El crimen de Virgilio Martínez Reyna.

Por Farid Kury.

En la corte del caudillo presidente Horacio Vásquez era bastante conocida la animadversión que hacia Rafael Leónidas Trujillo Molina profesaban varios funcionarios, como el vicepresidente José Dolores Alfonseca, Angel Morales y Virgilio Martínez Reyna. El primero era vicepresidente de la República, desde que en 1928 Federico Velázquez, electo junto a Horacio en 1924 vicepresidente, renunció al gobierno molesto por los planes continuistas del presidente. El segundo era ministro, y el tercero, aunque no formaba parte del tren gubernamental, conservaba mucho prestigio y era la principal figura del horacismo en Santiago. Es decir, se trataba de importantes figuras, que nunca vieron con agrado el ascenso meteórico en el escalafón militar que al amparo de los decretos de Horacio alcanzó Trujillo.

En 1927, con 36 años, el hijo de doña Julia Molina fue designado jefe del ejército. La carrera militar era una excelente vía para el ascenso social y económico, y más si se alcanza la jefatura de esa institución. A partir de ese momento, Trujillo pasó a ser una figura a tomar en cuenta. El aprecio por él del presidente y de su esposa, doña Trina de Moya, era sabido, lo que lo blindada de las frecuentes intrigas palaciegas.

Como jefe del ejército, fue creciendo en él la ambición de ser el sucesor de Horacio Vásquez. O simplemente alzarse con el poder, con o sin el beneplácito de Horacio. Eso sí, no dejaba traslucir sus intenciones. Sus planes eran tejidos en la sombra, con cautela y astucia, procurando no despertar sospechas ni perder la confianza de su protector. La idea era acumular prestigio, riqueza y poder, desechando los inconvenientes a destiempo. Por ahora debía limitarse a consolidar su posición como jefe militar y a ganar amigos y aliados que fuesen leales a él, y solo a él, razonaba el hombre llamado a gobernarnos 31 años a sangre y fuego.

Aún así, sea porque su personalidad, atractiva en un momento y grosera en otro, o porque advertían en él peligrosas ambiciones de poder, no pudo evitar ser adversado por la cúpula del horacismo, que en múltiples ocasiones le comunicó al presidente sus aprehensiones respecto a Trujillo.

En una ocasión Virgilio Martínez Reyna fue al grano y le dijo al presidente que Trujillo conspiraba en su contra y le pidió que lo destituyera. Trujillo se enteró de ese pedido, y como todo rencoroso se la guardó y se la cobró de mala manera.

A Horacio Vásquez siempre se le dijo que tuviera cuidado con Trujillo, que su lealtad era dudosa, que ambicionaba el poder y que en cualquier momento podía sacar las uñas. Pero el viejo sufría de migraña política, no veía nada de eso y todo lo interpretaba como parte de las intrigas que alrededor de los líderes se dan.

La diferencia entre Trujillo y ese grupo iba a agudizarse a finales de 1929 cuando el presidente, aquejado de problemas de salud, viajó a Baltimore, Estados Unidos, donde se le extirpó un riñón. En su ausencia ocurrió un hecho que marcaría el destino de Trujillo, Horacio, Virgilio Martínez y el país.

En su condición de vicepresidente, Alfonseca asumió la presidencia de la República, y fue entonces cuando él, Virgilio Martínez y Ángel Morales entendieron llegada la hora de salir de Trujillo. Un día, Virgilio le sugirió a Chuchú que convocara a Trujillo a palacio, y ahí en su despacho comunicarle su destitución y apresarlo.

El plan parecía sencillo y viable. A Chuchú le pareció buena la idea, y procedió a convocar a Trujillo. Cuando el emisario llegó a la fortaleza Ozama, donde Trujillo tenía su oficina, y le comunicó que el presidente quería verle, intuitivamente entendió que algo se tramaba en su contra y se puso en alerta . Pero mantuvo la serenidad, que en ese tiempo era una notable característica suya, se mostró engañosamente muy receptivo, pero dijo que iría mañana porque estaba agripado. La fortaleza Ozama se encontraba a escasos minutos de la Mansión Presidencial, es decir, hasta a pie podía llegar.

Al otro día Trujillo se presentó en el despacho presidencial, pero lo hizo acompañado de oficiales de su entera confianza. Desafiantes entraron sin anunciarse. Alfonseca, que en ese momento no estaba preparado para proceder contra Trujillo ni tenía el carácter para armar una trifulca, supo que Trujillo había descubierto su plan y que cualquier acción en su contra terminaría en sangre. En realidad, Trujillo tenía el poder, y el carácter para usarlo. Trujillo no iba a permitir que una simple decisión burocrática, tomada en ausencia del presidente Vásquez por un enemigo suyo, le dañara sus planes de llegar al poder.

Sabiendo que fue sorprendido, Alfonseca cambió de rumbo y actitud. Se limitó a decirle a Trujillo que lo había convocado para darle una buena noticia de que el presidente salió bien de la operación y que pronto regresaría. Trujillo se retiró, no sin antes, haciendo un papel de gran simulador, decirle a Alfonseca que le agradecía sus atenciones y que está a su disposición. Puro teatro.

Trujillo supo que ese fallido plan fue urdido a sugerencia de Virgilio Martínez Reyna, lo que aumentaba el odio y el rencor que ya sentía por él.

 

II

Días después el presidente regresó de Baltimore. La operación había sido exitosa, pero estaba disminuido físicamente. Se le veía debilitado, enflaquecido, con poco ánimo y sin el brillo de antaño. A lo anterior se sumaba el hecho de que muchos sectores de la vida nacional conspiraban en su contra.

Diversos acontecimientos, que no viene al caso narrar en este artículo, ocurrieron de manera acelerada que terminaron sacándolo del poder. El 2 de febrero arribó al país, y apenas el 23 se producía una revuelta capitaneada por el abogado santiaguero y líder del Partido Republicano, Rafael Estrella Ureña, con el apoyo discreto pero firme del jefe del ejército, Rafael Trujillo. Horacio, luego de algunas escaramuzas en las que fue engañado por Trujillo como un niño, renunció a la presidencia. Su lugar fue ocupado, de manera interina, por Estrella Ureña, que convocó a elecciones para el 16 de mayo. Contra todo pronóstico, el candidato presidencial fue Trujillo y no el líder político de la revuelta. Y en Trujillo se daba una condición: era candidato y también jefe del ejército, que sería usado para obligar a la oposición a retirarse. Proclamado ganador de las fraudulentas elecciones, el hombre había ganado la partida. Les había ganado a Horacio Vásquez, a Federico Velásquez, a José Dolores Alfonseca, a Virgilio Martínez Reyna, y a muchos más, que no podían creer que este hombre, ladino, ambicioso y cínico, ascendía al solio presidencial sin que ellos pudieran impedirlo. Pero también a Rafael Estrella Ureña, que de líder de la revuelta que motorizó el derrocamiento de Horacio terminó siendo vicepresidente y luego obligado a renunciar y deportado. De una manera u otra a todos los había vencido.

Pero el hombre que llegaba a la presidencia era profundamente cruel y rencoroso. Ese era el sello de su personalidad. Los que lo habían adversado tenían tres caminos: apoyarlo, exiliarse o morir. Pero había uno, Virgilio Martínez Reyna, que le tenía un rencor especial. A ese no lo quería integrado a su gobierno ni deportado. Lo quería muerto.

El 1 junio, solo 16 días después de las elecciones, Virgilio sería asesinado. Un equipo de 15 matones, seleccionados y comandados por José Estrella, tío del presidente provisional y vicepresidente electo, Rafael Estrella Ureña, penetraron en su residencia en las afueras de San José de las Matas. Virgilio estaba aquejado de dolencias pulmonares y había decidido vivir un tiempo ahí para aprovechar el aire puro para recuperar sus maltratados pulmones. Lo ultimaron a tiros y machetazos. Su esposa, doña Altagracia Almánzar, embarazada de siete meses, fue ejecutada también sin tomar en cuenta su avanzado embarazo.

Aquel crimen, perpetrado aún antes de Trujillo terciarse la ñona, consternó a Santiago y al país. Se quiso propagar la idea de que los asesinos eran ladrones. Pero nadie dudó que se trataba de un crimen de factura trujillista. Trujillo satisfacía su rencor y sed de venganza. Pero también enviaba un mensaje para todos: vengo a gobernar a sangre y fuego.

Años después, el escritor hatomayorense, mi compueblano Marcelino Ozuna, escribiría este párrafo, sobre el horrendo crimen de Virgilio y doña Altagracia: «la muerte de Virgilio Martínez Reyna y de su embarazada esposa, es uno de los acontecimientos más siniestros, más primitivos, y más execrable jamás pensado por nadie. Trujillo llevó sus hábitos delincuenciales y rupestres y sus crímenes durante tres décadas, que marcaron al pueblo dominicano».

El doctor Joaquín Balaguer, un prominente cortesano de la Era, se refirió al crimen, y lo hizo en sus Memorias de un cortesano en la Era de Trujillo. Tras decir lo mucho que lo conmovió «aquel acto de brutalidad increíble» se negó a creerlo.

Textualmente escribió: «Me negué a creerle, (a la persona que le comunicó la noticia, FK). Me resistí a creerle. No admití como posible que aquel crimen se hubiera perpetrado sobre la persona de un hombre enfermo que había ido a buscar el aire puro de las montañas para sus pulmones deshechos y que acababa de bajar sus armas de combatiente, vencido por una enfermedad irremediable. No concebía, sobre todo, que los asesinos no hubieran respetado la inocencia de su esposa, ultimada con saña estremecedora. Con ese acto inicuo se iniciaba el terrorismo político en la «Era de Trujillo».

Efectivamente, lo que se inició aquella noche del 1 de junio de 1930 en una loma de San José de las Matas duraría 31 largos y oprobiosos años.

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