El nudo
Enrico Tomaselli.
Ilustración: Tomada de Giubbe Rosse News
Europa, que odia a Trump, se dispone a hacer exactamente lo que quiere EEUU, convencida, eso sí, de que está escupiendo al presidente norteamericano. Tratando de entender cuál es el quid de toda la cuestión, porque Europa ya no sabe cómo moverse en el mundo.
Hay algo paradójico en este levantamiento de los escudos de la cúpula europea -casi en pleno- contra la administración Trump, que entre otras cosas confirma que están compuestos en su mayoría por incompetentes, aquejados de un infantilismo político espantoso sólo a la altura de su arrogancia.
Y lo paradójico es que, creyendo escupirle en la cara a Trump, se disponen a hacer exactamente lo que Trump les pide, es decir, asumir ellos mismos la defensa europea, puesto que Estados Unidos ya no considera tan importante ese teatro de operaciones y quiere dirigir sus recursos militares a otra parte.
Además, para quienes no estuvieran ofuscados por su propia incapacidad cognitiva, estaba claro desde hace tiempo que esa era la dirección en la que ya estaba girando Estados Unidos cuando Biden aún estaba en la Casa Blanca.
Esto se subrayó repetidamente al escribir sobre el conflicto ucraniano. Lo que deja claro que no se trata de un capricho del nuevo presidente, sino de una evolución estratégica estadounidense a la que Trump sólo ha aportado, si acaso, su estilo áspero y preparado.
Lo que durante mucho tiempo se les ha escapado a los líderes europeos –y evidentemente se les sigue escapando– es que la crisis nacional e imperial estadounidense es profunda e importante y que, por tanto, de una forma u otra, requiere medidas extraordinarias para ser abordada.
En el fondo, pues, no es tan sorprendente que la postura estadounidense haya cambiado: son tiempos difíciles, en los que ya no hay lugar para el formalismo -evidentemente considerado una pérdida de tiempo- y en cambio es el equilibrio de poder el que pasa brutalmente a primer plano.
Lo que está haciendo Trump es quitarse el guante de terciopelo de Estados Unidos para blandir descaradamente el puño de hierro. Pero que dentro de lo primero se esconde lo segundo sólo los tontos podrían ignorarlo.
Así tenemos a una pléyade de dirigentes y líderes en jefe que -ante una administración estadounidense que nos dice que nos ocupemos solos de la defensa del continente- corren confusos, coincidiendo únicamente en que… ¡Europa debe defenderse! Convencidos, eso sí, de que así fastidiarán al insufrible inquilino de la Casa Blanca.
Toda la prosopopeya sobre la defensa de Ucrania «hasta el final”, de hecho, se reduce en última instancia a pura nada.
Incluso los incompetentes como ellos son conscientes de que, tal y como están las cosas, Europa no tiene ninguna posibilidad seria de intervenir a favor de Kiev de ninguna manera y/o en ninguna medida ni siquiera remotamente significativa.
Lo que, sin embargo -me parece a mí- nadie ha señalado y que, en cambio, es en mi opinión el verdadero quid de toda la cuestión reside en otra parte.
Y reside en el hecho de que existe una diferencia muy profunda entre Europa y Estados Unidos, que subyace a todas las conocidas diferencias políticas, económicas, sociales y militares.
Estados Unidos, de hecho, siempre se ha movido en función de su interés nacional, incluso cuando lo ha envuelto en ideales nobles válidos erga omnes, mientras que los países europeos —al menos a partir de 1945, cuando decidieron aceptar el papel de vasallos— han perdido esta ambición y esta capacidad.
Y, si las primeras clases dirigentes de posguerra tenían al menos memoria de lo que significaba defender el interés nacional (y cuando era posible intentaban hacerlo valer, incluso en el marco del vasallaje), la progresiva decadencia de las posteriores, no sólo desde el punto de vista político, sino literalmente desde el cognitivo, ha producido la más absoluta incapacidad incluso para concebirlo.
Razón por la cual, dicho sea de paso, todo este alboroto al respecto resulta tan triste como ridículo.
El punto de inflexión definitivo, desde cierto punto de vista, se produjo cuando -con la caída de la URSS- cayó también la división ideológica y la ‘izquierda’ se enroló en el campo liberalista (la tercera vía de Clinton y Blair).
Mientras que Estados Unidos siempre ha sido pragmático, la Europa del siglo XX estaba fuertemente ideologizada; pero cuando la confrontación en estos términos llegó a su fin, el marco cultural en el que se fundaba no terminó, sin embargo, y las sociedades europeas de la posguerra fría se caracterizaron por una postura internacional en la que el complejo de superioridad histórica (forjado durante cinco siglos de colonialismo) adquirió una nueva dimensión, en la que el lugar de las ideologías lo ocuparon los valores.
La exportación de la democracia, las guerras humanitarias, que para Washington siempre habían sido meras cortinas de humo que cubrían sus propios intereses, para los europeos se convirtieron en cambio en manifestaciones de una noble misión de valores, en la que -una vez más- les correspondía llevar la civilización al mundo (esta vez precisamente en forma de democracia parlamentaria, libre mercado, etc.).
En esencia, los europeos, a lo largo de las últimas décadas, nos hemos creído de verdad las mentiras de la propaganda norteamericana, de modo que mientras EEUU tenía sus propias estrategias geopolíticas, y las llevaba a cabo en función de sus propios intereses, aquí se nos convencía de que éramos los defensores-portadores de los valores universales, que nuestros intereses quedaban automáticamente garantizados por ello, y que en cualquier caso los valores debían prevalecer sobre los intereses.
Es precisamente esto lo que explica que los países europeos, en un giro instantáneo de 180 grados, pasaran de la noche a la mañana a defender un régimen corrupto, antidemocrático y pronazi, arremetiendo ferozmente contra lo que hasta la víspera se consideraba un vecino útil, y además con un fervor muy superior al de EEUU.
Esto explica que lo hayan sacrificado todo a ello (aceptando en silencio la destrucción de una arteria energética vital para su economía, enviando globalmente más ayuda de la que ha enviado EEUU, vaciando por completo sus arsenales), y que hoy ni siquiera conciban retroceder en esta batalla por los valores democráticos -aunque no estén en absoluto en juego en el conflicto, e incluso a costa de negarlos en casa.
Ahí está el quid de la cuestión.
Europa ha perdido toda noción de lo que significa reconocer y defender sus propios intereses, y ha sustituido esto por una ilusoria misión de defender un sistema de valores considerado universal, pero al mismo tiempo de indiscutible origen occidental.
Y por eso odian a Trump: porque ha rasgado el velo de la hipocresía, socavando toda la arquitectura imaginativa en la que se basaba la ilusión de vivir en el Jardín del Edén democrático.