nos guste o no, con sus virtudes y sus defectos, sólo un Estado dirigido por políticos organizados en partidos y legítimamente elegidos por el pueblo, constituye una verdadera democracia. Lo demás, como se ha demostrado a lo largo de este trabajo, puede ser una trampa.