¿Qué puede esperar América Latina de las elecciones en EE.UU.?
Por Ociel Ali López
Las relaciones entre EE.UU. y América Latina se han caracterizado durante el siglo en curso por mayor independencia de esta última, en comparación con pasadas centurias.
Muchos gobiernos de izquierda han ascendido al poder político durante las últimas dos décadas, algo impensado en épocas anteriores y lo que ha permitido el ingreso a la región de grandes inversiones de países «adversarios» de EE.UU., como China. Esto también ha propiciado la creación de mecanismos multilaterales como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac), donde no participa Washington.
A estas alturas del siglo XXI, ya Latinoamérica no es el mismo «patio trasero» y es probable que la poca sensibilidad que se ha instalado tanto en demócratas como en republicanos sobre los principales problemas de la región permita, paradójicamente, una mayor maniobrabilidad autónoma, algo que podría proyectarse independientemente del ganador del 5 de noviembre.
Es probable que la poca sensibilidad que se ha instalado tanto en demócratas como en republicanos sobre los principales problemas de la región permita, paradójicamente, una mayor maniobrabilidad autónoma, algo que podría proyectarse independientemente del ganador del 5 de noviembre.
Sin embargo, no todos en América Latina tienen las mismas expectativas sobre lo que podría ocurrir en las presidenciales del próximo martes. Por un lado, los sectores conservadores anhelan una vuelta del trumpismo, mientras que parte de la izquierda teme su regreso, ya que el republicano se mostró muy agresivo durante su primera administración (2017-2021).
Además, los migrantes latinos (existentes y potenciales), así como los receptores de las consecuentes remesas, tienen sus propias perspectivas al respecto: pueden sentirse amenazados por la oferta electoral «antimigrantes» que ha blandido el expresidente Donald Trump.
La migración (o la única preocupación de Washington)
La creciente migración que llega a EE.UU., especialmente por tierra desde América Latina, se ha convertido en una de las principales preocupaciones del elector estadounidense. Este tema ha llegado al paroxismo durante la actual campaña electoral, que no ha repetido esquemas anteriores sobre enemigos externos como Cuba, Venezuela o el «auge del comunismo» en la región, sino que se ha concentrado en rechazar, denunciar o realizar propuestas sobre las formas de detener lo que consideran un flagelo, porque aseguran –sin pruebas que lo sustenten– que elimina fuentes de empleo y propicia altos niveles de inseguridad.
Aunque el enfoque de los demócratas y los republicanos no se separan tanto en cada una de sus gestiones, la amenaza de las «deportaciones masivas» de extranjeros sin papeles, las denuncias falsas sobre haitianos que «comen mascotas» y la supuesta «procedencia carcelaria» de algunos migrantes, hacen que Trump se convierta en una amenaza no solo para esa comunidad, sino para la porción de ciudadanos que recibe remesas en diferentes países de América Latina.
Ciertamente, cuando comenzó su campaña, todavía compitiendo contra el actual presidente Joe Biden, Trump trató de matizar su perspectiva sobre los migrantes, estableciendo diferencias entre los que se graduaban en universidades estadounidenses (a quienes les ofreció ciudadanía automática) y quienes entraban sin documentos por la frontera. No obstante, a pocos días del evento comicial, tanto él como su equipo han radicalizado su discurso contra los migrantes, con algunos matices en las últimas horas.
Puerto Rico, nuevo protagonista
Trump plantea una dificultad: la incertidumbre para comprender qué podría suceder si resulta ganador. La cuestión se puso de manifiesto en su último acto en el Times Square Garden, donde el candidato entró al evento escuchando reguetón puertorriqueño, pero, minutos antes, el comediante Tony Hinchcliffe no solo se burló de los migrantes, sino que se mofó de Puerto Rico y llamó a ese territorio «isla de basura».
Aunque el comando de campaña se distanció de lo que dijo Hinchcliffe, Trump no se ha disculpado. De hecho, solo se atrevió a prometerle a los latinos una vida futura llena de bienestar y a decir que el acto del Madison fue un «festival de amor». Esas contradicciones, inherentes al trumpismo, parecen ser el sino de una política signada por su efusividad ideológica pero, a la vez, por un pragmatismo que le permite contener visiones antagónicas.
Pareciera que, si gana la actual vicepresidenta Kamala Harris, no habrá muchos cambios en la política de EE.UU. hacia América Latina. Si bien Biden cortejó a la región al organizar, en noviembre de 2023, la Alianza para la Prosperidad Económica de las Américas y la propia Harris, en 2021, protagonizó la estrategia de «causas profundas», con el propósito de ofrecer una gran inversión en los países del llamado Triángulo Norte (El Salvador, Honduras y Guatemala) para frenar la migración, dichas políticas no han tenido mucho impacto en la región y tampoco han sido promocionadas en la presente campaña, lo que parece indicar que no serán privilegiadas durante una hipotética nueva gestión demócrata.
Sí habría que reconocer que la actual administración demócrata relajó las sanciones contra Venezuela, aunque luego revirtió parcialmente su decisión, y apoyó el triunfo del actual presidente Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil cuando el expresidente Jair Bolsonaro se negaba a aceptar el resultado electoral, algo similar a lo que ocurrió con la toma de posesión de Bernardo Arévalo en Guatemala, cuyo ascenso había sido bloqueado por sectores enquistados en el poder.
Lo que más inquieta a estos sectores ‘progres’ de la propuesta de Trump es la imprevisibilidad de sus acciones, que pueden pasar a ser muy ofensivas contra la región, así como una radicalización de los esquemas de sanciones, siempre agenciados por los halcones del partido republicano.
Por lo tanto, resulta lógico que el «progresismo latinoamericano» sienta cierta tranquilidad ante un posible triunfo demócrata aunque, más que solidaridad, las gestiones de ese partido se limiten a una «normalización pasiva» de las relaciones. Esa inercia contrasta con los «sobresaltos agresivos» que podría traer una nueva gestión de Trump.
Lo que más inquieta a estos sectores ‘progres’ de la propuesta de Trump es la imprevisibilidad de sus acciones, que pueden pasar a ser muy ofensivas contra la región, así como una radicalización de los esquemas de sanciones, siempre agenciados por los halcones del partido republicano.
Recordemos que, durante su gestión, Trump estableció fuertes alianzas con sectores de extrema derecha en Latinoamérica, como el bolsonarismo, y luego ha elogiado al presidente argentino, Javier Milei. Además, fue implacable con Venezuela y Cuba, al punto de sugerir la posibilidad de invadir el primero.
Bajo su administración también se consolidó el Grupo de Lima, que conllevó un posicionamiento conservador en toda la región. Hasta ahora, sus propuestas de campaña se han basado en plantear la necesidad de abrir una trinchera o muro hacia América Latina, a la que ve fundamentalmente como productora de flagelos.
Importantes sectores conservadores del subcontinente esperan con ansias la vuelta de Trump porque eso les permitiría enfilarse hacia la toma del poder político en lugares donde las fuerzas izquierdistas se lo han arrebatado. El bolsonarismo brasileño, el uribismo colombiano, la derecha chilena y, en resumen, casi toda la derecha latinoamericana, desean volver a una era republicana en EE.UU. que les permita actuar con mayor comodidad y disolver el actual «ciclo progresista».
Una de las principales obsesiones de Trump se ubica en la frontera sur, en el límite con el gobierno izquierdista de la presidenta de México, Claudia Sheinbaum.
En 2025, el acuerdo de libre comercio entre México, EE.UU. y Canadá (T-MEC) debe renegociarse y es muy posible que el expresidente quiera apretar duro el brazo tanto en materia económica, debido a su enfoque proteccionista, como en temas migratorios.
Con respecto al cambio climático, la diferencia es más evidente entre Harris y Trump. Este último reniega del propio concepto, lo que tendría especial peso para agrietar las relaciones, sobre todo con Colombia y Brasil, que son francos defensores, mientras que Harris podría convertirse en aliada de estos, así sea de forma declarativa.
De diferente manera le podría ocurrir al presidente de El Salvador, Nayib Bukele, quien se acercó bastante a Trump y que, una vez ascendió Biden, comenzó a confrontar a este con fuerza.
Parte de los gobiernos más moderados o progresistas tendrían esperanzas, aunque tímidas, de que el triunfo de Harris permita que se desmonten o al menos se relajen algunos de los esquemas de sanciones; que haya una relación más igualitaria con América Latina; que no se cuestione la voluntad popular cuando las naciones eligen un gobernante de izquierda; o que sencillamente continúe este «desinterés mutuo» que permite abrir las inversiones hacia otros países, fortalecer otros mecanismos de integración y, a fin de cuentas, tener mayor libertad de acción que las que permitiría el gobierno Trump, quien por lo general sabe rodearse de funcionarios con una historia guerrerista contra Latinoamérica.
Mientras tanto, la derecha, tanto la moderada como radical, más bien espera lo contrario: el triunfo de Trump para alinearse en torno a propuestas que les permitan barrer del mapa a las tendencias izquierdistas que se han posicionado los últimos años.