Ante la hostilidad del gobierno del presidente Trump de los Estados Unidos, América Latina y el Caribe gira hacia la integración.

Por Juan Carlos Espinal.

La izquierda política latinoamericana vuelve a ganar terreno en la región caribeña. Aunque no deberíamos establecer que existe una identificación ideológica entre los gobiernos Progresistas-, más allá de la sensibilidad social-, sí que hay retos comunes que toda la comunidad de Estados caribeños deben abordar: el fortalecimiento de las instituciones democráticas, los avances en la sociedad del bienestar y la integración regional.

Sur América está gobernado por las izquierdas con las excepciones de Argentina, Ecuador y Perú.

En los pasillos de la Casa Blanca de Washington se dice, con razón, que subestimar las múltiples realidades geopolíticas de ese enorme subcontinente pudiese revertir la agenda política del Comando Sur en el Hemisferio.

También los diplomáticos estadounidenses dicen-, y no es menos cierto-, que la izquierda politica latinoamericana no es la misma en cada región, fundamentando sus argumentos sobre la base de que cada líder político es diferente.

De hecho, no conviene olvidar que algunas victorias recientes corresponden a movimientos sociales incorporados a la política electoral gestados en el contexto de conflictos propios (el Chile de Boric, el México de López Obrador, el Perú de Pedro Castillo o la Colombia de Gustavo Petro), y que casi ninguno de los partidos políticos de la democracia popular que dan sustento a esas victorias electorales corresponde a ninguna organización internacional reconocida que los aglutine.

No cabe por tanto atribuir a la izquierda gobernante en América Latina una convergencia ideológica, excepto, claro está, la de corresponder a una misma sensibilidad social o a la misma idea progresista en defensa de los desfavorecidos, representando a lo que llamamos clases populares.

Pero es difícil comparar el peronismo argentino con la izquierda peruana surgida de una crisis institucional extraordinaria, por ejemplo.

Cuesta poner en el mismo plano las prioridades de gobierno de Luis Arce en Bolivia y el proyecto de Lula para un Brasil muchísimo más avanzado en su estructura económica, científica o industrial.

No conviene olvidar que algunas victorias electorales recientes corresponden a movimientos sociales gestados en el contexto de conflictos propios.

Por otra parte, los apoyos parlamentarios también son muy diferentes y las dificultades de obtener mayorías de gobierno sólidas y estables acompañan a casi todos ellos.

En definitiva, la mayoría de la clase gobernante latinoamericana y caribeña hará lo que dentro de la realidad geopolítica de su país pueda y desarrollará proyectos nacionales o no, en función de las necesidades propias de cada uno de sus respectivos países.

No obstante, hay retos comunes a toda América Latina y el Caribe que condicionan y orientan la acción de los gobiernos de la izquierda política, cargada de una cierta responsabilidad histórica por las enormes expectativas y esperanzas que generaron sus contundentes victorias electorales.

No olvidemos a este respecto que la mayoría de ellas fueron victorias contra los gobiernos neoliberales anteriores, recogiendo malestares sociales muy notables y descontentos políticos muy serios.

El primero tiene que ver con el fortalecimiento de sus instituciones democráticas. No es un secreto para nadie, ni creemos que ofenda decir que las democracia representativa latinoamericana es-, constitucionalmente hablando-, muy frágil y que los ataques autocráticos que todas las democracias de la región están sufriendo, son más peligrosos y pueden hacer más daño en aquellos países en los que como República Dominicana, San Salvador o en Haití, las instituciones y la cultura democrática son más vulnerables.

Es extraordinario el avance y la consolidación de la democracia participativa con gobiernos populares en toda la América Latina de finales del siglo XX.

La superación del golpismo militar, la pacificación de las insurgencias armadas revolucionarias y la generalización de los procesos electorales participativos, como la única forma de decisión política que sus pueblos asentaron.

Los sistemas políticos latinoamericanos fortalecieron la democracia y el Estado de Derecho.

En los últimos años, sin embargo, hay signos muy preocupantes de deterioro en el funcionamiento institucional, en gran parte debido a la reaparición de los problemas sociales de la desigualdad fondomonetarista que atraviesa todo el Hemisferio.

Efectivamente, durante los primeros años del siglo XXI, dos caminos paralelos ayudaron a cerrar el círculo virtuoso: las democracias estables y el crecimiento económico forjaron la transformación social, política y económica más potente en muchos años.

Los incrementos notables de la renta per cápita, el crecimiento demográfico y las nuevas tecnologías alumbraron nuevas clases medias, un extraordinario aumento de la población universitaria, una nueva economía digital, una gran concentración urbana y otros muchos fenómenos sociales ligados a los anteriores.

Lo que vino después, con la caída del precio de las materias primas, la recesión económica de Europa y Estados Unidos (entre 2008 y 2014) y, más tarde, con la pandemia, ya lo sabemos.

Estados demasiado débiles no pudieron atender las demandas sociales de una población más exigente que nunca y que paralelamente se fue haciendo descreída y decepcionada, retirando su confianza a los partidos políticos e instituciones.

La democracia participativa resultó injustamente golpeada por ese desafecto, algo que siempre ocurre cuando a la democracia se le exige resolver los problemas que solo pueden ser abordados por políticas públicas concretas, no por las reglas mismas de la política.

Hoy en dia América Latina y el Caribe presenta rasgos muy preocupantes respecto a la confianza social en las instituciones.

En República Dominicana, los partidos tradicionales(PRD, PRSC y PLD han sido barridos o sustituidos por nuevas fuerzas políticas, lo que a su vez ha provocado una fragmentación social que complica la estabilidad del gobierno del presidente Luis Abinader del PRM.

En esta mega-crisis, surgen nuevos líderes, demasiadas veces populistas y con evidentes riesgos autocráticos.

En el caso Dominicano, la polarización entre la derecha económica gobernante y la derecha política opositora sustituye las opciones emergentes más centradas políticamente.

Cabe señalar que éste diagnóstico sociopolítico, en mi opinión, es la primera urgencia política del voto indeciso para tratar de reconstruir y fortalecer la cultura política que da forma y articula la democracia: el constitucionalismo; el Estado de Derecho; el respeto a la separación de poderes, una justicia independiente y garantista; elecciones libres, transparentes e iguales; partidos políticos participativos; sistemas de representación legítima y, por supuesto, respeto por los Derechos Humanos.

Nada de todo esto es nuevo, pero la quiebra institucional qué en la actualidad desemboca en ausentismo necesita de esos parámetros que aún cuando no son gestos reales advertimos qué las tentaciones totalitarias abundan por doquier.

La democracia participativa, como fin último de la izquierda política latinoamericana y caribeña debe convertirse en el principal bastión del Estado de Derecho.

Debe hacerlo porque siguen demasiado presente el neoliberalismo como forma de gobierno y porque las actuales experiencias de República Dominicana, Panamá, Paraguay, Costa Rica y San Salvador lastran injustamente a otros partidos en otros países.

La democracia representativa no es sino que un medio de las oligarquías para hacer luego la contra revolución, porque la concepción instrumental de la política hostil del Departamento de Estado de los Estados Unidos en el Caribe oculta la tiranía y el totalitarismo.

La democracia popular es un fin estratégico, es un marco referencia, porque nada es posible fuera de ella y en ella todo cabe, también el socialismo.

Por eso, socialismo es libertad antes que nada, o dicho de otro modo, la construcción de sociedades más justas e iguales no puede hacerse sin libertad económica.

¿Que implica éste giro hacia la izquierda política?

Para tratar de ser coherente deberiamos aproximarnos a las realidades nacionales.

República Dominicana, por ejemplo, necesita reconstruir su sistema constitucional después del fraude electoral del 2019, la suspensión de las elecciones municipales del 2020 y de la necesidad imperiosa de adoptar el marco constitucional de 2010 que en 2028 supone un nuevo pacto social.

República Dominicana tiene que restaurar las grietas de una sociedad dividida y todavía traumatizada por la profunda desigualdad.

El Congreso Nacional tiene que fortalecer a un Poder Ejecutivo excesivamente sometido al fuego cruzado de un Poder Judicial politizado.

La Constitución Dominicana adolece de una suficiente regulación del valor de la igualdad.

El marco de su cultura política corresponde a lo que se ha dado en llamar neo populismo de regulación de daños, donde el Estado-Nación no ha llegado a materializar el principio del Progreso.

En realidad, La democracia representativa 1966-2024 es un fin político.

Debemos continuar mejorando la reputación del actual sistema electoral, siguiendo las recomendaciones de las misiones internacionales de observación.

En materia electoral deberíamos hacer más independiente al Poder Judicial.

Porque el combate a la corrupción es urgente.

Es preciso incorporar la transparencia en la gestión pública y fortalecer la independencia de los medios de comunicación.

También será necesario dotar de una auditoría pública suficiente al padrón electoral de los partidos políticos más representativos.

Porque no habrá democracia sin seguridad social. Sin seguridad social de calidad la democracia representativa 1966-2024 se verá asimismo afectada, especialmente se verá atacada por la devaluación.

La seguridad social es condición previa a la libertad económica.

La demanda de seguridad social en América Latina y el Caribe es universal porque los índices de violencia económica y de ataques políticos a la integridad son insoportables.

Por otro lado, la ola de violencia compleja que afecta a la región concentra el 40% de los homicidios del mundo entero, siendo solo el 9% de la población mundial. De las 50 ciudades más violentas del mundo, 43 son latinoamericanas.

Varios líderes de la derecha política Dominicana ganaron elecciones con promesas de lucha “sin cuartel” contra la violencia y aunque sus promesas quedaron solo en eso, en promesas, esa postura política es percibida como la más eficaz en la lucha por la seguridad.

La izquierda política latinoamericana y caribeña no puede perder esta batalla. La política de seguridad es primordial y su apuesta por el progreso con desarrollo debe ser más eficaz.

Pero, más allá de medidas puntuales, en cada caso diferentes, la izquierda política latinoamericana debería liderar un discurso reivindicativo, apreciativo de la democracia y de sus principios constitucionales. Una cultura de la responsabilidad ciudadana como base de virtudes cívicas que consolide nuevos espacios de participación hacen más fuertes las sociedades democráticas.

En esa línea, reafirmar la laicidad frente a las intromisiones religiosas en algunos discursos políticos, es imprescindible.

Es preciso evitar el utilitarismo electoral de las iglesias y reiterar la aconfesionalidad de sus gobiernos, instituciones y de sus políticas públicas. La laicidad no implica negar el hecho religioso, ni a las iglesias o las religiones, pero exige someter las políticas y la moral pública a la soberanía popular y solo a ella.

Por último, las democracias latinoamericanas tienen tareas pendientes muy específicas propias de su idiosincrasia autoritaria, especialmente las relacionadas con la diversidad sociocultural.

La moral cívica y sus leyes adjetivas deben dar un salto en clave de igualdad. Igualdad de sexos, de razas, de personas singulares por su origen.

Igualdad de derechos y políticas de fomento y de combate a las múltiples discriminaciones de muchas sociedades atrasadas en estas materias.

El reto principal consiste en avanzar hacia la sociedad del bienestar.

El difícil y a la vez necesario edificio de las prestaciones públicas tiene una base incuestionable: la fiscalidad. Universalizar una educación y una sanidad de calidad con ingresos fiscales inferiores al 20% del PIB no es posible. Tampoco lo es sostener un sistema de pensiones de vejez, enfermedad y desempleo con el 50% de la economía sumergida. Ya hemos descrito tres de los pilares del Estado del bienestar, pero si queremos añadir un cuarto pilar éste lo compondrían los servicios sociales, la lucha contra la pobreza y la exclusión, y la atención a la población de mayor dependencia.

Para ello, la oposición política dominicana debería contemplar ingresos fiscales, incluyendo la Seguridad Social, cercanos al 40% del PIB, cifra promedio de sus ingresos fiscales.

La verdadera revolución social pendiente en América Latina es ciudadana.

Es la que hizo América Latina y el Caribe en la segunda mitad del siglo XX y que tiene como base una economía competitiva capaz de generar pleno empleo y los recursos suficientes (salarios e impuestos) para sostener el Estado social.

Porque para universalizar la educación y una sanidad pública de calidad con ingresos fiscales inferiores al 20% del PIB no es posible.

Por tanto, es preciso contemplar ingresos fiscales cercanos al 40%.

Mirando hacia el futuro de la economía popular de América Latina y el Caribe con perspectiva temporal, el gran problema es su pérdida de productividad. Desde 1970 hasta hoy el crecimiento anual promedio de la productividad ha sido del -0,37%.

Son muchas las razones que explican este estancamiento histórico. Una de ellas es que las estructuras productivas siguen basadas en la explotación de recursos naturales y pocos países han apostado por la exportación de bienes y servicios con alto valor agregado, como lo han hecho, por ejemplo, Costa Rica o Panamá, además de México por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC) y Brasil por su propio desarrollo económico.

La izquierda política debería liderar ese gran cambio de modelo productivo y rechazar la tentación de subestimar los mercados externos y centrar su estrategia de crecimiento “hacia dentro” con políticas proteccionistas.

Es difícil para la derecha política gobernante del PRM practicar políticas económicas dirigidas a fortalecer y modernizar el sector productivo del país mediante inversiones en el capital humano y físico del Estado, pero a la postre son las que aseguran la mejora constante de la productividad del país, lo hacen crecer económicamente y aumentan la renta per cápita. Esa base económica es la que permite crecer en el número de trabajadores formales, en sus cotizaciones y en su consumo. Esa es la base del ingreso fiscal para que el Ministerio de Hacienda alcance a ser eficiente aumentando progresivamente la recaudación pública que permite luego una redistribución progresiva hacia los más desfavorecidos.

Incrementar en un punto cada año la recaudación fiscal podría sitúar ese importante objetivo en el margen de lo posible.

Para el gobierno del presidente Abinader no será fácil porque para que una Reforma Fiscal Integral pueda ser realizable la fiscalidad debería mejorar la formalidad de la economía para mejores resultados en la recaudación.

La mala costumbre de sacar el dinero del país está demasiado extendida en ciertas élites económicas. Por eso, mejorar la cultura de la responsabilidad fiscal también es una tarea importante en este camino.

La política social, la redistribución de los ingresos fiscales, es el corolario de la recaudación. En los gobiernos de los ex presidentes Leonel Fernández y Danilo Medina hubo experiencias de éxito, al volcar los recursos públicos en políticas asistenciales que eran justas.

Nos referimos a esas políticas públicas que redujeron sensiblemente los índices de pobreza y desigualdad en la primera década de este siglo. Sin embargo, aunque no cambiaron el sistema productivo ni el patrón de crecimiento primario- exportador ni hubo reformas fiscales de calado se redujo la pobreza.

La redistribución no debe ser el único objetivo de la política. La fijación de salarios mínimos dignos y la intervención en mercados de bienes básicos para la población –transporte, vivienda, energía– es política pre-distributiva absolutamente necesaria en la mayoría de los países latinoamericanos.

Desgraciadamente, las legislaturas son muy cortas para abordar objetivos estratégicos, pero lo que determinará el éxito político de la democracia participativa en América Latina será el abordaje valiente de los problemas estructurales en su economía productiva. Junto a ello, la cultura fiscal, basada en la contraprestación pública de servicios y en la ejemplaridad de los dirigentes, ayudarán a combatir el más estructural de sus problemas: la desigualdad.

Volver a la integración de la oposición política dominicana, integrar a la izquierda, al voto independiente de clase media, a la sociedad civil organizada comprometida, debe ser parte del abordaje futuro.

La convergencia de los partidos políticos opositores no garantiza una coalición electoral exitosa, como lo prueba que en muchas ocasiones las propuestas integradoras han estado cargadas de prejuicios y eso es precisamente lo que hasta ahora las ha frustrado.

Si todo eso es verdad, entonces, ¿por qué atribuimos a este momento histórico concreto y a esta nueva oportunidad, el sentido común histórico de hacer lo que no hicieron nuestros antecesores?

Es precisamente la constatación de la desintegración regional existente lo que nos mueve a pensar que habrá movimientos en esa dirección.

Por ejemplo, Leonel Fernández y Danilo Medina pueden llevar al país a integrarse en la Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe (CELAC) pensando que en 2028 puede haber en República Dominicana una cumbre CELAC.

Es difícil imaginar esa cumbre sin Cuba, Nicaragua o Venezuela y sería incomprensible para nosotros despreciar esa oportunidad.

Con ese objetivo, bueno sería recuperar el DR CAFTA con Estados Unidos aunque sea renegociando sus contenidos.

Porque también el giro político hacia los BRICS es necesario, porque es el proyecto económico multipolar más grande y más importante de los que en la región se han firmado hasta el momento.

Cabe pensar en la revitalización interna de República Dominicana en el marco de esa negociación. Debemos entendernos con los gobiernos de la América Latina y el Caribe progresista porque ese es un mercado interior clave para todos los países. La integración regional es una condición necesaria para aumentar la ínfima cifra de comercio intrarregional en el Caribe y esas son oportunidades que pierden todos los países de la región. América Latina tiene un comercio intrarregional del 15%, frente a Europa o Asia, donde los indicadores llegan al 60% y al 68%, respectivamente.

De manera que la convergencia politico- ideológica de los gobiernos debería garantizar una convergencia regional.

República Dominicana y Haití deberán superar la brecha entre los dos países dando un impulso a la cooperación regional en sus fronteras, con una importante inmigracion humana que afecta a millones de personas que cruzan a pies los dos países.

La colaboración haitiana en las futuras negociaciones de paz creará un nuevo clima de colaboración.

En el mismo plano de la colaboración entre ambos países se sitúan las grandes inversiones en las infraestructuras físicas (carreteras, puertos, aeropuertos, energía) y en las tecnológicas (interconectividad, reparto satelital, regulación digital, fomento de la economía digital), sin olvidar el campo de la investigación y de la formación universitaria, donde ya se coopera al margen de los impulsos oficiales. Los avances en esas materias son imposibles sin acuerdos supranacionales y sin organizaciones potentes en el ámbito transfronterizo.

Pero la integración latinoamericana y caribeña solo avanzara si se ponen sobre la mesa los intereses nacionales exentos de viejas mitologías pseudo nacionalistas.

No se trata de especular sino de construir una paulatina unión supranacional, empezando por lo más básico: un mercado cada vez más armonizado y una superación de las viejas fronteras nacionales a los ciudadanos, bienes, mercancías y servicios. No se trata de envolverse en la banderas nacionales ya periclitadas ante un mundo cada vez más global, sino de reivindicar la integración como factor de crecimiento y de progreso.

La izquierda política latinoamericana y caribeña debería liderar un discurso valiente e innovador en favor de la integración que permitiera a sus países ofrecer atractivos mercados para la inversión, por la escala gigantesca que ofrece una América Latina integrada.

Lo que se requiere es una oposición política que construya un mercado común, amplíe acuerdos comerciales y de inversión con el mundo y armonice su legislación en favor de los ciudadanos para avanzar hacia una idea de progreso en el siglo XXI.

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