Cultura de la violencia: Alertas tempranas de una sociedad sobresaltada

LD. Actualmente la sociedad dominicana vive un am­biente que no es normal. Si hasta ha­ce algunas décadas se de­sarrollaba una cultura de no-violencia, que se ma­nifestaba por la hospitali­ dad, la buena vecindad y respeto a las personas ma­yores y adultos del domi­nicano, hoy crece sin freno una cultura de violencia. Solo basta ver cualquier día los medios de comuni­cación o las redes sociales para decidir no salir a nin­gún lado.

Aparte de las “conduc­tas delictivas” violentas que padecen en mayor o menor medida todas las sociedades, vemos cómo el fenómeno de la violen­cia se ha expandido a to­dos los estamentos de la sociedad. Así lo vemos cre­cer desde el seno familiar hasta los vecinos, desde las escuelas hasta el depor­te; en los espacios de re­creo al aire libre hasta en los centros de diversión. En fin, desde las redes de tránsito vial hasta las redes sociales, donde este es­pacio de interacción digi­tal se ha convertido en un “cuadrilátero” de lucha li­bre, en el que usuarios “en­mascarados” ocultan sus rostros, pues es más fácil di­famar, insultar, calumniar, herir, asustar y alarmar sin tener que dar la cara.

En las últimas semanas, el país ha sido conmovido por hechos de violencia de connotación social, no de­lictiva, que son alertas tem­pranas indicativas de que la salud del cuerpo social padece de la afección de la cultura de la violencia.

En este contexto, cito la definición de la cultura de violencia: “es aquella en la cual la respuesta violenta ante los conflictos se ve co­mo algo natural, normal e incluso como la única ma­nera viable de hacer frente a los problemas y disputas. La violencia es un compor­tamiento que todavía sigue actuando en nuestra socie­dad como medio para resol­ver los conflictos.

Algunos motivos para la cultura de la violencia son: el maltrato, la intolerancia, la falta de diálogo y el de­jar que los conflictos se so­lucionen con violencia. En una cultura de violencia, los conflictos se gestionan a través de la violencia, sien­do esta solo la consecuencia de un conflicto mal abor­dado, en una cultura de la paz, es a través del diálogo”. (Wikipedia)

Hechos como los asesi­natos de la pareja de pas­tores en Villa Altagracia, de la arquitecta Leslie Rosado en Boca Chica, de la pareja de esposos en Santiago Ro­dríguez, la agresión con un machete de una alumna a una maestra en La Romana y el perturbador crimen del ministro de Medio Ambien­te, nos indican que, tanto el Estado, conjuntamente con los líderes sociales, están en la obligación constitucional y social de tomar todas las medidas que sean necesa­rias para contener la hemo­rragia profusa que desangra de dolor a la colectividad.
No es solo cuestión de le­yes ni de que el Estado dis­ponga de un agente policial en cada calle, más bien es cuestión de la elaboración de un estudio por parte de expertos profesionales de las ciencias de la crimino­logía, para determinar con certeza las causas que origi­nan estos eventos sangrien­tos y, de este modo, el Mi­nisterio de Interior y Policía poder diseñar una eficaz es­trategia de prevención de la violencia social que lo­gre cambiar el rumbo de la sociedad, no solo por noso­tros, sino más bien por las jóvenes generaciones que hoy se desarrollan dentro de un entorno de violencia.
El Gobierno no puede permitir que la desafortuna­da muerte del gran ser hu­mano que fue Orlando Jor­ge Mera sea en vano, no solo por su alto perfil políti­co del partido oficial de go­bierno, sino como un miem­bro destacado de la Iglesia y hombre notablemente no- violento, decente, humilde y conciliador. Orlando tenía la convicción doctrinal de la fe en Cristo Jesús, el pri­mer no-violento de la histo­ria, aquel que dijo que ha­bía que poner la otra mejilla o que había que perdonar hasta setenta veces siete.

Todos los ciudadanos, co­mo corresponsables solida­rios de la paz social, debe­mos unirnos en promover la cultura de paz, no solo de esa paz de concepto va­cío que la define como la falta de violencia física, si­no la reacción sensata y ra­cional de cada quien, de educar nuestras actitudes en valores de justicia, de li­bertad, tolerancia y el per­dón por medio del diálogo o la legítima interacción en los tribunales, como la úni­ca manera de solucionar conflictos, respetando los sagrados derechos consti­tucionales, reconfigurando, de esta manera, el entorno social para una convivencia pacífica entre seres huma­nos.

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