El tsunami de los aranceles:Trump desmantela la globalización y abre el frente contra China
Roberto Iannuzzi.
Foto: El Diario.es
Para preservar a toda costa la hegemonía de Estados Unidos, el presidente norteamericano da la vuelta a la tortilla, pero pone en juego el destino del imperio.
El 2 de abril, el presidente estadounidense Donald Trump declaró una «emergencia nacional » al anunciar una lluvia de aranceles sobre todo tipo de productos importados. Las medidas afectaron tanto a países aliados como adversarios (gravámenes del 20% a las importaciones procedentes de la UE, del 24% a las de Japón, del 46% a las de Vietnam).
Los mercados financieros mundiales se han desplomado a medida que cundía el pánico entre empresas e inversores. Cuando el tsunami afectó también a los bonos del Estado estadounidense (activo refugio por excelencia) amenazando la estabilidad de la arquitectura financiera estadounidense, Trump dio marcha atrás parcialmente.
Pero la suspensión de 90 días de los llamados aranceles «recíprocos» recién impuestos no debe llevar a engaño. Se mantienen los aranceles básicos del 10% impuestos indiscriminadamente a todos los países (junto con los aranceles del 25% sobre el aluminio y el acero), pero sobre todo se mantienen los aranceles del 145% impuestos a China (a los que Pekín respondió elevando los aranceles contra Estados Unidos al 125%).
Estas medidas anuncian una guerra comercial sin precedentes entre los dos gigantes mundiales (con un PIB combinado de 46 billones de dólares) cuya integración económica había constituido la columna vertebral de la globalización hasta la fecha.
Está en juego un comercio anual de 700.000 millones y la disociación de dos superpotencias profundamente interdependientes económicamente.
De Reagan a Trump
Trump anunció el nuevo régimen arancelario en la Rosaleda de la Casa Blanca, con un discurso lleno de victimismo y recriminaciones contra el resto del mundo:
Durante décadas nuestro país ha sido saqueado, expoliado, violado y robado por naciones cercanas y lejanas, por amigos y enemigos por igual, dijo el presidente mientras enormes banderas estadounidenses ondeaban tras él.
Líderes extranjeros han robado nuestros puestos de trabajo, estafadores extranjeros han saqueado nuestras fábricas, saqueadores extranjeros han hecho trizas nuestro maravilloso sueño americano.
A continuación describió el 2 de abril como un punto de inflexión histórico:
Es uno de los días más importantes, en mi opinión, de la historia de Estados Unidos. Es nuestra declaración de independencia económica.
Durante años, los esforzados ciudadanos estadounidenses se vieron obligados a permanecer impasibles mientras otras naciones se enriquecían y se hacían poderosas, en gran medida a nuestra costa, pero ahora nos toca a nosotros prosperar.
El empleo y las fábricas volverán a rugir en nuestro país, y ya se puede ver que está ocurriendo. Reforzaremos nuestra base industrial nacional. Penetraremos en los mercados extranjeros y derribaremos las barreras comerciales, y finalmente una mayor producción nacional significará una competencia más reñida y precios más bajos para los consumidores.
Con su discurso, el presidente estadounidense desautorizó décadas de acuerdos de libre comercio que, en realidad, se redactaron específicamente para favorecer a las grandes multinacionales dirigidas por Estados Unidos. Estos acuerdos introdujeron normas que favorecían la deslocalización de la producción y anteponían los derechos de los grandes inversores a los de los trabajadores.
En Estados Unidos, estas normas han producido el estancamiento de los salarios de la clase trabajadora, han fomentado la desindustrialización y han aumentado la desigualdad, todo ello en beneficio de Wall Street y las grandes corporaciones de Big Tech, Big Pharma y la agroindustria.
A partir de la década de 1980, Washington diseñó un sistema globalizado con Estados Unidos en el centro, promoviendo una división internacional del trabajo en la que las grandes empresas estadounidenses encabezaban las cadenas de valor mundiales, dominaban las finanzas y las tecnologías avanzadas.
Países como China tuvieron que encargarse de la fabricación, el ensamblaje y el funcionamiento de la sección inferior de las cadenas de valor mundiales.
Los grandes acuerdos que regularon el comercio internacional, desde el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) de 1947 hasta la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (ATCI) y la Asociación Transpacífica (TPP), negociados en la década de 1910 y luego fracasados, pretendían garantizar la preeminencia global estadounidense en el comercio mundial.
El papel dominante del dólar como moneda de reserva internacional contribuyó a que Estados Unidos fuera el mercado de exportación de último recurso. Todos los demás países enviaban sus productos a ese mercado para obtener los dólares que necesitaban para comprar petróleo y otras materias primas, y para acumular las reservas de divisas necesarias para ajustar el tipo de cambio de sus monedas nacionales.
En virtud de lo que el ex Presidente francés Valéry Giscard d’Estaing llamó un «privilegio exorbitante» allá por los años sesenta, Estados Unidos ha podido mantener un déficit comercial constante, consumiendo más de lo que produce y comprando bienes simplemente imprimiendo dólares.
Gracias a este privilegio, el resto del mundo subvencionaba en gran medida el nivel de vida de los ciudadanos estadounidenses.
En un discurso radiofónico en en 1988, el entonces Presidente Ronald Reagan afirmó con rotundidad: «Debemos tener cuidado con los demagogos que están dispuestos a declarar una guerra comercial contra nuestros amigos… agitando cínicamente una bandera estadounidense. La expansión de la economía internacional no es una invasión extranjera; es un triunfo estadounidense».
Reescribir las normas
Pero China y otros países del Sur Global se han industrializado progresivamente y han escalado posiciones en las cadenas de valor mundiales. El ascenso chino ha sido considerado por muchos como el más espectacular de la historia moderna.
Tras haber perdido su base manufacturera a causa de la deslocalización industrial, a Estados Unidos le resulta cada vez más difícil destacar incluso en los sectores más avanzados de las cadenas de valor. Tras décadas de globalización liderada por Estados Unidos, Washington ya no puede competir en el sistema económico mundial que había concebido.
La respuesta de la actual administración estadounidense ha sido dar la vuelta a la tortilla, sacudir el sistema actual para imponer nuevas reglas del juego.
Pero el hecho de que Trump haya señalado a «falsos responsables», culpando a otros países del declive estadounidense, prepara el terreno para que los propios Estados Unidos adopten soluciones equivocadas.
Las reglas de la globalización neoliberal se amañaron en favor de las grandes multinacionales del Norte rico.
Durante décadas, los grupos de presión de las grandes empresas estadounidenses han desempeñado un papel anormal en el establecimiento de normas comerciales que maximizaban sus beneficios a expensas de los trabajadores y las pequeñas empresas.
Trump no pretende corregir estos desequilibrios, sino utilizar los aranceles como maza para obligar a otros países a aceptar los acuerdos de liberalización (con eliminación asociada de barreras arancelarias y no arancelarias) que él rechaza para Estados Unidos.
Y lo hace con un estilo autoritario: mediante un decreto de urgencia que elude al Congreso y concentra el poder en manos Ejecutivo.
Sin embargo, no es la primera vez que Estados Unidos recurre a formas de coerción económica para mantener su dominio mundial.
En 1971, Nixon puso fin unilateralmente a la convertibilidad del dólar en oro, devaluándolo para devolver la competitividad a la economía estadounidense.
En 1979, el entonces Gobernador de la Reserva Federal Paul Volcker subió los tipos de interés de al 19% controlar la inflación, provocando una recesión épica y obligando a los países en desarrollo a gastar más para pagar su deuda. Así se sentaron las bases de la crisis de la deuda del Tercer Mundo.
La apreciación del dólar también alcanzó tales niveles que a muchas empresas estadounidenses les pareció conveniente su producción al extranjero. Fue el comienzo de la globalización neoliberal.
En 1985, mediante el llamado Acuerdo Plaza (llamado así por el hotel neoyorquino donde se concluyó), Estados Unidos presionó a sus socios comerciales para que revalorizaran sus monedas frente al dólar. Esto destruyó la preeminencia industrial japonesa construida entre las décadas de 1960 y 1970.
Pero ninguna de estas medidas ayudó a que la producción estadounidense volviera a casa.
Un método de cálculo arbitrario
El propio predecesor de Trump, Joe Biden, intentó conseguirlo introduciendo una «política industrial» para subvencionar a las empresas tecnológicas y la infraestructura manufacturera.
Pero esto implicó un nuevo aumento del gasto público que llevó el déficit fiscal a niveles récord.
En su lugar, Trump planeaba utilizar los aranceles para obligar a las empresas estadounidenses a traer la producción de vuelta a casa, y «persuadir» a las empresas extranjeras a invertir en los EE.UU. en lugar de exportar sus productos desde el extranjero.
Por ello, la Casa Blanca aplicó dos categorías de derechos: derechos básicos del 10% sobre las importaciones procedentes de todos los países (excepto Canadá y México) a partir del 5 de abril; derechos «recíprocos», vigentes a partir del 9 de abril, que (sólo en teoría) deberían corresponder a los aplicados por otros países a las exportaciones estadounidenses.
De hecho, para calcular estos aranceles «recíprocos», la administración Trump no tuvo en cuenta las barreras (arancelarias y no arancelarias) impuestas por otros países, sino simplemente el déficit comercial que EEUU tiene con ellos.
El derecho calculado es, pues, obtenido a partir de la relación entre el déficit comercial con un país determinado y el total de las importaciones procedentes de él, todo ello dividido por dos para dar una impresión de «magnanimidad» en la respuesta estadounidense.
Si EE.UU. tiene un excedente comercial, se aplica en su lugar el derecho básico del 10%. Tanto los derechos recíprocos como los básicos se añaden a los ya existentes.
De este método de cálculo se deduce que, en la concepción trumpiana, un país determinado debería tener un comercio totalmente equilibrado no sólo con todos sus socios comerciales en conjunto, sino con cada uno de ellos individualmente. Probablemente una expectativa poco realista.
El método también es cuestionable porque excluye el comercio de servicios, en el que EE.UU. tiene superávit con muchos países. Además, como ya se ha mencionado, no guarda relación con las barreras arancelarias y no arancelarias a las exportaciones de EE.UU., e ignora las barreras arancelarias y no arancelarias que EE.UU. ya aplica a las importaciones de otros países.

Pagar los costes del imperio
A pesar de la arbitrariedad del método de imposición de aranceles, Trump no está aplicando una política carente de estrategia, como algunos han insinuado. Para convencerse de ello, basta con examinar las teorías expuestas por el secretario del Tesoro, Scott Bessent, y el presidente del Consejo de Asesores Económicos, Stephen Miran.
Ambos han teorizado sobre el uso de aranceles (y otros sistemas coercitivos) para forzar una redefinición del sistema económico internacional que sea (todavía) más favorable a EEUU.
Miran, en particular, presagió la posibilidad de empujar a muchos países a firmar un «Mar-a-Lago Agreement » (llamado así por la residencia de Trump en Florida), en la línea del Acuerdo Plaza de 1985.
Según la teoría de Miran, claramente expresada en un discurso que pronunció el 7 de abril, EEUU proporciona a sus aliados y al resto del mundo dos beneficios: un paraguas de seguridad garantizado por el poder militar estadounidense, y el dólar y los bonos del Tesoro de EEUU que aseguran el funcionamiento del sistema financiero internacional.
Aunque, como hemos visto, el papel del dólar como moneda de reserva mundial proporciona a EEUU una serie de ventajas, según Miran es una «carga» para Washington, al mismo nivel que el paraguas militar que EEUU proporciona a sus aliados.
En plena sintonía con la visión trumpiana, Miran cree, por tanto, que otros países deberían compartir el coste de esta carga con Washington poniendo de su parte.
Esto puede hacerse de varias maneras: otros países pueden aceptar derechos sobre sus exportaciones sin introducir aranceles de represalia; abrir sus mercados a los productos estadounidenses; aumentar el gasto en defensa comprando más armas estadounidenses; invertir y producir en Estados Unidos; financiar el Tesoro estadounidense comprando bonos a muy largo plazo (100 años) y bajo interés.
Bessent ha anticipado en un escenario similar al afirmar que los demás países se dividirán en tres categorías, los aliados (verdes), los países «neutrales» (amarillos) y los adversarios (rojos).
Los primeros obtendrán protección militar y suspensión de aranceles a cambio de ratificar un acuerdo monetario equivalente al Acuerdo del Plaza. Los demás (categoría amarilla y, en algunos casos, roja) podrán celebrar acuerdos transaccionales en sectores específicos.
Por tanto, la Casa Blanca podría concebir un «Acuerdo de Mar-a-Lago» a dos niveles: el primero para los aliados, el segundo para todos los demás.
La decisión de Trump de suspender la aplicación de «aranceles recíprocos» (a excepción de los impuestos a China) durante 90 días tendría por objetivo, por tanto, abrir la fase de negociación de un acuerdo de este tipo.
En otras palabras, para preservar la hegemonía de Estados Unidos, el presidente estadounidense quiere que el mayor número posible de países asuma una parte mayor de los «costes imperio».
Esferas de influencia y política de poder
Por ello, Trump ha adoptado una estrategia muscular, tanto económica como militar, que pretende priorizar los intereses estadounidenses en un sentido más restringido que en el pasado.
Esta estrategia tiene como objetivo la transición de un sistema globalizado dirigido por Estados Unidos a un imperialismo centrado en Estados Unidos en el contexto de un mundo multipolar definido por esferas de influencia en competencia.
Trump pretende aislar a China y reforzar el control estadounidense sobre el continente americano, desde Groenlandia hasta el Canal de Panamá y América Latina.
La importancia del mercado estadounidense para países como México, Canadá, Corea del Sur, etc., otorga a Washington poder de negociación, y debería empujar a estos países a adaptarse a las exigencias de la Casa Blanca en lugar de resistirse.
En cierto modo, es una vuelta a la política de poder del siglo XIX, cuando las grandes potencias movían a otros países como peones en el tablero internacional.
Es un sistema que produjo múltiples conflictos, que culminaron en dos guerras mundiales, señala William Alan Reinsch, del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de Washington.
La Casa Blanca apuesta tanto por la fuerza militar como por la influencia económica. De hecho, ha anunciado un presupuesto récord para el Pentágono, que superará el billón de dólares.
La repatriación de las cadenas de suministro debería reforzar la producción militar y hacerla menos dependiente del extranjero.
Debilidades de la estrategia trumpiana
Sin embargo, esta estrategia incluye elementos contradictorios, como han señalado numerosos observadores de .
La idea de asegurar un paraguas militar a cambio de beneficios económicos choca con quienes dentro de la Administración (incluido Trump) quieren reducir las obligaciones de seguridad de EEUU con los aliados.
Además, las anteriores renegociaciones de posguerra del equilibrio del sistema económico mundial se basaban en el principio de «fiabilidad» estadounidense, ahora socavado por la predilección de Trump por la imprevisibilidad y la total libertad de acción.
Un «Acuerdo de Mar-a-Lago», por tanto, no garantizaría una reducción del déficit comercial estadounidense, un tercio del cual depende de las exportaciones chinas. Es poco probable que Pekín revalúe el renmimbi (de hecho, lo ha devaluado en los últimos días), y los fabricantes chinos han establecido su producción en países que tienen acuerdos comerciales con EEUU, como México, Marruecos y Vietnam, para diversificar sus cadenas de suministro y mitigar el impacto de los aranceles.
Además, Estados Unidos ha tenido un déficit comercial durante gran parte de su historia, especialmente desde los años setenta. No es sólo consecuencia del dólar fuerte y de las políticas comerciales, sino de la división global de la producción promovida por las multinacionales dirigidas por EEUU.
Los aranceles pueden traer de vuelta a casa parte de la producción estadounidense, pero sólo dentro de ciertos límites. Para reactivar el sector manufacturero harían falta inversiones masivas, incluidas infraestructuras, de las que no hay ni rastro. En cualquier caso, el proceso de reindustrialización llevará años, quizá décadas.
Además, la idea de una repatriación indiscriminada de la producción no tiene en cuenta algunos factores cruciales .
Aunque la economía estadounidense cuenta con abundante capital y vastos recursos naturales y humanos, el número de industrias que puede sostener es limitado, sobre todo si se tiene en cuenta la escasa mano de obra, dadas las bajas tasas de desempleo en Estados Unidos.
Algunas alta tecnología y del automóvil podrán repatriar la producción, centrándose en altos niveles de automatización. Otras producciones permanecerán en el extranjero, aunque su localización puede cambiar como consecuencia de la política arancelaria.
El temor a la inflación y a una posible recesión ha desorientado a los mercados.En tales casos, suben los precios de los bonos del Tesoro estadounidense, considerados un activo refugio clásico. Esta vez, sin embargo, el pánico también contagió a estos bonos, que vieron caer su precio y aumentar en consecuencia su rendimiento.
Otra señal de alarma que, junto a inusual depreciación del dólar, llevó a Trump a aliviar la presión sobre los mercados anunciando una pausa de 90 días en la aplicación de aranceles, excluidos los aplicados a China.
Aunque hay quien cree que las tácticas coercitivas de Trump pueden empujar a un número importante de países socios a aceptar acuerdos comerciales más ventajosos para Washington, otros observadores están convencidos de que, a medio y largo plazo, esas tácticas empujarán a muchos países a reducir su dependencia de EEUU suscribiendo acuerdos con otros.
Sin duda, la actitud «musculosa» de Trump hacia Canadá, México y Groenlandia le ha granjeado muchas simpatías tanto en el continente americano como en el europeo.
La imprevisibilidad de la Casa Blanca también es mala para los negocios y las empresas. En un entorno de continua incertidumbre, estas últimas no pueden planificar inversiones y proyectos a largo plazo.
¿Choque frontal con Pekín?
Como se mencionó al principio, la pausa de 90 días en la aplicación de los derechos no debe llevar a engaño. Los aranceles básicos del 10% siguen en vigor, y se suman a los aranceles del 25% impuestos por Trump al acero y el aluminio de .
Además, al elevar los aranceles contra China al 145%, la Casa Blanca ha iniciado una guerra comercial sin precedentes con Pekín, que podría cambiar para siempre la faz de la globalización.
El gobierno chino ha hecho saber que, «si Estados Unidos persiste en este camino equivocado, China está dispuesta a luchar hasta el final «.
Varios miembros de la Administración Trump parecen convencidos de que pueden ganar una guerra comercial con Pekín, pero una desvinculación económica con China podría tenerefectos desastrosos para Estados Unidos.
Al igual que Moscú había empezado desde 2014 a preparar su economía para resistir el embate de las sanciones occidentales, del mismo modo Pekín ha estado perfeccionando las herramientas económicas de de represalias desde que Trump inició su propia guerra comercial contra China en 2018.
En aquel año, las exportaciones chinas a EE.UU. representaban el 20% de las exportaciones totales de Pekín. Hoy han caído al 15%. Como porcentaje del PIB, han caído del 6% al 3-4%. Mientras tanto, el superávit comercial global de China ha pasado de 350.000 millones de dólares en 2018 a 1 billón en la actualidad. En siete años, casi se ha triplicado.