El auge del neo conservadurismo ideológico como antesala al fascismo político. 2/3.
Por Juan Carlos Espinal.
Tanto la ocupación militar estadounidense de entre 1916-1924, como la invasión de 1965 transformaron drásticamente el sistema político dominicano.
Así pues, la organización socioeconómica que durante los gobiernos de Ramón «Mon» Cáceres, Horacio Vásquez y Rafael Leónidas Trujillo Molina el país se había dado fue en realidad una planificación geopolítica del Tesoro de los Estados Unidos.
De manera que en la práctica pasaríamos a ser un estado pos colonial de corte separatista.
Washington nos transmitiría su lengua, educación, formas de vestir y comer, cultura, tecnología e instituciones jurídicas y civiles, aún cuando en el destino manifiesto el imperio se convierte en una profunda contradicción que nosotros heredaríamos y transmitiríamos de generación en generación, hasta llegar al proceso de transcultura que vivimos hoy.
Entre 1930-1990 el complejo industrial militar de los Estados Unidos impuso dictaduras añadiendo docena de nuevos estados a su periferia.
Sin embargo, lo importante de éste fenómeno imperialista de expansión geográfica hacia el hemiferio occidental no era su número, sino la enorme influencia geopolítica, el creciente peso económico y la insostenible presión demográfica que su modelo extractivista representaba en su conjunto.
Es posible que desde la primera revolución industrial, y es posible que desde el Siglo XVIII, este equilibrio se había inclinado a favor del mundo desarrollado.
Esta explosión demográfica en los países de alta densidad como la República Dominicana despertó por primera vez una grave preocupación internacional a finales del Siglo 20.
Tras las intervenciones militares estadounidenses nuestra población creció sin ordenamiento territorial, con gobiernos locales deficitarios provocando subsidios estatales administrativos desde los gobiernos nacionales, con más gasto corriente que alimentar y cada día con menos capacidad de producción nacional.
La explosión demográfica de la República Dominicana 1930-1978 es elevada porque los índices básicos de natalidad suelen ser mucho más altos que los del mismo período histórico en los países desarrollados y porque los elevados índices de mortalidad pos Trujillo, que antes frenaban el crecimiento de la población, cayeron a partir de los años cincuenta a un ritmo cuatro o cinco veces más rápido que el de la caída que se produjo en la sociedad Dominicana del siglo XIX.
Y es que, mientras en los Estados Unidos de entre 1940-1960 éste descenso tuvo que esperar hasta que en 1970 se produjo una mejora gradual de la calidad de vida y del entorno, la nueva tecnología desplazó a los países pobres de América Latina y el Caribe ampliando las brechas entre aquellos que tenían acceso a medicinas y a la revolución del transporte.
A partir de los años cincuenta, las innovaciones médicas y farmacológicas estuvieron disponibles para salvar las vidas a gran escala, debido a la aparición de los antibióticos y algo que antes era imposible conseguir como el tratamiento al cáncer, que contrastaba con el auge de las enfermedades neurológicas y cardio vasculares en los hombres de 40 anos.
Mientras los dominicanos de mayores ingresos vivían más y mejor que décadas pasadas, las tasas de mortalidad entre la población dominicana disminuian verticalmente – a tal punto que la población se dispararía-, aún cuando la economía y las instituciones fueran impredecibles.
De manera que la explosión demográfica es el hecho fundamental de nuestra existencia.
En la primera década de 1970 los gobiernos de Balaguer 1966-1978 trataron de estabilizar nuestra población con natalidad y mortalidad bajas con algún tipo de planificación familiar y economias locales deficitarias creando mayores problemas de desigualdad entre la población.
En principio, la dictadura militar no pudo resolver nuestros índices de pobreza aún cuando nos mantuviéramos creciendo.
Asimismo, nuestra cerrada sociedad se vio obligada a adoptar sistemas económicos derivados de nuestros conquistadores o amos imperiales.
Así que, una minoría de intelectuales, de los que surgieron de las revoluciones sociales, continuó el modelo de colonización.
En teoría, el mundo político dominicano estaba lleno de intelectuales orgánicos que pretendían convertir el estado-nación en repúblicas bananeras parlamentarias, con elecciones libres pero dependientes del Departamento de Estado de los Estados Unidos, y de los que pretendían ser una minoría de teóricos asimilados quienes asumieron la vaga idea de repúblicas democráticas populares de partido único.
En particular, estas etiquetas indicaban como máximo en qué lugar de la escena internacional querían situarse las élites anexionistas de los partidos políticos dominicanos, como así solían reformarse nuestras propias constituciones, y por los mismos motivos por los cuales se reformo.
En la mayoría de los casos, el pensamiento libero-conservador trujillista entendía que el estado, en su desarrollo y expansión capitalista carecería de las condiciones materiales y políticas necesarias para hacer viables el sistema político.
Esto sucedía incluso entre los militantes de los partidos comunistas, aunque la estructura autoritaria hacía que el método resultase menos inadecuado en un entorno occidental que en las repúblicas liberales.
Así pues, uno de los pocos ideales democráticos era la supremacía del partido sobre el ejército.
De paso, los mecanismos de control capitalista se fueron perdiendo y las fuerzas armadas tendrían protagonismo semejante o incluso superior al poder civil.
Además, la intervención estatal en aspectos civiles provocaría el enriquecimiento asombroso de generales y oficiales medios.
Estos recibían cuantiosos subsidios y suministros a través de las intendencias y en algunos de los casos existió mayores posibilidades políticas que nunca.
A los militares trujillistas Balaguer les mantendría alejados del poder civil, gracias a la presunción de la supremacía civil a través del partido.
Las perspectivas de desarrollo económico fueron pocas y así la transición desde la dictadura a la democracia liberal se negociaría bajo la regida de los gobiernos de Estados Unidos.
Tras la intervención norteamericana de 1916 y 1965 continuaron las intentonas golpistas, el Servicio de Inteligencia Militar se reciclo en el Servicio Secreto tal como sucedió en los períodos pos segunda guerra mundial.
En 1964, la democracia representativa sería abortada, y nuevamente las brechas sociales y economicas se expandirían notablemente.
La amenaza de ingobernabilidad se mantendría, aunque en los años setenta se producirían manejos todavía por explicar en las obscuridades de la infiltración de la CÍA en los servicios secretos de las Fuerzas Armadas dominicanas.
Quizás sólo en los traumas de la guerra de Balaguer contra el estado y la sociedad los dominicanos llegaríamos a ser lo suficientemente intolerantes como para delatarnos entre si.
La tentación de retener el poder a la mala, de parte de los políticos y militares golpistas fue inútil, al hundirse la economía fondomonetarista y pronto caeríamos bajo el escenario de la confrontación social.
La guerra civil seriá el legado de la ausencia de estabilidad democrática, dejando cicatrices que aún más de medio siglo después no se han borrado.
Los regímenes autoritarios como los de Balaguer sintieron afición por torturar a sus oponentes, exiliar a sus enemigos, humillar a sus detractores y perseguir a sus objeto res de conciencia, dejando muchas madres solteras y padres sin trabajo hundiéndonos de cabo a rabo bajo el peso de nuestra impotencia.
De todos modos, para la oligarquia dominicana el más leve indicio de que los gobiernos del país cayeran en manos de los demócratas garantizaba el apoyo del Comando SUR de los Estados Unidos.
Como consecuencia de ello, no sólo se minó el sentimiento de autoestima colectivo sino que el vacío social y político que se produciría pos 1965 influiría en la cultura autoritaria vigente en el siglo 21.
De manera que el desarrollo social y humano del desarrollismo capitalista ,1966-1978, dirigido o no por el Estado, no resultaba del interés inmediato para la gran mayoría de los dominicanos que vivían del cultivo de sus propios alimentos, – pues nuestras fuentes de ingresos principales eran uno o dos cultivos de exportación, café, plátanos o cacao-, productos que suelen concentrarse en áreas geográficas muy determinadas.
Así pues, emularíamos a los asiaticos pobres de la parte sur y a los indigentes africanos del Norte, quienes continuaban viviendo de la agricultura.
De manera que la visión occidental del campesinado dominicano estaba apenas iniciando una copia en calco de las migraciones en todo el continente, del área rural a las urbes, volcando sobre nuestras ciudades olas de desempleados que en apenas dos décadas cambiarían las estructuras de Santo Domingo, Santiago de los Caballeros, La Romana y Santo Domingo.
En algunas regiones fértiles con una densidad poblacional no excesiva, como buena parte del Cibao, San Cristóbal y Barahona, la mayoría de la gente se las había ingeniado para mantener un nivel de vida adecuado.
La mayoría de las ciudades con baja densidad poblacional y empleo aún precario, no necesitaban del estado trujillista, por lo general demasiado débil, y los habitantes de las zonas fronterizas prescindieron de los políticos y el poder, refugiándose en la autosuficiencia del caudillismo de la apacible vida rural.
Curiosamente, pocos países en procesos revolucionarios iniciaron la era de la independencia con mayores ventajas que los dominicanos, aunque nosotros muy pronto desperdiciaríamos la capacidad geopolítica del entorno.
La mayoría de nuestros campesinos era para 1950 mucho más pobre que los del resto del continente y estaban mucho peor alimentados.
La presión demográfica sobre una cantidad limitada de tierra era más grave para la economía que nunca antes.
No obstante, nuestros gobiernos coloniales entendieron que la solución a los problemas nacionales era el endeudamiento, el crecimiento económico sin desarrollo humano y la, dependencia económica que les proporcionaba estándares societales similares a las clases medias norteamericanas.
Generaciones enteras de planificadores hicieron cálculos pretendiendo asimilar que era mejor minimizar los riesgos antes que maximizar los beneficios.
Esto nos mantendría al margen de la revolución económica global que no sólo llegaría hasta los más excluidos en forma de camiones viejos, autobuses escolares, sandalias de goma, sino que, además, esta contra revolución capitalista tendió a dividir a la población de estas zonas empobrecidas de Azua, San Juan de la Maguana, Pedernales, Jimani entre las que actuaban dentro o a través del mundo de la escritura y de los despachos con teléfono y los demás.
En la mayor parte del tercer mundo dominicano y rural la distinción básica era entre la costa y el interior o entre la ciudad y los pueblos.
El problema radicaba en cómo los ciudadanos y el gobierno marchaban juntos hacia la modernidad en un país lleno de cultos y analfabetos, modernidad y primitivismo y un montón de estereotipos foráneos.
Nuestras asambleas legislativas, en lugar de anteponer la soberanía dominicana o los intereses nacionales, se resarcían asimismo con el ensanchamiento de la deuda.
Apenas habían licenciados, incluyendo pocos doctores, si es que existieron, y muy pocos habían cursado estudios secundarios o superiores.
Por aquella época nuestro territorio poseía una población analfabeta.
Toda persona que deseaba ejercer alguna actividad o función pública dentro del gobierno nacional, en un estado pobre y aislado, tenía que saber leer y escribir – no por elemental educación básica, sino por la carencia de este elemental principio básico-.
Pocos hablaban inglés, francés y esto se convertiría en un privilegio del que muy pocos disfrutaban.
Es por ello que los dominicanos que vivían en zonas alejadas y atrasadas se dieron cuenta de la ventaja de tener estudios superiores aunque no pudieran compartirlos o tal vez porque no podían obtenerlos.
Así, conocimiento equivalía literalmente a ser alguien, especialmente en nuestro país, donde el estado trujillista es a los ojos de los ciudadanos una máquina que absorbía sus recursos y los distribuía entre sus empleados públicos.
Para entonces, tener estudios era tener un empleo.
A menudo un empleo asegurado como funcionario medio y con suerte hacer carrera lo que permitía al ciudadano obtener sobornos y comisiones y dar trabajo a parientes y amigos.
Un pueblo como el dominicano que invierte en los estudios de uno de sus hijos esperaba recibir a cambio ingresos y protección para toda la comunidad gracias al cargo en la administración que estos estudios aseguraban.
En cualquier caso, los funcionarios públicos que tenían éxito político eran los mejores pagados de toda la población.
República Dominicana fue tan pobre que los servidores públicos se enriquecieron brutalmente.
Incluso sus habitantes perderían la capacidad del ahorro y salario real.
Donde parecía que la gente pobre del campo podía beneficiarse de la ventaja de la educación u ofrecérsela a sus hijos, el deseo de aprender era prácticamente universal.
Estas ansias de conocimiento explican en gran medida la enorme migración del campo a la ciudad que despobló el agro y la capacidad productiva del país a partir de los años cincuenta.
Y es que la ciudad resulta atractiva y ante todo ofrecía oportunidades de educación y formación de los más jóvenes.
La mentalidad vigente era que en la ciudad se podía «llegar a ser alguien».
La escolarización abrió perspectivas más halagüeñas pero en nuestro país el mero hecho de conducir un vehículo moderno y poseer la piel clara podía ser la clave de una vida mejor.
Lo primero que un campesino enseñaba a sus hijos y sobrinos era la esperanza de abrir el camino hacia un mundo moderno como la capital, ya bien sea conduciendo un vehículo del transporte público o por el contrario, crear un tarantín debajo de los edificios más modernos de la ciudad.
Sin embargo, había un aspecto de la política de desarrollo económico que habría sido y resultaba atractivo ya que afectaba a las tres quintas partes o más de los campesinos que vivían de la agricultura: la reforma agraria.
La consigna general de los gobiernos dominicanos fue la distribución de la tierra, aún cuando no significó la gran cosa, -desde la división y el reparto de los latifundios-, entre el campesinado y los jornaleros sin tierra, hasta la abolición de los regímenes de propiedad y las servidumbres de tipo feudal, desde la rebaja en los arrendamientos y sus reformas hasta la nacionalización y colectivización contra revolucionaria de la tierra.
El agricultor dominicano apenas comenzaría a abandonar las cosechas y depredar los conucos.
Es probable que jamás se hayan producido tantas contra reformas agrarias en una sola como sucedió en la década de los setentas donde casi la mitad del género humano se estaba dando cuenta que se hacían más pobres.
No obstante, a pesar de la proliferación de las declaraciones políticas, República Dominicana tuvo demasiadas contra revoluciones, descolonizaciones o derrotas militares como para que hubiese una reforma agraria exitosa.
Los argumentos a favor de la reforma agraria eran básicamente políticos para ganar el apoyo del campesinado.
En algunas ocasiones, aunque la mayoría de reformadores esperaba conseguir un cambio social, con el simple reparto de tierras a campesinos y peones que tenían poca o ninguna tierra, fracasaron.
De hecho, la producción agrícola cayó drásticamente luego de los repartos, aunque la preparación del campesinado mejoró.
Los argumentos favorables al mantenimiento de un campesinado numeroso eran y son anti económicos ya que en la historia del mundo moderno el gran aumento de la producción agrícola ha ido en paralelo con el declive de los mercados en la medida de la proporción de agricultores, en especial luego de la Guerra Civil de 1965.
La reforma agraria, sin embargo, podía demostrar que el cultivo podía ser más eficiente y flexible sin intermediarios y que el latifundio practicado en tierras despojadas por militares, políticos y empresarios se consideraría una explotación capitalista que hizo que los productos llegaran más caros a los supermercados.