«El escudo de Abraham»: la próxima gran ofensiva relámpago de Israel

Días después de la guerra de 12 días entre Israel e Irán, los conductores de Tel Aviv se encontraron con una colosal valla publicitaria digital en la que aparecían rostros conocidos: miembros de la realeza del Golfo Pérsico con túnicas inmaculadas, presidentes árabes con trajes planchados, todos agrupados bajo un llamativo banner: «La Alianza Abraham».

No se aclaraba quiénes la habían firmado oficialmente, ni había ninguna nota al pie sobre «consultas en curso». La imagen no hacía distinciones. El mensaje era claro: ya fuera de forma oficial o discreta, estos gobiernos ya se habían sumado a la visión regional del Estado ocupante.

Durante años, los gobiernos árabes han jugado a dos bandas: por un lado, emitían declaraciones de solidaridad con Palestina, mientras que, por otro, coordinaban el espacio aéreo, la inteligencia y las inversiones con Tel Aviv. Arabia Saudí afirma repetidamente que no normalizará sus relaciones sin avances en la cuestión palestina, incluso mientras los aviones israelíes surcan sus cielos y se intercambian discretamente delegaciones comerciales.

¿Revelaba la valla publicitaria la verdad? ¿O simplemente confirmaba lo que se había negado durante tanto tiempo?

El plan detrás de la valla publicitaria

No se trataba de un truco de relaciones públicas. Era la presentación pública de una estrategia para convertir Gaza en un laboratorio controlado, reclutar a los Estados árabes en una alianza antiiraní y redibujar las fronteras sin guerra ni negociación, solo con poder y complicidad.

El plan detrás de esta valla publicitaria no es un rumor, sino un documento político formal redactado en marzo por más de 100 exgenerales, exfuncionarios de inteligencia y exdiplomáticos israelíes. Bautizado como «El escudo de Abraham», su retórica de «estabilidad» y «prosperidad compartida» encubre un plan para expandir el proyecto del Gran Israel.

En términos sencillos, el plan institucionaliza el apartheid, planifica el borrado demográfico de Gaza y reconvierte Palestina en un enclave pacificado gobernado por un poder títere.

Establece seis pilares: la transformación de Gaza, con la erradicación de Hamás y la instauración de una autoridad transitoria controlada desde el exterior y respaldada por fuerzas de seguridad externas; la desmilitarización, con una década o más de fronteras cerradas, desarme y vigilancia digital, que convertirán Gaza en una zona de contención vigilada; la reconstrucción económica, vinculada a una economía sin efectivo y controlada por datos biométricos, diseñada para recompensar la sumisión y castigar la disidencia; una coalición regional para hacer cumplir el plan, la «Alianza Abraham», en la que los Estados árabes alinean sus esfuerzos de inteligencia y represión con Israel; Siria como zona tampón, un plan explícito para el cambio de régimen en el sur y un corredor de seguridad israelí para romper la soberanía siria y contener a Irán; Contención de Irán: una estrategia híbrida de sanciones, sabotajes, asesinatos y aislamiento diplomático para desmantelar la influencia regional iraní.

De Hamastán a Abrahamistán: un diccionario de la ocupación

El Escudo de Abraham no es solo un proyecto territorial, sino también semántico.

En su libro «1984», George Orwell explicaba cómo el lenguaje se utiliza como arma para eliminar alternativas. El profesor y académico estadounidense Noam Chomsky lo denominó «la fabricación del consentimiento». En la retórica del Escudo, Gaza ya no es un territorio ocupado y asediado.

Se le ha rebautizado como «Hamastán», un experimento fallido cuya destrucción es tanto justificada como virtuosa. El propio primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, declaró que «no habrá Hamastán», revelando así la premisa ideológica que subyace a la destrucción de Gaza.

La ironía es evidente. Durante más de una década, la inteligencia israelí ha apoyado en silencio a Hamás, no por apoyo, sino por estrategia, explotando la división para fragmentar la unidad palestina. El Mossad coordinó las transferencias de dinero de Qatar bajo el pretexto de la ayuda humanitaria, lo que en realidad afianzó a un rival interno controlado de Fatah.

Esta misma estrategia se está utilizando ahora para justificar la eliminación de Gaza. El documento Shield tilda a Gaza de «ingobernable» y exige su rehabilitación bajo la supervisión de Israel y la región.

Palabras como «liberación» y «rehabilitación» saturan sus páginas. Los bombardeos se reformulan como «operaciones para restaurar el orden civil». Los puestos de control biométricos se presentan como «movilidad segura». El desplazamiento masivo se convierte en «reubicación humanitaria temporal».

Se trata de una estrategia y no tiene nada que ver con la semántica. La ocupación se disfraza de salvación y la limpieza étnica se blanquea con el léxico del progreso.

En esta distopía, la destrucción de la vida política palestina no se presenta como una escalada, sino como una corrección. ¿El resultado? Abrahamstan: un futuro en el que la sumisión y la normalización se rebautizan como paz.

Solidaridad ante las cámaras, sumisión en las políticas

Los Estados árabes operan ahora en plena disonancia cognitiva, condenando ante las cámaras los crímenes de guerra del Estado de ocupación mientras respaldan en privado sus políticas de apartheid, una duplicidad que no se oculta e incluso se celebra.

Como advirtió el teórico de la comunicación Marshall McLuhan, «el medio es el mensaje». Pero en el mundo árabe, el mensaje se manipula hasta convertirlo en lo que el sociólogo Jean Baudrillard denominó hiperrealidad: un espectáculo más convincente que la propia verdad.

Arabia Saudí es la maestra de este teatro. Riad insiste en que no puede haber normalización sin un Estado palestino. Mientras tanto, los aviones israelíes transitan libremente por el espacio aéreo saudí y los lazos económicos se profundizan a través de intermediarios. Incluso el reciente giro diplomático hacia Irán, aclamado como un reajuste estratégico, es en la práctica una demostración de equilibrio que preserva los canales con Tel Aviv.

Los Emiratos Árabes Unidos han prescindido incluso de la pretensión simbólica. Desde los Acuerdos de Abraham, los conglomerados emiratíes han invertido millones en tecnología de vigilancia y armas israelíes. En 2023, mientras caían bombas sobre Gaza, el ministro de Asuntos Exteriores emiratí, Abdullah bin Zayed, calificó los acontecimientos de «profundamente preocupantes» y, al mismo tiempo, dio la bienvenida a una misión comercial israelí a Abu Dabi.

Marruecos ha ido aún más lejos. A principios de 2024, llevó a cabo maniobras militares conjuntas con la Brigada Golani de Israel, una unidad acusada de cometer crímenes de guerra, bajo el eufemismo de «desarrollo de capacidades técnicas».

La alineación de Egipto es más estructural. El Gobierno del presidente Abdel Fatah el-Sisi está encadenado por más de 20 000 millones de dólares en préstamos del Fondo Monetario Internacional (FMI) y depende de las importaciones de gas israelí para alimentar su red eléctrica. En público, lamenta los «excesos» de Tel Aviv. En privado, coordina la seguridad en el Sinaí y sella el paso fronterizo de Rafah.

Jordania ha reducido su postura de resistencia al cosplay de TikTok. Las coreografiadas acrobacias del rey Abdullah II de Jordania —saltando de vehículos blindados, disparando rifles y posando como un comandante de campo— ocultan una realidad vergonzosa.

En un vídeo viral ampliamente difundido por los medios de comunicación regionales, se afirma que el presidente del Comité de Seguridad Nacional israelí, Boaz Bismuth, se jactó de que «podemos despertar al rey de Jordania en mitad de la noche para que cumpla nuestras órdenes». Aunque Tel Aviv no ha confirmado la declaración, su popularidad refleja la percepción regional de que la monarquía jordana ya no opera con verdadera autonomía.

Una valla publicitaria en Damasco

Incluso en Siria se cooptan los restos de la rebelión. En mayo, el presidente interino Ahmad al-Sharaa, antiguo jefe de Hayat Tahrir al-Sham (HTS), afiliado a Al Qaeda, que se hacía llamar Abu Mohammad al-Julani, declaró a un medio de comunicación de la comunidad judía en Damasco que su administración, profundamente arraigada en el extremismo suní, e Israel «comparten enemigos comunes».

Un mes más tarde, el jefe del Estado Mayor israelí fue visto en el sur de Siria en medio de informes sobre negociaciones indirectas para la normalización. Incluso las cenizas de la resistencia se están reciclando en la arquitectura de la normalización.

Esa trayectoria se consolidó cuando apareció una valla publicitaria en el centro de Damasco en la que se veía a Sharaa junto al presidente estadounidense Donald Trump bajo el lema «Los líderes fuertes hacen la paz».

El sociólogo francés Pierre Bourdieu denominó este fenómeno «violencia simbólica»: la imposición de una visión del mundo tan total que se disfraza de verdad. Esa es la lógica del Escudo de Abraham. Los gobiernos árabes proclaman la liberación mientras facilitan el despojo, calificando abiertamente la traición de pragmatismo.
DIARIO LA HUMANIDAD.

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