Así está condenando a Occidente el triunfo del hemisferio izquierdo del cerebro: «Debemos resistirnos a la tiranía de lo explícito»

Por Daniel Arjona/Josetxu L. Piñero

Imagine que despierta en una habitación donde cada superficie es un espejo. Las paredes, el techo, el suelo. Al principio, la imagen es deslumbrante: un millar de reflejos de usted mismo, un millar de ángulos de la silla y la mesa. Pero pronto la angustia se impone. Intenta encontrar la puerta, pero sólo palpa un frío cristal. Busca una ventana que dé al mundo exterior, pero sólo encuentra su propio reflejo devolviéndole la mirada. Todo es una representación de sí mismo, brillante, nítida, analizable hasta el infinito, pero herméticamente cerrada. No hay nada más. No hay escapatoria.

Esta sala de los espejos es la metáfora más precisa de la civilización occidental contemporánea. Es el diagnóstico que el psiquiatra, neurocientífico, filósofo y crítico literario británico Iain McGilchrist (Stoke-on-Trent, 1953) lleva defendiendo desde hace más de una década, cuando publicó en inglés su monumental ensayo El maestro y su emisario. El libro, una obra de culto de un millar de páginas que tardó 20 años en gestar y revolucionó los estudios neurológicos, aterriza ahora en España (Capitán Swing) con un prólogo actualizado que advierte que, desde su publicación original en 2009, la tiranía que describe no ha hecho más que afianzarse. Por cierto, el torrencial autor ha proseguido expandiendo sus originalísimas tesis en una obra reciente, aún no traducida al español, para la que en esta ocasión ha necesitado dos volúmenes y más de 1.500 páginas: The Matter with Things (2021).

La tesis de McGilchrist es tan elegante como inquietante: la crisis de Occidente no es económica, política o social, sino una crisis de percepción. Hemos sido víctimas de un golpe de estado neurológico. El hemisferio izquierdo de nuestro cerebro, el emisario diseñado para ejecutar tareas concretas, ha usurpado el trono del hemisferio derecho, el maestro que percibe el mundo en su totalidad. El resultado es una civilización brillante en el cómo hacer, pero que ha olvidado el por qué; una cultura obsesionada con las partes que es incapaz de ver el todo.

Hablamos por videollamada con McGilchrist, un polímata que combina la erudición de un miembro del All Souls College de Oxford con la calidez de un médico humanista, con el fin de que nos guíe en la salida de este laberinto en el que nosotros mismos nos hemos quedado atrapados.

Para comprender la magnitud de la catástrofe, McGilchrist recurre a una parábola de Nietzsche: la historia de un sabio maestro espiritual que gobernaba un feudo próspero. A medida que su territorio crecía, necesitaba delegar, por lo que envió a su emisario más astuto a administrar las provincias lejanas. El problema surgió cuando el sirviente confundió su poder administrativo con la sabiduría del monarca. «El emisario, sabiendo menos que el maestro, creyó saberlo todo», evoca McGilchrist. «Pensó que él hacía el trabajo real, mientras el maestro se dedicaba a la contemplación inútil. Así que empezó a imitar al maestro, se volvió desdeñoso con él y acabó por usurpar su lugar. El feudo se convirtió en una tiranía y, finalmente, se desmoronó en ruinas».

Esta, sostiene, es la historia de nuestro cerebro y, por extensión, de nuestra civilización. El maestro es el hemisferio derecho. Su trabajo es comprender el mundo en su totalidad, en su contexto, en su presencia viva: percibe el todo antes que las partes. El emisario es el hemisferio izquierdo, un «sirviente fabuloso, pero un pésimo señor». Su función es tomar una pequeña parte de esa realidad que le entrega el maestro, enfocarla de manera precisa, dividirla en pedazos manejables, categorizarla y permitirnos actuar sobre ella. Es el hemisferio que nos permite agarrar (aprehender) el mundo.

McGilchrist se adelanta a la inevitable objeción: la idea de que esto suena al mito de la psicología pop del cerebro derecho creativo frente al cerebro izquierdo lógico. «Ese es el error fundamental que me propuse desmontar», puntualiza con paciencia. La diferencia no es qué hacen -ambos hemisferios están involucrados en casi todo, incluida la razón y el lenguaje- sino cómo lo hacen. «Tomemos el lenguaje. El hemisferio izquierdo maneja el vocabulario, la sintaxis, la denotación: es como un diccionario. Pero el derecho entiende la metáfora, la ironía, el humor, el contexto, el tono de voz… Todo lo que nos permite entender el significado real de lo que se dice».

El ejemplo que utiliza para ilustrarlo es el de un pájaro en una rama. El hemisferio izquierdo, con su atención estrecha y enfocada, ve un objeto. Lo clasifica: «Pájaro. Tipo: gorrión. Propósito: buscar semilla». Es un recurso, una abstracción descontextualizada. El hemisferio derecho, con su atención amplia y vigilante, percibe algo completamente distinto: «Ve ese pájaro en particular, en esa rama concreta, en ese momento único, como parte de un todo interconectado, vivo e irrepetible».

¿Cómo y por qué, en Occidente, el emisario se hizo con el poder? La segunda mitad de El maestro y su emisario es un monumental recorrido por la historia cultural de Occidente, que McGilchrist relee como un ecoa gran escala de esta lucha neurológica, un ciclo de oscilaciones entre la visión del maestro y la del emisario.

«La ciencia mecanicista, hija del hemisferio izquierdo, trató al mundo natural como una máquina que podemos desmontar y explotar»

Hubo un equilibrio inicial en el mundo antiguo. McGilchrist sitúa en la Grecia presocrática una visión del mundo dominada por el hemisferio derecho: un cosmos entendido como un todo vivo, interconectado y fluido, encarnado en el pensamiento de Heráclito. Sin embargo, el primer gran giro hacia el emisario llegaría con la Grecia clásica tardía, especialmente con Platón, y se consolidaría con el Imperio Romano. El mundo empezó a ser visto menos como un ser vivo y más como un mecanismo abstracto, un sistema de categorías fijas que podía ser ordenado y controlado. El emisario empezaba a construir su mapa.

El Renacimiento, explica McGilchrist, fue un «breve y glorioso retorno del maestro». Una explosión de la visión contextual, la metáfora, la encarnación y la interconexión de todas las cosas, visible en el arte de Leonardo o en la filosofía de Pico della Mirandola. Fue un momento en que la intuición y la imaginación trabajaron en armonía con la razón.

Pero el golpe de estado definitivo estaba por llegar. La Ilustración y la Revolución Científica, pese a sus innegables logros, consolidaron la usurpación. El método científico, en su versión más reduccionista, se convirtió en la única vía de conocimiento. «La ciencia mecanicista, hija del hemisferio izquierdo, trató al mundo natural como una máquina que podemos desmontar y explotar», argumenta McGilchrist. «No es un sistema vivo con el que estamos en una relación de interdependencia, sino un recurso». El mundo se desencantó, se aplanó y se convirtió en un conjunto de cosas inertes.

El Romanticismo, en su análisis, fue la última gran «rebelión del maestro»: una defensa desesperada de la intuición, la emoción y la totalidad frente a la «oscura fábrica satánica» de la industrialización. Pero fue una batalla perdida. El siglo XX, con su industrialización total, sus dos guerras mundiales, su burocratización de la vida y el auge de la computación, consagró la victoria absoluta del emisario. Hemos llegado a un punto, advierte el neurocientífico, en que «hemos confundido el mapa con el territorio. El hemisferio izquierdo se ha enamorado de su propio mapa y ha olvidado el mundo vivo que se suponía que representaba. Y ahora vivimos dentro de ese mapa».

El resultado de esta victoria histórica es la sala de los espejos. La crisis que define nuestro tiempo, insiste McGilchrist, no es política o económica en su raíz, sino «fundamentalmente una crisis de percepción».

«La burocracia es la apoteosis del hemisferio izquierdo, un sistema de reglas abstractas, explícitas y descontextualizadas aplicado sin tener en cuenta la realidad humana»

¿Dónde vemos hoy la huella de esta tiranía? Dondequiera que miremos, responde. La vemos «en la forma en que hemos reducido la educación a la superación de exámenes y la acumulación de datos, en lugar de al fomento de la sabiduría». La vemos en la medicina, «que trata al cuerpo como una máquina que debe ser reparada por piezas, en lugar de un organismo vivo y unificado». La vemos en la arquitectura, que ha reemplazado la forma viva con «cajas de hormigón funcionalistas».

Pero el síntoma más claro es la burocracia. «La burocracia es la apoteosis del hemisferio izquierdo», sentencia. «Es un sistema de reglas abstractas, explícitas y descontextualizadas, aplicado sin tener en cuenta la realidad humana». Es el mundo del emisario en estado puro: un sistema de representaciones que ha suplantado a la realidad.

Este modo de percepción tiene consecuencias catastróficas. El colapso ecológico, por ejemplo, es la «consecuencia lógica y directa» de esta visión. Es la prueba definitiva de que nuestro mapa mecanicista estaba equivocado; el territorio (el planeta vivo) se rebela contra nuestra abstracción.

Y llegamos a la inteligencia artificial. Si el mundo del emisario es una representación sin vida, la IA es su culminación, el emisario construyendo un dios a su propia imagen. «La IA es el emisario en su forma más pura», afirma McGilchrist. «Es un sistema de representación estadística sin ninguna presencia, sin experiencia vivida, sin cuerpo. Es la última y más peligrosa ilusión del emisario: confundir la simulación de la vida con la vida misma».

Pese a lo desolador del diagnóstico, McGilchrist rechaza el pesimismo. El maestro no ha muerto, simplemente ha sido silenciado. «Sigue ahí. El hemisferio derecho no puede ser silenciado por completo». El antídoto, por tanto, no es derrocar esta vez al emisario, sino reequilibrar la balanza.

Para ello, explica, debemos recuperar las cuatro vías principales hacia la verdad: «La ciencia, la razón, la intuición y la imaginación». La cultura occidental moderna ha divinizado las dos primeras (o, más bien, sus versiones estrechas del hemisferio izquierdo) y ha denigrado las dos segundas como infantiles o irrelevantes. «Esto es un error catastrófico», advierte. «Necesitamos las cuatro, y necesitamos que trabajen juntas, con la intuición y la imaginación guiando el camino».

Esta cacofonía cultural, esta guerra civil interna, encuentra su metáfora perfecta, como el propio McGilchrist describe en la conclusión de su libro, en la ópera Ariadna en Naxos de Richard Strauss. En ella, un mecenas caprichoso encarga dos espectáculos: una ópera seria y trágica sobre Ariadna, y, para aligerar la velada, una comedia bufa interpretada por máscaras de baja estofa. El joven compositor de la obra seria se horroriza ante la vulgaridad de la parodia, pero el ultraje definitivo llega cuando el mecenas, por falta de tiempo, exige que ambas obras se representen a la vez, entrelazando sus tramas.
El resultado, según el neurocientífico, es un «fárrago a veces conmovedor, a veces cómico y siempre incongruente». Es la viva imagen de nuestro mundo y del propio cerebro dividido. Y asegura que esta estructura conecta con la de El paraíso perdido de Milton: la historia de «la relación entre dos poderes desiguales» donde el poder inferior, «por ceguera y vanidad», rechaza la unión con el poder que lo sostiene, prefiriendo «un estado de enfrentamiento permanente». La consecuencia, inevitable, es la expulsión del paraíso.

¿Cuál es la prescripción para el individuo atrapado en la sala de los espejos? Reaprender a atender al mundo de la forma en que lo hace el hemisferio derecho. Escuchar música con atención plena, leer poesía, conectar con la naturaleza, trabajar con las manos, meditar… cualquier actividad que nos saque de la abstracción y nos devuelva a la experiencia vivida, al cuerpo y al momento presente.

«Debemos resistirnos a la tiranía de lo explícito», concluye. «No todo lo que importa puede ser medido, y no todo lo que puede ser medido, importa. El emisario es un sirviente fabuloso, pero un pésimo señor. Es hora de que vuelva a su puesto».

 

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