El régimen de Abinader quiebra la democracia
Manolo Pichardo
La democracia dominicana se fue construyendo a retazos, con altas y bajas, siguiendo un hilo que cuando parecía recto se quebraba; así ocurrió en 1963, año en que mostró su rostro luego de 6 lustros de satrapía, en que la acumulación originaria de capital personificada en un hombre y no en una clase, como ocurrió en países capitalistas que avanzaron sin accidentes históricos que les provocaran arritmia, trajo una orgía de desapariciones, cárceles, torturas, exilio y sangre que, a su vez, en una especie de reacción física, desencadenó legítimas conspiraciones fraguadas en territorio nacional y extranjero.
La metralla justiciera dictó sentencia en mayo de 1961, y después de estuprado el rostro fresco de la libertad con el golpe de Estado a Juan Bosch, los tanques constitucionalistas se abrieron paso entre los golpistas y plantaron su cara de fuego al invasor que atajaba con sus botas la democracia. El poder injerencista, sabiendo que la vuelta al trujillismo no era posible, armó la farsa electoral de 1966 para, por su miedo a la voluntad popular, instalar una “dictablanda” que, vestida de urnas y legitimada por la gendarmería del “orden democrático mundial”, retomó el camino de las calles ensangrentadas, las cárceles habitadas por héroes, heroínas y cuarteles adheridos a la autocracia votada al filo de las bayonetas.
En 1978, al arriarse la bandera roja, desapareció la sangre, las cárceles se despolitizaron, los exiliados abrazaron su tierra; la democracia por la que habían luchado Juan Bosch, Peña Gómez y los líderes del PRD, igual que en 1962, había derrotado a sus persecutores. La soberanía popular, extendida por 8 años y protegida por los cambios que en el orden internacional se produjeron, fue creando una cultura del voto que llevó a su espacio natural a los uniformados que, más académicos, más profesionales, entendieron el sentido de la democracia, y antes que obstruirla se convirtieron en sus guardianes, en garantes de las leyes y el orden institucional establecido.
Balaguer, el cortesano del dictador Trujillo, el hombre de los guardias que asustaban las urnas, el jefe de la democradura, regresó; pero el país había cambiado, y la línea que permaneció recta por 8 años, alteró su curso; sin embargo, las fuerzas represivas, ante las nuevas circunstancias, ya no podían actuar para mantener el régimen por encima de la voluntad popular, entonces vino la reinvención: el fraude electoral: compra de cédulas, dislocamiento de votantes, doble votación, sufragio de fallecidos; todo en complicidad con la Junta Central Electoral para hacer posible la conjunción de estas modalidades de trampa comicial.
Las viejas luchas de Bosch y Peña, vehiculadas por el PLD y el PRD resurgieron en esta nueva etapa de pleito por la democracia, para evitar ser electoralmente timados, como en efecto lo fueron en los comicios de 1990 y 1994. El fraude del 94 provocó, con resultados positivos, una serie de reformas institucionales en procura de blindar el sistema electoral. En lo adelante los procesos comiciales transcurrieron sin sobresaltos; sin embargo, una mezcla de las prácticas de los primeros gobiernos de Balaguer y las modalidades que implementó para sus últimas administraciones, han reaparecido en la gestión de Luis Abinader: militares intimidando al votante y coordinando acciones con los militantes del PRM, compra de cédula frente a los centros de votaciones de manera abierta, como nunca se había visto, además del proselitismo en los colegios electorales. A estas ha añadido algunas nuevas, como la politización de los programas sociales mientras se retienen y recortan los fondos a los partidos en violación a la ley. ¡El régimen de Abinader, quiebra la democracia!