El aprendiz del crimen
Por Pedro Conde Sturla
La extraña amistad de Johnny Abbes con Nene Trujillo le sirvió seguramente de palanca para acercarse al dueño (o administrador) del país. Según se dice, el mayor y definitivo acercamiento, lo que lo cambiaría todo, fue una carta que (tal vez gracias a Nene o a algún otro padrino) hizo llegar Johnny Abbes al despacho palaciego de la bestia. La carta cumplió con un doble propósito: ofrecerle sus servicios y motivar al mismo tiempo su interés. También es posible que haya sido Nene Trujillo quien lo presentara personalmente a la bestia, sin mediación de carta alguna. Lo cierto es que se cayeron bien, que se agradaron uno al otro. Ese fue el principio de una monstruosa amistad.
Durante el primer encuentro, Johnny Abbes le dijo quería estudiar en México (quizás ciencias políticas o inteligencia policial) y aprovechar su estadía para recoger información sobre el exilio y los exiliados dominicanos, amén de la infiltración comunista.
A la bestia le gustó la idea y le gustó el personaje, la iniciativa de aquel tipo flácido y de apariencia apacible. De hecho, fue como si se mirara a sí mismo ante un espejo. Definitivamente, en ese tipo flácido y de apariencia apacible, amable, sádico y retorcido depositaría más adelante toda su confianza y no se arrepentiría.
La bestia lo designó en un cargo diplomático y muy pronto estaría viajando Jonny Abbes a México y Centroamérica y dándose a conocer por sus incontables fechorías.
México se regía por una dictadura unipartidista con fachada democrática que permitía hasta cierto punto las libertades públicas, y Ciudad México, a diferencia de Ciudad Trujillo, era una urbe enorme y cosmopolita y era un nido de espías y conspiradores. Había (y tiene que haber todavía) exilados y agentes de todos los países, había lugares históricos, bares, cafeterías, enteras zonas de la ciudad donde se concertaban los espías, lugares muy conocidos que se asociaban con gente de ese mundo.
Johnny Abbes quedó fascinado, y no por las libertades públicas. Fue en México donde se encontró a sí mismo, donde descubrió el sórdido y lúgubre mundo del espionaje. Según lo que dice Crassweller, Johnny Abbes se aplicó devotamente al estudio. La vocación criminal ya la tenia, sólo le faltaba aprender las técnicas, convertirse en un criminal profesional. Asistiría a prestigiosas academias de malhechores, haría cursos de inteligencia policial, contra inteligencia, subversión política, métodos de interrogación, tortura, quizás sobre todo tortura… El mal lo llevaba dentro. Sólo le faltaba perfeccionarlo. Se sumergió, pues, teórica y presencialmente, en las aguas más turbias —más tenebrosas—del trabajo policial.
Johnny Abbes aprovechó el tiempo. Aparte de estudiar organizó una red de espías y procedió a proveer informaciones muy actuales y precisas al servicio de seguridad de la bestia.
Empezó a moverse con cada más soltura en aquel escabroso medio y a sacarle provecho político a sus conocidos. Incluso, según afirmaba, llegó a relacionarse con Fidel Castro y su gente en la época en que preparaban la épica expedición del Gramma.
En ese mismo ambiente conoció a la mujer que lo acompañaría por el resto de lo que se conoce de su vida. Es decir, hasta el día de su muerte real o ficticia en Puerto Príncipe en 1967. La mujer se llamaba Guadalupe, el nombre favorito de las mexicanas, y era grande y fornida, musculosa, desagradable. Crassweller, y casi todos los que la conocieron, dicen que era grande y gorda, rústica y poco elegante, lo que se dice ordinaria. Al parecer trabajaba para algún organismo de inteligencia, o sea que pertenecía al mismo sórdido mundo de Johnny Abbes y en alguna ocasión, según se dice, le había salvado la vida durante un enredo criminal en Centroamérica.
Hay quien dice que Abbes le era infiel, consuetudinariamente infiel, y que Guadalupe se quejaba siempre de sus infidelidades. Crassweller afirma en cambio que Abbes no tenia interés en las mujeres y que su estrecha relación con Nene Trujillo era de tipo homosexual. Lo más probable entonces es que se tratara de un bisexual promiscuo, pero el asunto no reviste mayor importancia ni es algo fuera de lo común.
Lo que se asegura y está comprobado es que Guadalupe era una mujer truculenta, de un carácter endiablado, y que no faltaban ocasiones en que se produjeran entre ella y Johnny Abbes agrias rencillas. Guadalupe era una mujer de armas. No era inusual que sacara una pistola o un revólver durante sus muchos altercados y discusiones y que lo amenazara o golpeara. Era, pues, la mujer perfecta para Johnny Abbes, una mujer dominante que ejercería gran influencia en él, y no en el buen sentido de la palabra. El dominio de Abbes y el terror que llegó a inspirar se extendería entre civiles, policías y militares, pero a la mujer nunca pudo o intentó siquiera dominarla. Se sometió voluntariamente.
En 1956, cuando regresó de su primer viaje a Ciudad Trujillo, Johnny Abbes ocupó un cargo de poca importancia en el palacio de gobierno, pero muchos hubieran envidiado su posición. Estaba en las cercanías del poder, en los alrededores de la bestia. Unos años después sería jefe del Servicio de Inteligencia Militar (SIM) y endosaría uniforme de coronel.
El siniestro Joaquín Balaguer, que odiaba y temía a Johnny Abbes, retrata al no menos siniestro personaje con unos tintes sombríos y ambiguos que a la vez lo retratan a él de cuerpo entero. Las refinadas palabras con que lo describe llaman la atención por su delicadeza: Johnny Abbes era apenas «una oveja negra», un «hombre joven e inquieto», alguien que no manejaba brutalmente, con extrema vesania, el aparato represivo, sino «con un espíritu casi deportivo». No era un sicópata frío y calculador, era «inteligente y perspicaz». Además, Balaguer lamenta implícitamente que Abbes no siguiera el aparente buen ejemplo de sus predecesores, el de hombres «maduros» y al parecer moderados como los sanguinarios generales Federico Fiallo y Fausto Caamaño. Aun así, descrito con la mayor condescendencia, el personaje no deja de ser aterrador:
«El último de esos colaboradores fue Johnny Abbes García, hombre joven e inquieto cuya figura se proyecta, en la hora crepuscular de Trujillo, como la de una oveja negra. Los servicios de seguridad del régimen, en la época más turbulenta de sus 30 años de duración, fueron colocados casi discrecionalmente en sus manos. Johnny Abbes manejó esos servicios, no obstante la enorme gravedad de los mismos, con un espíritu casi deportivo. Su dominio sobre el aparato represivo del régimen llegó a ser tan absoluto, que la vida de la mayoría de los dominicanos, muchos de ellos jóvenes pertenecientes a familias ligadas al dictador, dependía del humor con que ese pequeño Fouché se levantara cada día y de sus querencias o malquerencias personales. De tal manera se encariñó con su oficio de verdugo, que se le veía recorrer el Palacio con un libro en que se narraban las torturas inventadas desde los tiempos de los mandarines chinos, hasta las de los campos de concentración de la Alemania hitleriana. Muchas veces le oí leer esas páginas y acompañar la lectura con un comentario mordaz o con una risa entre sardónica y jovial. Desgraciadamente para la salud del régimen, la hegemonía de Johnny Abbes García coincidió con el desequilibrio psíquico que produjeron en Trujillo las invasiones de Constanza, Maimón y Estero Hondo, hechos en que participaron muchos hijos de familias que habían contribuido a formar su “Era” y que colaboraron estrechamente con el dictador en los días en que el país gozó con mayor amplitud de esa larga “paz octaviana”.
»Johnny Abbes era un espíritu inteligente y perspicaz. Es posible que la responsabilidad que se puso sobre sus hombros le haya desquiciado. Era el más joven de los hombres que habían dirigido hasta entonces los servicios de inteligencia de Trujillo y careció de la experiencia necesaria para manejar, con cierta moderación, los hilos infernales de esa maquinaria represiva. Sus antecesores en ese cargo, entre ellos el General Federico Fiallo y el General Fausto Caamaño, las dos personalidades que durante un período más largo asumieron esas funciones, fueron personas maduras que rara vez se excedieron en el ejercicio de la odiosa misión de defender al régimen de las conspiraciones y asechanzas de sus adversarios cada vez más numerosos». (1)
(Historia criminal del trujillato [168])
Nota:
(1) Joaquín Balaguer, «Memorias de un cortesano de la “era de Trujillo”, p.254.
Bibliografía:
Robert D. Crassweller, «The life and times of a caribbean dictator».