En el juego de Trump, Estados Unidos y China ganan y Europa paga la factura

Sebastian Contin Trillo-Figueroa.

Ilustración: OTL

Al carecer de la capacidad para defender sus intereses, Europa no debe seguir subvencionando a los fabricantes de armas estadounidenses mientras se aleja de los mercados chinos.


En los primeros movimientos de la segunda presidencia de Trump, ha surgido un patrón:Washington establece la agenda, Pekín se adapta con precisión y Bruselas capitula.

Lo que emerge es un orden bipolar en el que Europa se ha relegado a sí misma al papel de financiadora y animadora.

Trump juega al póquer, Xi juega al go y Europa se debate con rompecabezas sencillos. En cinco meses, Trump ha conseguido compromisos de gasto en defensa que los presidentes anteriores solo habían teorizado.

Mientras que las restricciones de China a la exportación de tierras raras obligaron a Washington a un rápido reajuste, Europa no respondió con más que lamentaciones vacías. La asimetría lo dice todo: un bloque ejerce influencia, otro responde con determinación y el tercero firma cheques.

El regreso de Trump ha puesto al descubierto los fracasos estratégicos de la UE. En lugar de establecer límites o aprovechar el poder colectivo, los líderes han recurrido a la adulación hacia Washington y a buscar chivos expiatorios en Pekín.

La «antidiplomacia» debilita a la UE frente a China, al tiempo que ofrece servidumbre a Estados Unidos sin garantías de retorno.

Mientras México y Canadá negociaban, Europa se arrodillaba sin condiciones. Mientras China tomaba represalias de forma decisiva, Europa intensificaba la retórica y renunciaba a lo sustancial.

El último ejemplo: cuatro días después de que Washington cediera a Pekín en un acuerdo sobre tierras raras, Von der Leyen lanzó una nueva ofensiva contra China por el mismo tema, como si el acuerdo nunca hubiera existido.

El momento no debería arruinar una demostración de servilismo bien orquestada: su discurso en el G7 predicaba dureza, pero ignoraba las verdaderas vulnerabilidades de Europa.

Acusar a China de “armar” su dominio mientras se depende de ella para el 99 % de las tierras raras es como exigir juego limpio en una pelea a cuchilladas, una muestra de lo bien que funciona su política de reducción del riesgo.

Al parecer, aún no ha comprendido lo que hacen las grandes potencias: utilizan su influencia. Luego vino la admisión: “Donald tiene razón”, lo que demuestra cómo Bruselas cedió el control hace mucho tiempo.

La posterior capitulación en materia de gasto en defensa resultó igualmente abyecta. Líderes como Merz, Macron y Sánchez acordaron, sin ningún debate público, aumentar el gasto militar al 5 % del PIB. Sin preguntas, sin justificaciones. Trump no tuvo que exigirlo; ellos se rindieron voluntariamente. Mientras los analistas europeos se obsesionan con su populismo y sus amenazas a la democracia, pierden de vista lo importante: está consiguiendo exactamente lo que quiere.

Este compromiso, anunciado después de que el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, también se humillara, es un regalo para la industria armamentística estadounidense.

Trump identificó a su cajero y Europa entregó un cheque en blanco a Lockheed Martin, RTX y Northrop Grumman. Europa financia el renacimiento militar de Estados Unidos mientras sacrifica su propia autonomía, aferrándose a la ilusión de que esto le garantiza la protección duradera de Estados Unidos.

La obsesión antichina

La política europea hacia China revela la fase terminal de su dependencia: hostilidad performativa sin influencia, coordinación ni estrategia final.

Todas las medidas, desde las restricciones al 5G hasta los aranceles a los vehículos eléctricos, tienen su origen en el manual de Washington, fotocopiado por Bruselas y rebautizado como autonomía europea.

La ironía roza la parodia. Mientras Europa imponía sanciones a la tecnología china, Washington obtenía concesiones mediante presión directa. Mientras Bruselas moralizaba sobre la coacción económica, Trump aplicaba aranceles superiores al 50 % a las exportaciones europeas.

La contradicción pone de manifiesto la confusión de Europa: ha adoptado la retórica hostil de Estados Unidos hacia China, al tiempo que acepta el trato hostil de Estados Unidos hacia Europa.

Las pruebas son devastadoras: Trump impone aranceles del 50 % a la UE sin justificación, bloquea exportaciones clave, presiona a Europa para que reduzca el comercio con China, la insulta en Múnich, exige el 5 % del PIB para armas estadounidenses y drena la industria europea mediante subvenciones selectivas.

Mientras tanto, Bruselas acusa a Pekín de tácticas desleales, mientras que Washington aplica otras más duras, de forma abierta y sin complejos.

Además, en lugar de abrir canales diplomáticos para calmar las tensiones comerciales o abordar las dependencias críticas en materia de suministro, los líderes europeos optaron por la grandilocuencia moral y las restricciones erráticas.

China fue tildada de “parcialmente maligna”, “facilitadora decisiva” de la guerra de Rusia en Ucrania, y los responsables políticos elaboraron nuevos marcos de “amenaza para la seguridad”. Justo cuando Bruselas intensificaba su retórica, el regreso de Trump puso al descubierto la verdad: toda la postura de Europa se basaba en narrativas estadounidenses prestadas.

Las peregrinaciones de los líderes de la UE a Washington, mientras evitan Pekín, cristalizan esta ceguera. Actúan como si la relevancia europea dependiera únicamente de la aprobación estadounidense, descuidando el compromiso directo con la segunda economía más grande del mundo. Lo que podría haber sido una diplomacia triangular se convirtió en una súplica lineal.

El caso de Friedrich Merz es aún más escandaloso. En su primer discurso sobre política exterior, repitió como un loro el discurso del “eje de las autocracias”,agrupando a China, Rusia, Irán y Corea del Norte en una amenaza indiferenciada, mientras la industria automovilística alemana se pregunta quién habla en su nombre.

Pide una presencia naval europea “permanente” en el Indo-Pacífico, una fantasía cuando Europa lucha por apoyar a Ucrania. Advirtió a las empresas alemanas que invertir en China es un “gran riesgo” y dejó claro que su Gobierno no las rescatará. En Múnich, su deferencia hacia Washington obtuvo la respuesta que merecía: JD Vance lo ignoró y se reunió con la AfD. Mensaje recibido.

El colapso

Trump, a diferencia de sus homólogos europeos, aplica un enfoque brutal pero coherente con China. Valora la fuerza, no la adulación. Y Xi nunca cedió. Cuando Washington intensificó la escalada, Pekín respondió con represalias precisas, no con declaraciones.

Una medida burocrática reforzó el control de China sobre las tierras raras y obligó a la Casa Blanca a recalibrar su estrategia. Así funciona el poder, algo que Europa se niega a aprender.

El compromiso previsto de Trump con Pekín —reserva de vuelos para conversaciones de normalización con los principales directores ejecutivos y preparación diplomática de alto nivel— echa por tierra las suposiciones europeas sobre la política estadounidense hacia China.

Quizás el plan nunca fue la confrontación por sí misma, sino una palanca para llegar a un acuerdo. Ahora está claro: Trump pretendía replantear las relaciones entre Estados Unidos y China en sus propios términos.

Las implicaciones son devastadoras para Europa. Ha gastado capital político alineándose con lo que suponía que era una confrontación permanente entre Estados Unidos y China, solo para descubrir que Washington sigue considerando a Pekín como un socio negociador, mientras trata a Bruselas como un cliente dócil.

La postura antichina de Von der Leyen, diseñada para ganarse el favor de la Casa Blanca, ha garantizado la exclusión de Europa del reinicio bilateral que definirá la arquitectura económica mundial.

Europa podría haber definido prioridades claras, protegido sus intereses económicos y mantenido la equidistancia entre las superpotencias.

Podría haber establecido líneas rojas con Trump, defendido su base industrial y comprometido con China de forma pragmática.

En lugar de ello, optó por la deferencia, el moralismo y el vasallaje transatlántico, la peor combinación posible en cualquier negociación.

El camino de Europa conduce a un declive controlado disfrazado de lealtad a la alianza. Los presupuestos de defensa agotarán el gasto social, mientras se importan armas estadounidenses que compiten con los fabricantes europeos.

El comercio fluctuará entre las exigencias estadounidenses y las represalias chinas, y la industria europea perderá cuota de mercado frente a ambos. Las iniciativas diplomáticas están sujetas a la aprobación previa de Washington, mientras Pekín construye alianzas alternativas.

Los pocos líderes que se resisten, entre los que destaca Giorgia Meloni, en Italia, hablan por sí mismos, no por Europa. No hay una voz común, ni una brújula, ni un discurso coherente. Lo que queda es un bloque que reacciona, se adapta y cede, pero nunca lidera.

Mientras tanto, Estados Unidos y China juegan por obtener influencia a largo plazo.

Esto deja a Europa con dos opciones:

  • en primer lugar, la diplomacia triangular: en lugar de elegir entre Washington y Pekín, Europa debe hacer que ambas capitales compitan por la cooperación europea;

  • en segundo lugar, la política industrial europea debe dar prioridad a la autonomía tecnológica sobre la alineación ideológica: las cadenas de suministro críticas, la producción de defensa y las infraestructuras digitales requieren el control europeo, independientemente de las preferencias estadounidenses.

Si Europa sigue subvencionando las industrias de defensa estadounidenses mientras se aleja de los mercados chinos, moralizando sobre valores mientras depende de otros, se enfrentará a una dura realidad: la verdadera autonomía requiere la capacidad de hacer valer sus intereses.

Por ahora, el desempeño europeo de independencia garantiza irrelevancia. Los discursos te ganan el aplauso de tus secuaces; el poder real entrega resultados.

Por lo tanto, Europa haría bien en recordar la sabiduría de uno de sus pensadores más influyentes: es mejor ser temido que amado, si no se puede ser ambas cosas.

Traducción nuestra


Sebastián Contin Trillo-Figueroa es un estratega geopolítico afincado en Hong Kong especializado en las relaciones entre Europa y Asia.

Fuente original: Asia Times

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