Contra el antifascismo inofensivo: Reconstruir la Europa popular

Por Carmen Parejo Rendón

El 25 de abril debería ser una fecha incómoda para las élites europeas. En 1974, los capitanes del Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA), junto a un pueblo movilizado, derrocaron en Portugal una de las dictaduras más longevas de Europa. Fue también la apertura de un proceso revolucionario que puso en cuestión el orden capitalista, desmanteló el colonialismo portugués en África y reivindicó un proyecto socialista.

Ese mismo día, pero en 1945, las fuerzas partisanas liberaban a las ciudades italianas del fascismo de Mussolini, en una insurrección armada que fue mucho más que una restauración republicana: fue una guerra popular contra la barbarie. Hoy, en gran parte del continente, estas fechas se conmemoran con ofrendas florales, declaraciones huecas y discursos institucionales que ensalzan los logros de una democracia liberal en crisis, mientras se recortan derechos, se criminaliza la disidencia y se prepara a las sociedades para nuevas guerras.

La memoria de la Europa que lucha ha sido mutilada, neutralizada y puesta al servicio del mismo orden que aquellos combatientes intentaron derribar. Hoy se criminaliza el recuerdo de la victoria soviética del 9 de mayo de 1945, prohibiendo incluso la participación oficial en actos conmemorativos en Rusia, como si el Ejército Rojo no hubiese tenido un papel decisivo en la derrota del nazismo para la liberación de todo el continente. Al mismo tiempo, se permite —y en algunos casos se estimula— la banalización del fascismo como en los países bálticos o en Ucrania, donde se rinde homenaje a figuras como Stepán Bandera, colaborador del nazismo y símbolo del nacionalismo ultraderechista ucraniano.

No se trata solo de ignorancia histórica: es una operación política para reescribir el pasado y vaciar de contenido la palabra «antifascismo». Dimitrov lo dijo con claridad: el fascismo es la dictadura abierta del capital. Y en una Europa atravesada por la guerra, la desigualdad y la represión creciente, ese escenario ya no es una advertencia lejana, sino una posibilidad concreta. En este contexto, recuperar el sentido revolucionario del 25 de abril no es solo un ejercicio de memoria, sino una necesidad urgente.

Hoy se criminaliza el recuerdo de la victoria soviética del 9 de mayo de 1945, prohibiendo incluso la participación oficial en actos conmemorativos en Rusia, como si el Ejército Rojo no hubiese tenido un papel decisivo en la derrota del nazismo para la liberación de todo el continente.

Europa atraviesa una fase de restauración autoritaria que no se presenta con camisas negras, sino con trajes institucionales, discursos tecnocráticos y banderas de la OTAN. En nombre de la seguridad, se aprueban leyes que restringen libertades civiles, criminalizan la protesta y construyen un enemigo interno permanente: migrantes, sindicalistas, jóvenes organizados.

Mientras tanto, se imponen reformas laborales regresivas, se privatizan servicios esenciales y se militarizan las fronteras. El capital, en su fase de crisis estructural, ya no necesita legitimidad democrática: le basta con estabilidad y obediencia. Y la Unión Europea, lejos de ser un dique de contención frente a estas derivas, es su principal promotora. El discurso belicista que inunda las instituciones comunitarias no busca defender valores ni pueblos, sino sostener una hegemonía occidental que se resquebraja ante el ascenso de un mundo multipolar. El ruido de guerra encubre el colapso de un modelo. Y en esa guerra, como siempre, los que ponen los muertos son los de abajo.

En este contexto de ofensiva reaccionaria, el antifascismo institucional se ha convertido en un recurso estético sin contenido transformador. Los gobiernos que colocan claveles en los monumentos son los mismos que blindan parlamentos contra sus pueblos, donde aplauden a líderes aupados por batallones neonazis como el presidente ucraniano, mientras persiguen a quienes se solidarizan con Palestina. Parlamentos que aprueban presupuestos para la guerra mientras imponen techos al gasto social.

El capital, en su fase de crisis estructural, ya no necesita legitimidad democrática: le basta con estabilidad y obediencia.

Bajo el pretexto de «defender la democracia», se criminaliza a la izquierda combativa y se encarcela a raperos, huelguistas y activistas.

El antifascismo se ha reducido a un consenso abstracto, útil para legitimar el orden existente y neutralizar toda crítica sistémica. Se condena el fascismo histórico mientras se pacta con sus herederos ideológicos y se implementan políticas que reproducen su lógica de exclusión, castigo y control. Es un antifascismo que no molesta al capital, que no cuestiona la OTAN, que no exige justicia social. Y, por lo tanto, no es antifascismo en absoluto. Necesitamos recuperar su raíz: una práctica viva de resistencia popular e internacionalista. Una práctica que no se limite a conmemorar el pasado, sino que se atreva a construir el futuro.

El antifascismo que derrotó a Mussolini y a Salazar fue una lucha popular, obrera y campesina, profundamente conectada con los proyectos de transformación social que nacieron en su seno. En Italia, las brigadas partisanas no soñaban con una República liberal, sino con una sociedad socialista. En Portugal, el proceso revolucionario abierto tras el 25 de abril impulsó nacionalizaciones, el control obrero de fábricas, la reforma agraria y el cuestionamiento del poder económico y del dominio colonial.

La Europa que conmemora esos días, pero criminaliza hoy las banderas rojas y encarcela la solidaridad, ha prostituido esa herencia. Por eso, recuperar el hilo histórico no es un gesto nostálgico: es una necesidad política. Significa volver a mirar a la clase trabajadora como sujeto de cambio. Frente a la amnesia deliberada de las instituciones, hace falta memoria viva que nos devuelva el sentido de lucha.

En una Europa donde la represión se normaliza, la guerra se justifica y la precariedad se perpetúa, no puede bastarnos con recordar, porque la memoria sin proyecto se está convirtiendo en coartada. Y el antifascismo sin contenido de clase es funcional al mismo sistema que dice combatir. Hoy, el capital necesita una izquierda dócil, nostálgica, capaz de indignarse ante el pasado pero inofensiva ante el presente.

Por eso, recuperar el 25 de abril no debe ser un gesto cultural, sino una urgencia política para todos los pueblos europeos. Una declaración de continuidad: de los partisanos a los jornaleros sin papeles, de los obreros de las fábricas autogestionadas en el Portugal de 1974 a las huellas de ‘riders’ y trabajadoras del hogar. La lucha contra el fascismo no terminó, y en el actual escenario, retomarla desde su base y sin manipulaciones históricas es una tarea de emergencia.
RT.

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