Arismendy Díaz Santana: la elegancia de culpar al médico y absolver el diseño

Por Roberto Lafontaine

La escena fue el marco perfecto: la inauguración del edificio clínico-quirúrgico de la Ciudad Sanitaria Dr. Luis Eduardo Aybar. En ese contexto reapareció una tesis conocida: la calidad y la satisfacción dependen “muchísimo más” de la dedicación y el desempeño del médico que de la infraestructura o del modelo. No lo dice cualquiera: lo plantea Arismendy Díaz Santana, voz fundacional del Seguro Familiar de Salud (SFS). Cuando él habla, no opina: marca doctrina.
La tesis seduce porque suena a sentido común. ¿Quién podría estar contra la ética profesional, el buen trato y la puntualidad? Nadie. Pero el truco está en lo que no se dice: si el problema es la conciencia del médico, el diseño del sistema queda absuelto. Ese diseño no es neutro: proviene de un marco doctrinal que reorganizó los sistemas públicos como mercados regulados de servicios.

En un hospital que factura paquetes a la seguridad social —ruta insinuada para el nuevo Aybar— la experiencia del paciente no la define el humanismo de un clínico heroico, sino el techo del contrato: códigos, autorizaciones, topes y exclusiones. Se puede aplaudir la dedicación y, aun así, terminar con el mismo paciente en lista de espera, con recetas incompletas o con un gasto de bolsillo que duele más que el diagnóstico. En corto: la estructura mata el heroísmo.

El pluralismo estructurado redefinió lo público: ya no como garantía colectiva del derecho, sino como regulación de transacciones. El Estado compra; el hospital vende; el paciente “accede” a un paquete esencial que, en la práctica, funciona como techo y no como piso.

Llevemos esto a terreno. Cuando un hospital público depende de facturar casos, debe optimizar su case-mix, acelerar procedimientos codificables, minimizar tiempos no facturables y derivar lo que excede el paquete. El resultado puede ser un éxito financiero… acompañado de fracaso social: esperas, reprogramaciones, discontinuidad del cuidado y compras de bolsillo. Si además precarizamos al personal con contratos rotatorios y cargas absurdas, el sermón sobre “desempeño” termina sonando a ironía involuntaria.

Nadie niega la responsabilidad profesional. Claro que importa la actitud, la empatía y la calidad técnica del acto clínico. Pero el acto clínico no autoriza procedimientos, no levanta topes y no amplía coberturas. Un médico puede ser impecable y toparse con un “no autorizado” al otro lado del mostrador. La vocación no imprime códigos.

De ahí la coartada: desplazar el foco del diseño a la moral individual. Y, si los números no acompañan, aparece el remedio de moda: bonos por desempeño. Su promesa es simple: pagar extra a equipos que cumplen metas. ¿Funciona? En entornos públicos complejos, sus efectos son heterogéneos: ordenan procesos y tiempos, pero no garantizan mejor salud poblacional ni continuidad del cuidado si el contrato sigue recortando. Incentivos sí, pero alineados a fines públicos y blindados contra el cortoplacismo contable.

¿Qué tocar, entonces, si de verdad queremos que el Aybar inaugure derechos y no solo metros cuadrados?

Primero, transparencia contractual: ¿cómo se financiará el nuevo edificio? ¿Qué paquetes, qué tarifas, qué exclusiones, qué tiempos máximos de autorización? Publicar esa “letra chica” es más útil que cualquier campaña motivacional. Ahí se decide la guardia, la interconsulta y el quirófano reales.

Segundo, indicadores que midan sistema —no moral individual—: tiempo de espera real; tasa de denegaciones y reprogramaciones administrativas; gasto de bolsillo; resolutividad del primer nivel; eventos adversos y su abordaje. Evaluar equipos, no solo personas. Medir procesos, no solo actos.

Tercero, despaquetización progresiva de áreas críticas: onco-hematología, cardiovasculares, crónicas complejas y salud mental no caben en el molde del “caso promedio”. Pagan justos por pecadores cuando pretendemos forzarlas al DRG de manual. Un servicio público que se dice garante debe poder financiar trayectorias, no solo actos.

Cuarto, pago por trayectorias integradas: cambiar el paga por acto por pagos globales que abarquen diagnóstico, tratamiento y seguimiento. Menos contabilidad de momentos; más cuidado de procesos.

Quinto, gobernanza pública del desempeño con participación de usuarios y comunidades. El sistema no es una línea de producción: es un pacto social.

Sexto, condiciones de trabajo dignas: estabilidad, dotación suficiente, tiempos clínicos reales y formación continua. Sin eso, hablar de “desempeño” es pedir milagros de lunes a lunes.

Vuelvo al comienzo. La tesis de Arismendy brilla por su elegancia: enaltece la ética profesional mientras, discretamente, normaliza la arquitectura que recorta. Es música agradable para inauguraciones: sugiere que bastan actitudes para que todo funcione. Ojalá. Pero cuando un hospital público opera como empresa sanitaria y el derecho cabe en un paquete, el límite no es la mística, sino la caja. Motivar al médico es necesario. Exculpar al diseño, no. En salud, la contabilidad debe servir al derecho, no al revés.

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