Crítica de la Cultura: una trinchera ético-semiótica ineludible

Por Fernando Buen Abad

Nuestra crítica de la cultura no es un lujo intelectual ni un pasatiempo estético: es una necesidad política, teórica y práctica. Entendida como el conjunto vivo de producciones simbólicas, materiales e ideológicas, la cultura es el terreno donde se despliegan las luchas de clases en su dimensión más sutil y a la vez más profunda.

Allí se deciden las batallas por el sentido, se definen las jerarquías de los valores, se instituye lo que puede ser considerado bello, legítimo, verdadero o deseable. Allí también se siembran los consensos que sostienen la explotación, la alienación y la desigualdad. Por eso, el análisis crítico de la cultura es una trinchera semióticaineludible: un espacio de combate teórico-práctico donde se libra la guerra por el signo y su potencia emancipadora.

No es casualidad que el poder dominante de las burguesías haya invertido históricamente tanto esfuerzo en regimentar las formas culturales. Su industria del entretenimiento, sus sistemas escolares, sus instituciones religiosas, sus medios masivos y hoy sus plataformas digitales conforman un dispositivo inmenso y polimorfo de administración simbólica. Allí se cuece la hegemonía en la que Gramsci puso tanto énfasis: al capitalismo no le basta con dominar las fábricas, hay que dominar las conciencias. Y ese dominio no se logra sólo con represión, sino con seducción, con hábitos, con imágenes, con palabras y canciones que se filtran hasta lo más cotidiano. Su cultura burguesa no es un simple “reflejo” de la economía; es la trama donde el capital asegura la naturalización de su orden.

La semiosis —ese proceso incesante de producción, circulación y transformación de sentido— es el nervio de la cultura. Comprenderla es comprender cómo se forman los imaginarios, cómo se organizan los lenguajes que nos dicen quiénes somos, cómo debemos desear, qué debemos temer, qué debemos callar. El capitalismo monopoliza la semiosis, la dirige hacia la fetichización de las mercancías, hacia la glorificación del consumo, hacia la despolitización de la vida cotidiana. No se trata sólo de vender productos, sino de vender mundos posibles clausurados en la lógica del mercado. El automóvil no es sólo un medio de transporte, es un mito de libertad individual; la moda no es sólo ropa, es un mandato de pertenencia; la publicidad no vende un jabón, vende una identidad. Esa es la maquinaria cultural de la mercancía, que coloniza la sensibilidad, el lenguaje y la memoria.

Pero la cultura no es un territorio completamente cerrado ni unívoco. En cada grieta de la semiosis oficial anida la posibilidad de disputa. La canción popular, la sátira, el grafiti, las lenguas indígenas, los rituales comunitarios, los gestos cotidianos de solidaridad y humor son también formas de cultura. Allí late un contrapoder semiótico que no puede ser borrado del todo. La crítica de la cultura debe ser capaz de detectar esas fuentes revolucionarias, potenciarlas, articularlas en proyectos emancipados y emancipadores. No basta con denunciar la manipulación cultural; hay que construir, con audacia creadora, una semiosis revolucionaria capaz de disputar el sentido a la maquinaria dominante.

Cuando hablamos de trinchera semiótica, no lo hacemos en un sentido meramente metafórico. Las trincheras son lugares donde se defiende la vida frente al ataque, donde se organiza la contraofensiva. La cultura es hoy un campo de batalla: la ultraderecha lo sabe y por eso habla de “batalla cultural”, porque ha comprendido que la guerra ideológica se libra con memes, con narrativas mediáticas, con algoritmos que seleccionan lo que vemos y pensamos. La crítica revolucionaria de la culturadebe asumir el desafío de entrar en esa batalla con rigor teórico, con estrategia comunicacional y con la fuerza de una praxis colectiva que no se conforme con resistir: que aspire a transformar radicalmente.

Marx nos propuso que la cultura no puede analizarse al margen de las condiciones materiales. Las formas culturales no flotan en el aire, responden a estructuras de producción, distribución y consumo. La semiosis no es ajena a la lucha de clases. La ideología dominante fabrica los relatos que hacen digerible la explotación. Pero la semiosis también puede ser un arma de emancipación, cuando el signo se arranca de su servidumbre mercantil y se pone al servicio de la lucha social, cuando la palabra se hace conciencia transformadora, cuando la imagen se hace denuncia, cuando el arte se hace pedagogía popular. Allí radica la potencia política de la cultura crítica.

Esta crítica no debe ser entendida como una mera actitud negativa o denunciatoria. Criticar es ordenar. Criticar, en el sentido más radical, lucha desde las bases, es desenmascarar, es poner en evidencia lo oculto, es analizar las condiciones de posibilidad de un fenómeno. Criticar la cultura implica, entonces, mostrar cómo opera la maquinaria de manipulación, pero también cómo puede subvertirse. Es detectar el plus-valor semiótico que el capital extrae de nuestras prácticas culturales —esa plusvalía simbólica que convierte la creatividad colectiva en negocio privado— para consolidar medios, modos y relaciones de producción de sentido realmente nacido del pueblo como patrimonio común.

Nuestra crítica de la cultura debe ser también una pedagogía. No basta con producir análisis lúcidos si estos no surgen de las bases en lucha. Necesitamos forjar un lenguaje críticoque sea comprensible, movilizador, capaz de parirse en la experiencia cotidiana. La trinchera semiótica se sostiene en las luchas de los pueblos, en la escucha de los símbolos necesarios, en la recreación de las narrativas de los pueblos que no quieren más la barbarie burguesa. Una crítica que se encierra en el elitismo académico pierde su filo transformador. Lo verdaderamente revolucionario es convertir la crítica de los pueblos en conciencia colectiva organizada.

No olvidemos que la cultura es memoria. La hegemonía burguesa se empeña en borrar, trivializar o mercantilizar las memorias de resistencia. La historia de los pueblos queda reducida a espectáculos, efemérides huecas o productos de museo. Nuestra crítica semiótica de la cultura tiene el deber de imbricarse con la memoria viva de las luchas, de empoderar a las generaciones actuales con el hilo rojo que une las rebeldías pasadas con las batallas presentes. Cada signo recuperado de la amnesia impuesta es un arma contra el olvido funcional al poder.

En esta trinchera, la teoría de la comunicación juega un papel decisivo. No se trata sólo de entender cómo circulan los mensajes, sino de comprender la lógica de dominación que organiza esas circulaciones. El monopolio mediático no es únicamente una concentración empresarial: es un dispositivo semiótico que filtra la realidad, que fabrica consensos, que impone un sentido único. La crítica cultural no puede prescindir de un análisis riguroso de estos dispositivos, pero tampoco puede limitarse a ellos: debe ir más allá, hacia la construcción de alternativas comunicacionales que respondan a los intereses del pueblo.

Nuestra crítica cultural como trinchera semiótica nos obliga a pensar también en el arte. ¿Qué es el arte bajo el capitalismo sino un campo atravesado por la contradicción entre mercantilización y emancipación? La obra convertida en mercancía pierde su potencia crítica, pero el arte como práctica social puede abrir horizontes de libertad. La música que acompaña las marchas, la poesía que nombra lo innombrable, el mural que transforma la calle en un grito, son ejemplos de cómo el arte puede ser parte de la trinchera. La crítica debe rescatar esa dimensión insurgente y oponerse al secuestro mercantil que lo degrada a espectáculo vacío.

Frente al cinismo posmoderno que declara la “muerte de los grandes relatos” y celebra el relativismo cultural, la crítica semiótica debe reafirmar que la lucha por el sentido no es opcional: es vital. No todo vale lo mismo; no toda narrativa es equivalente. La cultura crítica tiene que recuperar criterios de verdad, de justicia, de emancipación. Sin esos criterios, la trinchera se diluye en eclecticismo inofensivo. La lucha cultural necesita brújulas teóricas que permitan discernir entre lo que emancipa y lo que aliena.

Hoy, las tecnologías digitales han abierto un nuevo frente de batalla. La cultura de algoritmos y plataformas reconfigura la semiosis global. El capitalismo digital no solo controla la información, controla también los procesos de atención, de percepción, de memoria. El signo ya no circula libremente: es filtrado, jerarquizado, manipulado por sistemas invisibles. La crítica de la cultura no puede ignorar este fenómeno. La trinchera semióticadebe desplegarse también en el terreno digital, disputando el sentido en memes, videos, redes, pero sobre todo en la organización política de un uso popular y emancipador de la tecnología.

Nuestra crítica de la cultura es ineludible porque sin ella no hay revolución completa. No se trata únicamente de cambiar la estructura económica; se trata de revolucionar también las formas de sentir, de pensar, de imaginar. La emancipación no será posible mientras la semiosis siga colonizada por la lógica de la mercancía. Necesitamos, por tanto, una crítica que sea praxis, que organice, que cree nuevas instituciones culturales, nuevos espacios de producción simbólica donde florezca una cultura de lo común.

Nuestra crítica cultural, como trinchera semiótica, exige tres movimientos inseparables: el desenmascaramiento de las formas hegemónicas, la potenciación de las luchas en marcha y la creación de una nueva cultura realmente emancipadora. No basta con denunciar la cultura burguesa: hay que producir cultura socialista, humanista, comunitaria. No basta con resistir, hay que avanzar en la construcción de un nuevo orden simbólico. Y para ello, necesitamos convertir cada signo en campo de lucha, cada gesto en herramienta de transformación, cada palabra en semilla de futuro. Nuestra crítica de la cultura no es un suplemento de la política, es su corazón semiótico. En esa trinchera nos jugamos el sentido de la vida misma.

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