El Jet Set fuera del foco
Por Manolo Pichardo
Abril, para mí, es una puerta abierta al yin y el yang, es un resumen de mariposas y la sumatoria de todos los dolores; es escenario de uniones, amores tiernos y turbulentos, de confesiones íntimas y proclamas; de histerias, pólvoras, fusiles y botas; carros de asalto, pueblos, multitudes, derrotas y victorias: el resumen de la vida o de todas las vidas juntas y separadas desde el inicio de los tiempos con el abandono del árbol, la aparición de la rueda, la propiedad privada y el Estados; hasta la manipulación de la imprenta, la máquina a vapor, la electricidad, la Internet, la física cuántica, el 5G, la inteligencia artificial y el desplome del techo de la legendaria discoteca capitalina con medio siglo de ensordecedores y rítmicos decibelios ahogados en danzas y gritos de alegría: Jet Set.
La madrugada comenzaba sus respiros de rocíos, insondablemente oscura y con presagios de muerte, mientras un abril nocturnal dormía en los hogares, y otro abril desarropado de la noche, mostraba su faz diurna de discoteca, de luces, alegría y desenfreno. Entonces un polvillo con hedor a cemento diseminó su cuerpo espectral por todo el salón. Era una señal siniestra. ¡“Algo se cae!”, grita alguien del público, mientras un índice parece señalar al techo, de acuerdo a un video mostrado en las redes. Rubby Pérez, “la voz más alta del merengue”, cantaba, pero hace una pausa y mira hacia arriba mientras coloca su mano derecha sobre su frente en forma de visera como para ver mejor. Lentamente, como si nada le hubiera dado una señal de peligro, retomó el micrófono. Segundos después, el inmenso paño de concreto se precipitó con saña sobre una multitud sin opciones para escapar.
El dolor físico y el horror se comenzaron a desparramar por las redes, y la madrugada comenzó a despertar espantada y sofocada. La llama que inició repartiendo muerte crecía cada minuto. Y al alba, cuando el oriente repartía sol a su antojo, todo el país ardía consumiéndose en una sensación de desesperanza que causaba esa muerte muerta que no mata, pero doblega. Mas no. Ya antes, cuando aún la luna exhibía su luz prestada, sonaban las sirenas: los cuerpos de rescate del Estado, de pie y en acción, se mostraban junto a un pueblo que dijo presente, prestando intención, fuerza y sangre, abarrotando todos los centros destinados a la donación, pero merodeando el lugar como si con aquella entorpecedora presencia insuflaran ánimo a los socorristas.
Todo aquello estuvo en el foco, como estuvo la improvisada pasarela de funcionarios públicos ajenos a las labores de rescate que buscaban afanosos la atención de las cámaras, como si quisieran hacer relaciones públicas con la tragedia. Google es una memoria testigo para el que ose afirmar lo contrario. Ahora bien, las cosas fuera del foco estaban lejos de la zona cero; y una de ellas me llamó la atención. Resulta que, a diez horas de producirse la tragedia, mientras mi peluquero Edwin me recortaba, la pantalla de la televisión de la peluquería reproducía imágenes de la escena de la tragedia y se veían policías en acciones de rescate, cuando de repente uno de los peluqueros exclama: ¡Policías!
La exclamación detonó una acalorada discusión con cierto dejo de indignación: ¡qué entrenamiento tienen los policías para realizar esta labor?, gritaban, para a seguidas afirmar: no quedará una cartera, una cadena, un reloj o una tarjeta de crédito (ya se han denunciado transacciones con tarjetas de los fallecidos) en manos de sus propietarios. Sorprendido les reclamé lo que entendí como prejuicio, y todos reían como si yo fuera de otro planeta. Y sin pérdida de tiempo destaparon una voluminosa carpeta de relatos que me dejaron espantado y convencido de que el cuerpo del orden tiene un serio problema de imagen ante la población.