El fantasma en la máquina. La inteligencia artificial y la ontología espectral del valor
Laura Ruggeri.
Foto: Enrique Saenz de San Pedro, España.
En realidad, si la trayectoria actual es un indicio de la evolución futura, es más probable que la IA afiance una distopía hipercapitalista, en lugar de construir una utopía poscapitalista.
El pasado mes de febrero, cuestioné públicamente la existencia de Jianwei Xun, autor de un libro superventas y aclamado por la crítica titulado Hypnocracy: Trump, Musk and the New Architecture of Reality(Hipnocracia: Trump, Musk y la nueva arquitectura de la realidad).
En su página web y en academia.org —la versión original de su perfil solo se puede encontrar ahora en Internet Archive— afirmaba ser un filósofo de los medios de comunicación nacido en Hong Kong, investigador del Instituto de Estudios Digitales Críticos de Berlín y que había estudiado filosofía política y medios de comunicación en la Universidad de Dublín.
Dado que vivo en Hong Kong y solía dar clases de estudios culturales, me sorprendió no haber oído hablar de él antes. ¿Me había desconectado tanto de este campo interdisciplinario que su nombre ni siquiera me sonaba vagamente familiar?
Sin duda, sonaba extraño: los nombres chinos siguen un orden diferente, el apellido debería ir primero. Fue entonces cuando decidí investigar más a fondo.
El instituto de Berlín que mencionaba no existía, “Universidad de Dublín” era una referencia ambigua y no apuntaba a ninguna universidad concreta. Xun afirmaba que había pasado años como consultor de narrativas estratégicas para instituciones globales antes de dedicarse a la escritura.
No encontré ningún rastro de su producción académica ni de su actividad profesional antes de 2024, cuando su obra se publicó por primera vez en varios idiomas. Los extractos del libro que leí no me parecieron especialmente originales, parecían una mezcolanza de filosofía de los años sesenta y setenta.
Pero, a diferencia de otros textos derivados con los que me encuentro a menudo, tenían una calidad inquietante, casi como si un médium hubiera invocado a los espíritus de los filósofos muertos durante una sesión de espiritismo.
Dado que los impostores de hoy en día son más propensos a utilizar la IA que a hacer girar mesas, rápidamente llegué a la conclusión de que quienquiera que se escondiera detrás del misterioso ‘Jianwei Xun’ había empleado herramientas de IA generativa para producir este libro.
Meses después de que denunciara este fraude1 e intercambiara mensajes con varios periodistas, los medios corporativos finalmente admitieron que Xun no existe.
El editor italiano que se escondía detrás de esta identidad ficticia ahora insiste en que solo estaba llevando a cabo un experimento, “un ejercicio de ingeniería ontológica”,según sus propias palabras. Pero si ese era el caso y no tenía intención de engañar a sus lectores, ¿por qué eliminó las referencias académicas y profesionales que había inventado de la página web recién actualizada de su personaje falso?
La elección de una identidad china para aumentar la credibilidad y la comerciabilidad refleja un patrón inquietante de apropiación cultural en el que los escritores occidentales se aprovechan del exotismo percibido de un nombre asiático, mientras que los escritores asiáticos reales se enfrentan a importantes barreras para la publicación de sus obras.
Si hay una lección que aprender de la saga de Jianwei Xun, es que el revuelo mediático en torno a ‘su’ obra y su personaje, amplificado por medios de comunicación de prestigio, críticas elogiosas y una hábil presencia en Internet, creó un bucle de retroalimentación en el que la percepción de la realidad superó cualquier necesidad de verificarla.
Cuando las líneas entre lo real y lo irreal se difuminan, el marketing agresivo hace que esas líneas parezcan irrelevantes.
Con la IA produciendo contenidos que, para el ojo inexperto, parecen indistinguibles de los creados por humanos, y los medios de comunicación compitiendo por publicarlos, la gente está cada vez más predispuesta a dar prioridad al bombo publicitario y, a menudo, no tiene tiempo ni para rascar la superficie.
Si bien el sistema mediático siempre ha sacado provecho del bombo publicitario y el sensacionalismo, hoy en día las plataformas de redes sociales son las principales generadoras de este fenómeno.
Mientras atendía las preguntas de los medios de comunicación sobre el ficticio “filósofo de los medios nacido en Hong Kong” y escribía sobre este caso en mi Substack, recibí un aviso de un lector que me alertó de otro caso de plagio habitual facilitado por la IA, esta vez relacionado con alguien que sí vive en Hong Kong y colabora con medios de comunicación rusos y chinos.
¿Se le pasaron sus artículos de opinión? ¿Los editores hicieron la vista gorda ante el contenido generado por IA para sacar partido de su alcance en las redes sociales?
En cualquier caso, no debemos centrarnos en casos concretos: cualquiera que utilice un detector de IA sabe que esta práctica poco ética está muy extendida. En cambio, invito al lector a considerar la compleja interacción entre la dinámica de la audiencia y los factores económicos y culturales que incentivan tanto el auge del plagio con IA como la industria de los influencers sociales.
A estas alturas, debería quedar muy claro cómo funcionan los influencers sociales.
La autopromoción, las afirmaciones exageradas y una imagen bien construida pueden generar una credibilidad exponencial antes de que nadie compruebe sus credenciales. Establecen relaciones parasociales con sus seguidores, que sienten que conocen al influencer, aunque nunca lo hayan visto. Los influencers intentan crear un aura de individualidad y autenticidad a través de historias personales, compartiendo material sin editar o sensacionalista, e invitando a sus seguidores a “echar un vistazo” a sus vidas, lo que fomenta el voyeurismo.
Sin embargo, este aura es aún más frágil que el aura artificial mencionada por Walter Benjamin cuando, en la década de 1930, describió el fenómeno impulsado por Hollywood de elevar a los actores al estatus de celebridades, creando personajes de culto que compensaban la pérdida del aura en la era de la reproducción mecánica.
El contenido derivado de los influencers no solo es fácilmente replicable, sino que ellos mismos son vulnerables a ser sustituidos por personajes generados por la inteligencia artificial.
Benjamin reconoció en el hechizo de la personalidad de la estrella “el falso hechizo de una mercancía”. Pero lo más importante es que advertía de que un medio que tiene la doble capacidad de abolir la distancia entre el público y el mundo representado y, al mismo tiempo, desvincularlo del mundo físico y de sus condiciones materiales, es ideal para los objetivos del fascismo.
Benjamin se refería principalmente al cine y a la fotografía, pero en una era de reproducción algorítmica controlada por un puñado de empresas tecnológicas sus observaciones son más pertinentes que nunca.
Los “influencers” aprovechan el efecto “bandwagon”, esa mezcla de conformidad y miedo a perderse algo. Una vez que un personaje gana impulso, con la ayuda de miles de bots cuyo coste es ahora inferior a un céntimo para las cuentas básicas, los humanos se suben al carro.
El humo y los espejos de los medios sociales funcionan porque estamos cableados para las historias, no para las auditorías. Pero con miles de millones de bots automatizados inundando las plataformas de los medios sociales, hay aproximadamente un 50% de posibilidades de que cualquier cuenta con la que se relacione, ya sea dándole a me gusta a una publicación, comentando o siguiendo, sea un bot.
Los bots se han vuelto tan sofisticados que cada vez es más difícil detectarlos. En cuanto a las cuentas restantes que siguen siendo operadas por humanos, aproximadamente la mitad de ellas publican contenidos generados por inteligencia artificial.
Incluso aquellos con conocimientos limitados sobre un tema determinado pueden producir posts y artículos persuasivos, mientras que los lectores necesitarían una herramienta de IA como GPTZero para identificar su origen artificial.
Una simple indicación garantiza que el contenido generado por la IA que publican está alineado, y resuena, con las inclinaciones ideológicas, los intereses y las preferencias de sus seguidores.
Un artículo aparecido en un medio de noticias conservador puede reescribirse automáticamente para complacer a un público liberal y viceversa. Un artículo publicado por un académico puede resumirse e intercalarse con chistes y coloquialismos para atraer a un público no académico, tres artículos pueden engranarse perfectamente en uno creando una pieza cohesiva que sintetice su contenido, etc. Ya me entienden.
Moldeados por una mezcla de actividad humana y contenidos generados por la IA, Internet y los medios sociales se asemejan ahora a una fantasmagoría, un espectáculo óptico de fantasía que proyecta imágenes fantasmales fetichiza los deseos y las experiencias humanas e intensifica la autorreferencia narcisista para crear una ilusión de autenticidad.
La presentación manufacturada del yo (autenticidad fabricada) es el imperativo neoliberal definitivo: se anima activamente a la gente a convertirse en productores de sí mismos.
El nombre del juego es “fíngelo hasta que lo consigas”. La falta de cualificaciones o de experiencia profesional no es un obstáculo para los aspirantes a influencers.
La ambición, una formación en marketing, un buen conocimiento de las técnicas de manipulación psicológica, la capacidad de aprovechar los algoritmos y una inversión inicial en un ejército de bots para impulsar los contenidos son mejores garantes del éxito.
Aquellos que logran destacar pueden obtener suculentos contratos para promocionar productos, servicios o agendas políticas. Cuanto más interacciones genere su contenido, más capital de datos acumulan las plataformas de redes sociales.
Como era de esperar, este estado de cosas está socavando el compromiso real y alejando de estas plataformas a un número cada vez mayor de usuarios frustrados y desilusionados, que dejan que los bots interactúen con otros bots, como ya lamentan los anunciantes.
A medida que la IA generativa disuelve las barreras a la productividad -uno puede producir fácilmente docenas de mensajes en las redes sociales al día, docenas de artículos a la semana y utilizarlos para vídeos, podcasts y entrevistas-, la preocupación por el plagio de las máquinas no deja de aumentar.
Al principio, los críticos más combativos eran los directamente afectados, como autores, artistas, periodistas y académicos, pero, como explicaré, ahora la alarma también la están dando los investigadores de IA.
Resulta que los textos generados por la IA que omiten la atribución remezclan contenidos no consentidos y los reducen a una mezcla irreconocible e irrastreable, constituyen una forma de contaminación que está degradando el mismo entorno digital que alimenta los sistemas de IA.
Estos sistemas, en particular los grandes modelos lingüísticos y las herramientas generativas, se entrenan con datos raspados de Internet, incluidos libros, artículos, sitios web y medios sociales. El robo a escala global se presenta como el futuro de la humanidad.
No sólo las empresas de IA se están beneficiando de un trabajo por el que nunca pagaron ni pidieron permiso para utilizar, sino que también se están beneficiando quienes confían en la IA generativa, lo que impulsa la demanda de chatbots cada vez más sofisticados y parecidos a los humanos.
Como la mayoría de las industrias, los medios de comunicación tradicionales están siendo transformados por la IA. Si bien es cierto que las herramientas analíticas de IA pueden ayudar a los periodistas a procesar un gran volumen de datos e identificar patrones significativos, y que la tecnología de transcripción de IA les está ahorrando tiempo en una tarea bastante mundana, la IA generativa es otra historia.
Está poniendo en peligro la integridad periodística, los puestos de trabajo y la confianza de los lectores.
Como de costumbre, el gran impulsor del uso de herramientas de IA como ChatGPT es la búsqueda de beneficios. El problema es que los recortes en las redacciones están debilitando la calidad del periodismo, lo que aleja a la audiencia, que a su vez ejerce más presión sobre los ingresos, lo que de nuevo conduce a más recortes de personal, y así sucesivamente.
La complejidad del trabajo periodístico descansa en un repertorio de experiencias y conocimientos incorporados: crear una red de fuentes de confianza que estén dispuestas a compartir sus secretos no es algo que la IA vaya a poder conseguir a corto plazo.
Por desgracia, en el momento en que el resultado de este minucioso trabajo, que puede combinar entrevistas y una amplia investigación, se publica en línea, queda ahogado por cientos de variaciones del mismo artículo generadas por la IA que remezclan y reescriben su contenido.
El resultado son textos estandarizados y homogéneos despojados de la esencia vibrante y dinámica de las voces humanas y su diversidad. O un mimetismo que simula la diversidad: el ‘texto en arrastre’.
Pero a medida que Internet se inunda de artículos clickbait generados por la IA que compiten por la atención de los lectores, invertir en calidad no garantiza ningún rédito a los medios de comunicación y a los autores independientes.
Además, la sobreproducción de contenidos derivados de la IA está saturando los motores de búsqueda y los feeds sociales, y agravando el problema de la sobrecarga de información.
Los lectores apenas pueden hacer frente a un diluvio de información y a la constante estimulación digital que está mermando su memoria, su capacidad de atención, su pensamiento crítico y su capacidad para procesar la información. Muchos ya están desconectando, evitando por completo las noticias o limitándose a desplazarse por los titulares.
Aunque regurgitar información nunca ha sido tan fácil, su impacto se está volviendo rápidamente inversamente proporcional a su cantidad. La información no requiere interpretación para existir y no se convierte necesariamente en conocimiento y comprensión. Puede que sí, pero sólo a través de un proceso cognitivo dinámico del que la adquisición es sólo el primer paso.
Mientras la Inteligencia Artificial avanza en sus capacidades, no hay pruebas de que los seres humanos avancen en las suyas. En realidad, ya están perdiendo la capacidad de pensar con claridad y eficacia, por no hablar de manejar la complejidad.
Otra consecuencia de la proliferación de los sistemas de IA es la confusión ontológica, un estado de desorientación existencial derivado de la ambigüedad o indeterminación de las categorías de ser, esencia y realidad.
La IA crea una brecha en la barrera entre los humanos y los objetos, aunque es justo decir que el capitalismo empezó a romperla hace mucho tiempo. Si la barrera se derrumba, nuestra concepción de lo que es ser humano se vería profundamente socavada. La IA ya está trastocando los marcos establecidos de significado, interacción y confianza; no tener en cuenta esta alteración podría tener efectos catastróficos tanto en los individuos como en las sociedades.
Si queremos que la IA ayude a los humanos en lugar de engañarlos, necesitamos un sistema obligatorio de identificación de la IA: cualquier agente autónomo de la IA debe declararse como tal antes de interactuar con un humano y la industria de los medios de comunicación, incluidas las plataformas de medios sociales, deben etiquetar claramente el contenido generado por la IA.
No faltan herramientas de detección de IA, y son bastante eficaces a la hora de identificar qué partes de un texto son probablemente de autoría humana, generadas por IA o refinadas por IA.
Algunos también esperan que tarde o temprano los motores de búsqueda empiecen a ofrecer a los usuarios un filtro de IA eficaz. Hasta entonces, escardar los contenidos artificiales seguirá siendo una tarea que requerirá mucho tiempo.
Aunque el optimista que hay en mí, comparte la creencia de que la transparencia sobre los contenidos generados por IA probablemente aumentará debido a una fuerte demanda, el pesimista que llevo dentro cree que las posibilidades de que esto ocurra pronto son escasas: la economía digital se sustenta en el capital de datos, que mantiene una relación simbiótica con la IA.
Y las grandes tecnológicas no cambiarán el statu quo hasta que la calidad de los datos se degrade tanto que erosione sus colosales beneficios.
La IA transforma los datos en capital y depende del capital de datos para entrenarse y funcionar. La IA es a la vez impulsora y beneficiaria del capital de datos. Por eso el software está integrado en cada vez más productos: todos ellos generan datos.
Como explicó un “estratega de Big Data” de Oracle, una de las mayores empresas de software del mundo,
los datos son un nuevo tipo de capital a la par que el capital financiero para crear nuevos productos y servicios. Y no es sólo una metáfora; los datos cumplen literalmente la definición de capital de los libros de texto.2
No sé qué libro de texto tendría él en mente, pero para entender las dinámicas económicas y sociales que impulsan la llamada Cuarta Revolución Industrial, voy a consultar el ejemplar de El Capital de Marx que tengo en mi estantería. Ciertamente, necesita que le quite el polvo.
Marx define el capital como valor en movimiento, es decir, valor de un tipo peculiar, a saber, valor autoexpansivo, una relación social que se apropia de la plusvalía creada en un proceso definido de producción y reproduce continuamente tanto el capital como las relaciones capitalistas.
Para expandirse, el capital debe adquirir una mercancía, cuyo consumo crea nuevo valor. Esta mercancía es la fuerza de trabajo, una verdad incómoda que nuestro “estratega del Big Data” no se molestó en mencionar.
Para poder extraer valor del consumo de una mercancía, nuestro amigo, Moneybags, debe tener la suerte de encontrar, dentro de la esfera de la circulación, en el mercado, una mercancía cuyo valor de uso posea la propiedad peculiar de ser una fuente de valor, cuyo consumo real, por tanto, sea en sí mismo una encarnación del trabajo y, en consecuencia, una creación de valor. El poseedor de dinero sí encuentra en el mercado tal mercancía especial en capacidad de trabajo o fuerza de trabajo. (El Capital, capítulo 6)
La creación de valor depende del intelecto general, es decir, de los conocimientos, habilidades y capacidades intelectuales de la sociedad, pero en el capitalismo está sujeta a la apropiación privada y al control privado.
A los oligarcas de la tecnología les gusta enmarcar esta apropiación privada para sus modelos de IA, como “democratización del acceso al conocimiento”. Si ese es el caso, quizá deberíamos empezar a democratizar el acceso a sus cuentas bancarias.
Cuando los datos se tratan como una forma de capital, el imperativo es extraer y recopilar tantos datos, de tantas fuentes, por cualquier medio posible. No debería sorprendernos. El capitalismo es intrínsecamente extractivo y explotador.
Además, también genera una presión o tendencia constante hacia la mercantilización universal, sigue colonizando nuevos territorios, partes no mercantilizadas y no monetizadas de la vida, con la misma indiferencia por los daños colaterales que exhibe cuando explota la mano de obra y los recursos naturales en busca de beneficios.
Es importante tener en cuenta quelos datos son a la vez mercancía y capital. Mercancía cuando se comercializa, capital cuando se utiliza para extraer valor.
La IA destila la información en datos transformando cualquier tipo de entrada en representaciones abstractas y numéricas para permitir el cálculo.
La distinción entre el consumidor y el productor de información desaparece una vez que su actividad se convierte en datos. Estar en línea es tanto consumir como producir datos, es decir, valor.
Los usuarios generan datos a través de interacciones que las plataformas monetizan. Este ‘trabajo’ no remunerado es comparable a la fuerza de trabajo de Marx, ya que los usuarios producen valor (datos).
Los algoritmos de IA, la infraestructura en la nube y las plataformas digitales son los nuevos medios de producción, y están concentrados en muy pocas manos.
La extracción y recopilación de datos se rige por los dictados de la acumulación de capital, que a su vez impulsa al capital a construir y depender de un universo en el que todo se reduce a datos.
Dado que los datos que se introducen en las máquinas han pasado por un proceso de abstracción previo, nada impide que estos datos sean el resultado de ciclos anteriores de producción artificial de información a través de datos.
Los datos generan datos que generan datos y así sucesivamente. Como el capital que genera intereses, “una fuente misteriosa y autocreadora de su propio incremento… valor que se autovaloriza, dinero que engendra dinero”, como describe Marx el proceso de financiarización que autonomiza al capital de su propio sustento.
La acumulación de datos y la acumulación de capital han conducido al mismo resultado: una creciente desigualdad y la consolidación del poder monopolístico corporativo.
Pero al igual que la autonomización del capital que desplaza las inversiones no financieras tiene un efecto perjudicial en los sectores productivos, también lo tiene la proliferación de contenidos de IA en línea.
Varios investigadores han señalado que generar datos a partir de datos sintéticos conduce a peligrosas distorsiones. Entrenar grandes modelos lingüísticos con sus propios resultados no funciona y puede llevar al “colapso del modelo”, un proceso degenerativo por el que, con el tiempo, los modelos olvidan la verdadera distribución de datos subyacente, empiezan a alucinar y a producir sinsentidos.3
Sin una aportación constante de datos de buena calidad producidos por humanos, estos modelos lingüísticos no pueden mejorar.
La pregunta es:
¿quién va a alimentar textos bien escritos, correctos en cuanto a los hechos y libres de IA cuando un número cada vez mayor de personas está descargando el esfuerzo cognitivo en la inteligencia artificial, y cada vez hay más pruebas de que la inteligencia humana está disminuyendo?
Cuando Ray Kurzweil, promotor del transhumanismo y pionero de la IA, delira sobre los sistemas de aprendizaje automático que pronto empezarían a mejorarse a sí mismos mediante el diseño de redes neuronales cada vez más potentes que no requieren la intervención humana
«Dado que las computadoras operan mucho más rápido que los humanos, eliminar a estos del desarrollo de la IA desencadenará ritmos de progreso asombrosos»—, lo único que está haciendo es maquillar la realidad.
Cuando se le preguntó por el impacto de la IA en el trabajo, Kurzweil explicó que prevé una sociedad en la que la mayoría de las personas recibirían una Renta Básica Universal en 2030. Es decir, sobrevivirían comiendo algo como Soylent o proteína de insecto.
Presumiblemente, su vida se ajustaría a la definición de “vida desnuda” propuesta por Giorgio Agamben, una existencia reducida a su forma más básica, biológica, despojada de significado político o social.
Pero a medida que disminuya la calidad de sus vidas, también lo harán la calidad y el valor de los datos que producen gratuitamente.
Los evangelistas de la IA afirman que la inteligencia artificial actuará como una fuerza transformadora, casi divina, para resolver los problemas de la humanidad dando paso a una era de prosperidad y trascendencia.
En realidad, si la trayectoria actual es un indicio de la evolución futura, es más probable que la IA afiance una distopía hipercapitalista, en lugar de construir una utopía poscapitalista.
La idea de que las máquinas puedan sustituir al trabajo humano, el sueño húmedo de los capitalistas no es nueva ni original. Ha estado con nosotros desde el comienzo de la Primera Revolución Industrial.
Sus defensores olvidan que un mayor uso de los robots y de la IA provocaría un descenso de la tasa de beneficios a nivel de toda la economía si la mayoría de la población vive al día.
Al centrarse en los capitalistas individuales que obtienen una ventaja competitiva aumentando la productividad, no ven el panorama completo. Un ejemplo típico de no ver el bosque por los árboles.
La IA y las plataformas digitales están controladas por un puñado de empresas tecnológicas, cuyos propietarios dominan la clasificación de multimillonarios mundiales. Obviamente, no podemos confiar en que quienes tienen un interés personal en hacernos tragar la IA den prioridad al bien público. Gastan millones para restar importancia a los riesgos y frustrar cualquier intento de introducir regulaciones eficaces.
En un mundo configurado por una poderosa oligarquía tecnológica, que desprende un fuerte aire distópico, las líneas entre el poder corporativo, la influencia estatal y la tecnología punta se difuminan hasta la indistinción.
Añádase a esto la competencia geopolítica y un sombrío panorama económico global, y los gobiernos están más que dispuestos a unirse a la carrera de la IA, que ahora se ha fusionado con la carrera armamentista. Las aplicaciones militares de la IA incluyen: análisis de Inteligencia, Vigilancia y Reconocimiento (ISR); enjambres de drones conectados; armas autónomas; ciberseguridad; logística; sistemas de apoyo a decisiones; entrenamiento militar; guerra electrónica; y operaciones psicológicas.
No es exagerado decir que la IA se encuentra en el núcleo de la proyección del poder estatal en el siglo XXI. Y las multinacionales estadounidenses ostentan el control imperial sobre una gran parte del ecosistema digital global.
Si consideramos los datos como una mercancía, tenemos que recordar que el “tiempo de trabajo socialmente necesario” acumulado -trabajo pasado y presente- está plasmado en ellos, que se ha gastado fuerza de trabajo humana en su producción. Aunque la actividad en línea productora de datos no aparezca necesaria e inmediatamente como trabajo, el tiempo que pasa en línea es tiempo que se resta a las experiencias de la vida real, a la familia y a la interacción social. Su tiempo de pantalla puede incluso restarle horas de sueño.
Puede implicar trabajo en el sentido tradicional, como crear contenidos, codificar o dedicarse a tareas remuneradas, o ser más parecido al ocio o al consumo.
En última instancia, el valor de la mercancía y, por extensión, del trabajo humano colectivo, es relativo a lo que la sociedad actual considera necesario, a los deseos y necesidades humanas actuales.
El trabajo invisible, infravalorado y abstracto (como el trabajo digital no remunerado) no significa que el trabajo haya desaparecido. El trabajo sigue siendo esencial en los procesos de valorización.
La razón por la que la capacidad de creación de valor del trabajo se desprecia y oculta convenientemente tiene todo que ver con las relaciones de producción capitalistas y la extracción de plusvalía.
Cuando se tienen relaciones sexuales no se producen datos. Puede concebir un hijo, pero a menos que se dedique a esa actividad porque alguien quiere comprar el bebé, nadie consideraría el coito y la gestación como ‘trabajo’ y al bebé como una ‘mercancía’. Pero si ve porno, practica sexo mientras lleva un aparato electrónico o si en las proximidades hay dispositivos con sensores, capacidad de procesamiento, software, etc., sí que produce datos.
Pero volvamos a la mercancía, ya que encarna la lógica del capitalismo y es la unidad básica de intercambio económico en un sistema capitalista.
Lo que fundamentalmente complica y hace misterioso el concepto de mercancía es la noción misma de que el trabajo individual adopta una forma social. En su forma social, lo que se hace más difícil es la cuantificación y valoración de ese trabajo individual, el “gasto del cerebro humano, los nervios, los músculos, etc.”.
Aquí el concepto de fetichismo de la mercancía, aunque elaborado por Marx en una dimensión espacial, tecnológica y organizativa del capitalismo diferente de la contemporánea, sigue siendo uno de sus aspectos específicos y constitutivos.
Marx utilizó esta categoría para representar la forma específica de socialidad en una economía basada en las mercancías y en la mediación del mercado. En este sistema, las mercancías oscurecen las relaciones entre los individuos y, mediante un proceso de inversión, la mercancía adquiere una existencia autónoma, desvinculada del trabajo humano y de las interacciones que la produjeron. Una objetividad espectral.
Marx percibió y remarcó la objetividad espectral de la mercancía a mediados del siglo XIX, en un momento en que la Revolución Industrial estaba desgarrando el tejido social, económico y cultural de la Inglaterra victoriana, profundizando la desigualdad e intensificando la explotación y la alienación.
Mientras la gente lidiaba con los cambios y trastornos radicales causados por la introducción de tecnologías que habían mecanizado y concentrado la producción, y tecnologías que parecían abolir la distancia temporal y física, como la fotografía, el telégrafo y más tarde el teléfono y la radio, algunos se volvieron hacia el espiritismo.
Cuando todo lo sólido se fundió en aire, todo lo sagrado fue profanado, prosperaron las creencias en lo paranormal, los poderes mágicos y lo oculto. Mientras las vidas de los trabajadores se truncaban en los barrios marginales y las fábricas, y el valor-trabajo se ocultaba en la mercancía, la comunicación con los muertos a través de médiums y sesiones de espiritismo se convirtió en un pasatiempo de moda entre la burguesía.
Los médiums utilizaban diversos trucos para hacer levitar mesas y convencer a la gente de que una presencia fantasmal se encontraba entre ellos.
Atribulada por la culpa y atormentada por el miedo, la Inglaterra victoriana se obsesionó con los espíritus.
Marx aprovecha los temores de la burguesía cuando conjura el “espectro” del comunismo. Al enmarcar el comunismo como un “espectro” y argumentar que el capitalismo es inherentemente inestable y está acechado por sus propias contradicciones, amplifica la ansiedad burguesa.
Cuando aborda la cualidad aparentemente mágica de la mercancía, descrita como fetichismo de la mercancía, la expone como una forma de engaño estableciendo una comparación con el “vuelco de la mesa”.
Está tan claro como el agua que el hombre, con su industria, cambia las formas de los materiales que le proporciona la Naturaleza, de manera que le resulten útiles. La forma de la madera, por ejemplo, se altera, al hacer una mesa con ella. Sin embargo, a pesar de todo, la mesa sigue siendo esa cosa común y corriente, la madera.Pero, en cuanto se convierte en una mercancía, se transforma en algo trascendente. No sólo se yergue con los pies en el suelo, sino que, en relación con todas las demás mercancías, se yergue sobre su cabeza, y desarrolla a partir de su cerebro de madera ideas grotescas, mucho más maravillosas de lo que nunca fue el ‘volteo de mesas’. (El Capital, capítulo 1)
La mercancía más codiciada y fetichizada de la actualidad, los datos, está haciendo un trabajo aún mejor a la hora de ocultar sus orígenes bajo las operaciones matemáticas y el razonamiento estadístico. Y ciertamente está engendrando ideas más grotescas y fantasiosas que cualquier mercancía conocida por Marx.
En la fantasmagoría espectral de la Inteligencia Artificial, lo “utópico” y lo “cínico” se han dado la mano mientras lidiamos con las consecuencias de la confusión ontológica, la pérdida de confianza y la intensificación de la explotación.
A medida que las relaciones de mercancía dan forma a la objetividad y la subjetividad en el capitalismo, impregnando todos los aspectos de la vida social y moldeándola a su propia imagen, quienes se niegan a ser descualificados y reducidos a la “vida desnuda” deben organizarse y contraatacar.
Traducción nuestra
*Laura Ruggeri es investigadora, ex académica, afincada en Hong Kong desde 1997. En los últimos años ha investigado la guerra híbrida y los conflictos geopolíticos. Escribe para medios chinos, italianos y rusos.
Notas
1. A juzgar por el orden cronológico de los mensajes en Telegram y X/Twitter, fui la primera persona en cuestionar la existencia de Jianwei Xun https://t.me/LauraRuHK/9759
https://x.com/LauraRu852/status/1894404864895234268
Compartí la información que obraba en mi poder con varios periodistas, sólo uno reconoció mi contribución. https://decrypt.co/314480/philosopher-trump-musk-fabricated-ai
2. https://journals.sagepub.com/doi/full/10.1177/2053951718820549#bibr63-2053951718820549
3. https://www.nature.com/articles/s41586-024-07566-y#Bib1
Fuente original: Laura Ruggeri’s Substack