El orden republicano de Emmanuel Macron

Jacques Rancière

Publicado originalmente el miércoles 26 de abril del 2023 en CTXT.ES

El presidente francés aspira a destruir lo que llamábamos Estado social y todas las formas de contrapoder procedentes del mundo del trabajo, con el fin de asegurar el triunfo de un capitalismo absoluto

En las últimas semanas, Emmanuel Macron y sus ministros han traspasado deliberadamente tres líneas rojas ante las que se habían detenido sus predecesores. En primer lugar, han impuesto una ley que la Cámara no había votado y cuya impopularidad era evidente. Después han dado su apoyo incondicional a las formas más violentas de represión policial. Por último, en respuesta a las críticas de la Liga de Derechos Humanos, han insinuado que las asociaciones de interés público podían perder sus subvenciones si expresaban reservas sobre la acción del gobierno.

Evidentemente, la transgresión de estas tres líneas rojas forma un sistema coherente y ofrece una imagen bastante precisa de la naturaleza del poder que nos gobierna. La primera ha sorprendido indudablemente por contraste con la actitud adoptada por Jacques Chirac durante las huelgas de 1995 y por su ministro Nicolas Sarkozy durante el movimiento contra el contrato de empleo juvenil en 2006. Ninguno de los dos tenía una fibra social muy pronunciada. El primero había sido elegido con un programa de reconquista de la derecha y el segundo declararía al año siguiente su voluntad de poner a los franceses a trabajar. Sin embargo, ambos consideraron que no era posible aprobar una ley de modificación del mundo del trabajo que era rechazada masivamente por los propios interesados. Como políticos a la antigua usanza, seguían sintiéndose constreñidos por un sujeto llamado pueblo: un sujeto vivo que no se reducía al recuento electoral y cuya voz, expresada a través de la acción sindical, los movimientos de masas en las calles y las reacciones de la opinión pública, no podía ser ignorada. Así, en 2006, no se promulgó la ley votada por el Parlamento.

«Chirac y Sarkozy consideraron que no era posible aprobar una modificación del mundo del trabajo rechazada masivamente por los propios interesados»

Sin embargo, ambos consideraron que no era posible aprobar una ley de modificación del mundo del trabajo que era rechazada masivamente por los propios interesados. Como políticos a la antigua usanza, seguían sintiéndose constreñidos por un sujeto llamado pueblo: un sujeto vivo que no se reducía al recuento electoral y cuya voz, expresada a través de la acción sindical, los movimientos de masas en las calles y las reacciones de la opinión pública, no podía ser ignorada. Así, en 2006, no se promulgó la ley votada por el Parlamento.

Es evidente que Emmanuel Macron ya no comparte esta ingenuidad. Ya no cree que, más allá del recuento de votos, exista todavía algo así como un pueblo del que tenga que preocuparse. Marx decía, con cierta exageración en su época, que los Estados y sus dirigentes no eran otra cosa que los agentes comerciales del capitalismo internacional. Emmanuel Macron es quizá el primer jefe de Estado de nuestro país que verifica exactamente este diagnóstico. Está decidido a aplicar hasta el final el programa del que es responsable: la contrarrevolución neoconservadora que, desde Margaret Thatcher, aspira a destruir cualquier vestigio de lo que llamábamos Estado social, así como todas las formas de contrapoder procedentes del mundo del trabajo, con el fin de asegurar el triunfo de un capitalismo absoluto que somete todas las formas de vida social a la sola ley del mercado.

Esta ofensiva ha recibido el nombre de neoliberalismo, un término que ha suscitado todo tipo de confusiones y complacencias. De acuerdo con sus defensores, pero también con muchos de los que creen luchar contra él, esta palabra significa simplemente la aplicación de la ley económica del laissez-faire, laissez-passer y la restricción de los poderes del Estado, que ahora se limitaría a realizar simples tareas de gestión, prescindiendo de cualquier intervención coercitiva en la vida pública. Algunas mentes que se creen perspicaces añaden que esta libertad de circulación de mercancías y este liberalismo de un Estado facilitador en lugar de represivo encaja a la perfección con las costumbres y la mentalidad de individuos que ahora solo se preocupan por sus libertades individuales.

La batalla de Orgreave, 1984.

Sin embargo, esta fábula del liberalismo permisivo fue desmentida desde el principio por las cargas de la policía montada ordenadas en 1984 por Margaret Thatcher en la batalla de Orgreave, una batalla destinada no solamente a imponer el cierre de las minas, sino a demostrar a los sindicalistas que no tenían nada que decir sobre la organización económica del país. No alternative quiere decir también: ¡cerrad la boca! El proyecto de imposición del capitalismo absoluto no tiene nada de liberal: es un proyecto bélico de destrucción de todo cuanto represente un obstáculo para la ley del beneficio: fábricas, organizaciones obreras, leyes sociales, tradiciones de lucha obrera y democrática.

«El Estado reducido a su mínima expresión no es el Estado gerencial, es el Estado policial»

El Estado reducido a su mínima expresión no es el Estado gerencial, es el Estado policial. El caso de Macron y su gobierno es ejemplar en este sentido. Macron no tiene nada que discutir ni con la oposición parlamentaria, ni con los sindicatos, ni con los millones de manifestantes. No le importa ser reprobado por la opinión pública. Le basta con que le obedezcan, y la única fuerza que le parece necesaria para ello, la única con la que su gobierno puede contar en última instancia, es la que tiene la misión de obligar a obedecer, es decir, la fuerza policial.

De ahí la transgresión de la segunda línea roja. Los gobiernos de derecha que precedieron a Emmanuel Macron habían respetado, tácita o explícitamente, dos reglas: la primera era que la represión policial de las manifestaciones no debía matar; la segunda, que el gobierno era culpable cuando la voluntad de imponer su política provocaba la muerte de quienes se oponían a ella. Esta fue la doble regla a la que se sometió el gobierno de Jacques Chirac tras el asesinato en 1986 de Malik Oussekine, golpeado hasta la muerte por una brigada motorizada durante las manifestaciones contra la ley que introducía la selección en la enseñanza superior. En aquel momento no solo se disolvieron las brigadas motorizadas, sino que se retiró la propia ley.

Es obvio que esta doctrina es cosa del pasado. Las brigadas motorizadas, resucitadas para reprimir la revuelta de los “chalecos amarillos”, fueron resueltamente utilizadas para reprimir a los manifestantes en París y en Sainte-Soline, donde una de las víctimas se debate todavía entre la vida y la muerte. Y, sobre todo, todas las declaraciones de las autoridades coinciden en señalar que ya no hay línea roja: lejos de ser la prueba de los excesos a los que conduce la obstinación en defender una reforma impopular, las acciones contundentes de las BRAV-M [brigades de répression des actions violentes motorisées] son la legítima defensa del orden republicano, es decir, del orden gubernamental que quiere imponer esta reforma a cualquier precio. Y quienes acuden a manifestaciones susceptibles de degenerar son los únicos responsables de los golpes que puedan llevarse.

De ahí que tampoco se tolere ya ninguna crítica a la actuación de las fuerzas del orden y que nuestro gobierno haya tenido a bien traspasar una tercera línea roja atacando a una asociación, la Liga de Derechos Humanos, que sus predecesores se habían cuidado de no criticar frontalmente por ser una asociación cuyo nombre simboliza la defensa de los principios del Estado de Derecho, considerados de obligado cumplimiento para cualquier gobierno de derecha o de izquierda.

En efecto, los observadores de la Liga se habían permitido denunciar los obstáculos que las fuerzas del orden ponían para la evacuación de los heridos. Esto bastó para que nuestro ministro del Interior, Gérald Darmanin, cuestionara el derecho de esta asociación a recibir subvenciones públicas. Pero esta no es simplemente la reacción del jefe de la policía a las críticas dirigidas contra sus subordinados. Nuestra muy socialista primera ministra, Élisabeth Borne, ha puesto los puntos sobre las íes: la reacción de la Liga ante la envergadura de la represión policial en Sainte-Soline confirma la actitud antirrepublicana que había convertido a esta asociación en cómplice del islamismo radical. Después de cuestionar la validez de diversas leyes restrictivas de la libertad individual que proscribían cierto tipo de vestimenta o prohibían cubrirse el rostro en lugares públicos, la asociación había manifestado efectivamente su indignación ante algunas disposiciones de la ley para “reforzar los principios de la República” que restringían de hecho la libertad de asociación. En definitiva, el pecado de la Liga, como el de todos aquellos y aquellas que se preguntan si nuestra policía respeta efectivamente los derechos humanos, consiste en no ser una buena republicana.

Gérald Darmanin.

Sería un error considerar los comentarios de Elisabeth Borne como un argumento circunstancial. En realidad, son el corolario de la así llamada filosofía republicana, que es la versión intelectual de la revolución neoconservadora cuyo programa económico aplica su gobierno. Los filósofos “republicanos” nos advirtieron muy pronto de que los derechos humanos, celebrados en su día en nombre de la oposición al totalitarismo, no eran tan buenos como parecían, pues de hecho servían a la causa del enemigo que amenazaba el “vínculo social”: el individualismo democrático de masas que disolvía los grandes valores colectivos en nombre de los particularismos.

«Los filósofos “republicanos” nos advirtieron muy pronto de que los derechos humanos no eran tan buenos como parecían»

Esta invocación del universalismo republicano frente a los derechos abusivos de los particulares encontró rápidamente un blanco privilegiado: los franceses de confesión musulmana y especialmente esas jóvenes colegialas que reclamaban su derecho a llevar la cabeza cubierta en la escuela. Se desenterró contra ellas un viejo valor republicano: el laicismo. Antiguamente significaba que el Estado no debía subvencionar la enseñanza religiosa. Ahora que la subvencionaba de hecho, el laicismo adquirió un significado totalmente distinto: empezó a significar la obligación de llevar la cabeza descubierta, una obligación que contravenían tanto las jóvenes colegialas que la cubrían con pañuelos como los activistas que llevaban capucha, máscara o pañuelo en las manifestaciones.

Al mismo tiempo, un intelectual republicano inventaba el término de “islamoizquierdismo” para identificar la defensa de los derechos vulnerados del pueblo palestino con el terrorismo islamista. Se impuso entonces la amalgama entre la reivindicación de derechos, el radicalismo político, el extremismo religioso y el terrorismo. En 2006, algunos habrían querido prohibir la expresión de las ideas políticas en la escuela al mismo tiempo que el uso del pañuelo. En 2010, en cambio, la prohibición de cubrir el rostro en el espacio público permitió asimilar a la mujer con burka, al manifestante con pañuelo y a la terrorista que oculta bombas bajo su velo.

Pero es a los ministros de Emmanuel Macron a quienes corresponde el mérito de haber logrado dos avances en la amalgama “republicana”: la gran campaña contra el islamoizquierdismo en la Universidad y la ley para “reforzar los principios de la República”, que, bajo el pretexto de luchar contra el terrorismo islamista, supedita la autorización de las asociaciones a “contratos de compromiso republicano” lo suficientemente vagos como para que puedan volverse en su contra. Las amenazas contra la Liga de Derechos Humanos se inscriben en esta línea.

Algunos pensaban que los rigores de la disciplina “republicana” estaban reservados a las poblaciones musulmanas procedentes de la inmigración. Ahora está claro que se dirigen mucho más ampliamente contra todos aquellos y aquellas que se oponen al orden republicano tal y como lo conciben nuestros dirigentes. La ideología “republicana”, que algunos/as intentan todavía asociar, mediante malabarismos diversos, a valores universalistas, igualitaristas y feministas no es más que la ideología oficial del orden policial destinado a garantizar el triunfo del capitalismo absoluto.

Es hora de recordar que en Francia no hay una, sino dos tradiciones republicanas. Ya en 1848 existía la república de los monárquicos y la república democrática y social, aplastada por los primeros en las barricadas de junio de 1848, excluida del voto por la ley electoral de 1850 y luego aplastada de nuevo por la fuerza en diciembre de 1851. En 1871, fue la República de Versalles la que sumió a la república obrera de la Comuna en un baño de sangre. Macron, sus ministros y sus ideólogos seguramente no tengan ninguna intención criminal. Pero han escogido claramente su república.

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