Almoina: el estilo como trampa

Por Daniel Beltré López

José Almoina, político y escritor español, republicano, obligado al exilio por la guerra civil española, llegó al Caribe en 1939. Militó en el PSOE y por una paradoja del destino servirá como secretario de Rafael Leónidas Trujillo y como preceptor de su hijo Ramfis.

Los siete años de su exilio
en Santo Domingo fueron bendecidos por María Martínez, mujer del tirano. La acompañó en su delirio por mostrar una cultura que jamás tuvo, al punto de escribir varios artículos para la prensa calzados con la firma de su protectora. El colmo llegó con el extreno de una obra teatral que potenciará la hipocresía de cierta intelectualidad nacional: “Falsa amistad”. La comidilla daba cuenta del fraude. Almoina, había escrito la obra.

Almoina, sale del país en 1946 pretextando problemas de salud. Un año después lo hará su familia. Para entonces había publicado la más conceptuosa y repugnante loa a al tirano: “Yo fui secretario de Trujillo”. Ante sus ojos, se trataba, en síntesis, de un digno ejemplo de gobernante, Ramfis era un genio y la mujer un verdadero prodigio de la cultura nacional.

Inicia su segundo exilio en México donde publica entre otros títulos “Una satrapía en el Caribe” bajo el
seudónimo de Gregorio Bustamante. Es un compendio del horror de la dictadura. Todo se contrae a una negación, punto por punto, de cuanto había dicho en su libro “Yo fui secretario de Trujillo”.

La naturaleza testimonial de la obra, el rigor académico del lenguaje, el ritmo, el plan de trabajo, en fin, el estilo del autor, terminarán denunciándolo.

Detectarlo fue una simple tarea que acreditará la decisión del sátrapa: Almoina fue asesinado.

La investigación ordenada por la administración del presidente mexicano, López Mateos, daba cuenta de que una vez atropellado en un aparente accidente de circulación, dos esbirros de la policía de Batista, protegido por Trujillo tras el triunfo de la revolución cubana, lo habían acribillado a tiros. La orden del crimen partió de Santo Domingo.

El estilo en la escritura es la radiografía de la creación. Lenguaje, sintaxis y ritmo, entre otros recursos lingüísticos son elementos fundamentales a la hora de agotar tareas filológicas comprometidas con la identificación de la obra.

Así, será siempre posible, descubrir la autoría de un texto aún cuando sea apartado el nombre del autor. No es grande el esfuerzo que media a la hora de identificar la obra, sea, por ejemplo, de Fuentes, Gallegos, Bosch, Brayce Echenique, Rulfo, Bioy Casares, García Márquez o Sábato, por citar algunos referentes de la literatura latinoamericana. Lo mismo si se tratare de un poema de Neruda, Miguel Hernández, Mir, Vallejo o Idea Vilariño. Es igual en ocasión de estudiar el discurso plástico; a veces bastará un encuentro frontal con la obra: así ocurre con Botero, Guayasamín, Van Gogh, Picasso, Rembrand, Wilfredo Lam, Antonio Toribio o Ramón Oviedo.

El estilo permite, igual, identificar a los que se ocultan en seudónimos o en textos apócrifos como hubo de ocurrir con Almoina, narrador exquisito, dueño de una prosa impecable, también de un estilo inconfundible.

Pero no todo es creación, no siempre el autor logra acercarse a los recursos que ayudan a construir una prosa impecable. Es el caso de un par de textos con los que se ha pretendido imputarme —a pesar de no ser yo candidato a nada—, improbables comportamientos en las tareas demandadas en el desempeño de mi militancia.

No me ocuparía del tema a no ser porque el que firma no es el que escribe. El que escribe es un compañero con funciones arbitrales; pero, no estaría mal que ingrese frontalmente al debate. Sus aportes seguro tributarán en la construcción de espacios orgánicos de mayor calidad. En cambio, el que firma, es un compañero manso, inofensivo, cuyo trabajo político quisiera destacar, pero resulta, que no tiene asiento en los organismos del Partido, por tanto, no vota.

He vuelto a leer algunas cosas que me ponen en contacto con el estilo del autor de los textos. Veo que no ha podido liberarse de vicisitudes referidas básicamente al lenguaje, a la estructura de su prosa. Es eso lo que ahora lo delata.

Si no estuviera animado como lo estoy, por un profundo espíritu fraterno que me mueve a la unidad y al trabajo, a la protección del compañerismo sin poses y sin miedos, emplazaría al escribidor a debatir los temas de los que habla, pudiendo abrir los libros si quisiese. Pero prefiero invitarlo a defender los grandes desafíos del momento, apartándose de descalificaciones, injurias y soflamas, porque la hora solo es propicia para que prendan las flores.

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