Escándalos, mentiras y fiestas: la caída de Boris Johnson
AL MAYADEEN. Luego de toda una vida de superar con jactancias y encubrimientos un escándalo tras otro con la fuerza de sus prodigiosas habilidades políticas —una potente mezcla de encanto, astucia, crueldad, arrogancia, destreza de orador y fanfarronadas despeinadas al estilo Wodehouse— Boris Johnson ha llegado una su final. Parece que, después de todo, las leyes de la gravedad también lo emergen.
No es que alguna vez haya engañado a alguien sobre quién era en realidad. A lo largo de los años ha sido descrito una y otra vez como mentiroso, irresponsable, temerario y falto de cualquier filosofía coherente que no sea adquirir y aferrarse al poder.
“Durante 30 años, la gente ha sabido que Boris Johnson mente”, dijo recientemente el escritor y académico Rory Stewart, exintegrante conservador del Parlamento. “Probablemente sea el mejor mentiroso que hayamos tenido como primer ministro. Conoce cien formas distintas de mentir”.
A diferencia del expresidente de Estados Unidos Donald Trump, otro político que tiene una relación improvisada y a menudo distante con la verdad, el enfoque de Johnson rara vez ha sido insistir en sus mentiras o engañarse a sí mismo con el fin de adquirir consistencia al actuar como si resulta verdad. Más bien, las replantea para ajustarlas a la nueva información que sale a la luz, como si la verdad fuera un concepto canjeable, tan firme como la arena movida.
Engañar, omitir, confundir, fanfarronear, negar, distraer, atacar, pedir perdón e insinuar que no ha cometido ningún error… el manual del primer ministro para lidiar con una crisis, dicen sus críticos, casi nunca comienza —y rara vez termina—, con simplemente decir la verdad. Ese enfoque funcionaba hasta que al fin dejó de funcionar.
Su gobierno soportó escándalo tras escándalo, y gran parte de ellos se centraron en el propio comportamiento de Johnson. Fue reprendido por el asesor de ética del gobierno después de que un donante conservador adinerado contribuirá con decenas de millas de libras para ayudar a renovar su apartamento. (Johnson devolvió el dinero). Conversó a través de mensajes de texto privados con un rico hombre de negocios británico sobre su plan para fabricar ventiladores en los primeros días de la pandemia de coronavirus, lo que planteó serias dudas sobre su gestión. Hubo una acumulación casi ridícula de revelaciones vergonzosas sobre la frecuencia con la que los ayudantes de Johnson (y, a veces, Johnson) asistieron a fiestas alcohólicas durante los peores días del confinamiento por COVID-19.
Al final, las diferentes explicaciones del primer ministro acerca de lo que sabía sobre Chris Pincher, un legislador conservador acusado de conducta sexual inapropiada, finalmente inclinaron la balanza en su contra. Estaba claro que, una vez más, había fallado al momento de decir la verdad.
“Lo han descubierto”, dijo Anthony Sargeant, de 44 años, un desarrollador de software que vive en la ciudad norteña de Wakefield. “Lo molesto es que las señales estaban allí”.
“Ha sido despedido de cargos periodísticos anteriores por mentir”, continuó Sargeant, señalando el momento en que Johnson, cuando era un joven reportero, fue despedido de The Times de Londres por inventar una cita. “Sin embargo, lo modificaron, fue el líder del Partido Conservador y se convirtió en primer ministro”.
Después de ayudar a diseñar la caída de su competencia, Theresa May, en 2019, Johnson asumió el cargo con una energía de cambio. Su mensaje populista, su personalidad optimista y sus promesas fáciles de reducir los impuestos y la burocracia, liberar a Gran Bretaña de las cargas de pertenecer a la Unión Europea y restaurar el orgullo del país atrajeron a un público cansado de la brutal lucha por el referéndum del brexit y ansioso por apoyar a alguien que pareció expresar lo que los ciudadanos sintieron.
Pero al igual que Trump, quien le dio un tono más siniestro a su propio mensaje populista, Johnson siempre se ha comportado como si fuera más grande que el cargo que ocupaba, como si el daño que causara fuera intrascendente mientras pudiera permanecer en poder. Su discurso de renuncia, en el que prometió permanecer en el cargo hasta que los conservadores pudieran elegir un nuevo líder, se resaltará por su falta de autocrítica y su mala lectura del estado de ánimo de sus antiguos seguidores.
Nacido como Alexander Boris de Pfeffel Johnson, comenzó a usar “Boris” en la escuela secundaria, donde el futuro ex primer ministro forjó una historia larga y bien documentada tanto de evadir la verdad como de actuar como alguien que se cree exento de las reglas normales de conducta. Sus muchos años en la vida pública, como reportero y columnista de un periódico, como editor de una destacada revista política de Londres, y como político, han dejado un rastro de testigos y víctimas de su naturaleza poco confiable.
Cuando fue editor de la revista The Spectator,le mintió al editor, Conrad Black, al prometerle que no serviría en el Parlamento mientras trabajara en la revista. (Lo hizo). Cuando lo eligieron por primera vez al Parlamento, le mintió a sus votantes cuando les prometió que renunciaría a su empleo en The Spectator. (No lo hizo). Como legislador, le mintió al líder del partido, Michael Howard, y a los medios, cuando dijo públicamente que no había tenido un amorío con una periodista de la revista ni la había embarazado y pagado por el aborto. (Había hecho todo eso).
En un extraño incidente que le pareció desternillante pero que ejemplificaba a la perfección su falta de seriedad, en 2002 ordenó a un empleado de The Spectator que se hiciera pasar por él cuando un fotógrafo de The New York Times llegó a retratarlo, con la plena esperanza de que el Times quedara en vergüenza al publicar la fotografía de la persona equivocada. (La artimaña fue descubierta solo hacia el final de la sesión fotográfica, cuando el editor de la revista descubrió lo que sucedía).
Cuando era el corresponsal de la publicación derechista Daily Telegraph a finales de los años ochenta, Johnson escribió artículos muy entretenidos pero descaradamente imprecisos con el afán de presentar a la Unión Europea como una fábrica de regulaciones nimias obstinada en acabar con la individualidad británica, artículos que le ayudaron a establecer un relato antieuropeo para una generación de conservadores y allanar el camino para el brexit dos décadas después.
El mismo Johnson le describiría la experiencia años después a la BBC como algo parecido a “arrojar rocas por la barda del jardín” y luego darse cuenta de que “todo lo que escribí desde Bruselas tenía este efecto increíble y explosivo en el partido Tory”, como se le conoce al partido conservador. “Y supongo, me dio esta sensación algo rara de poder”, dijo.
En 2016 cuando fungía al mismo tiempo como alcalde de Londres e integrante del Parlamento, Johnson traicionó al líder del partido conservador, el primer ministro David Cameron, al liderar el bando a favor de salir en el debate sobre el brexit, una postura contraria a la del partido. Como secretario de Exteriores de la sucesora de Cameron, Theresa May, la apuñaló por la espalda —y preparó el camino para su llegada al puesto— al renunciar al gobierno y denunciar públicamente el acuerdo de brexit que ella había negociado durante meses.
Sus líos de faldas y amoríos eran un secreto a voces durante su prolongado matrimonio con Marina Wheeler, su segunda esposa y madre de cuatro de sus (al menos) siete hijos. Se separaron cuando salió a la luz su romance con Carrie Symonds, una funcionaria conservadora que ahora es madre de dos de sus siete hijos.
Al menos tiene un hijo más, una niña nacida de una relación con una asesora casada cuando él era el alcalde (aún casado) de Londres, a principios de la década de 2010.
“Si Boris me dice que es lunes o martes, no le creería”, dijo una vez Max Hastings, el editor de Telegraph que contrató a Johnson como su corresponsal en Bruselas. En 2019, cuando Johnson se preparaba para ser primer ministro, Hastings escribió un artículo titulado “Fui el jefe de Boris Johnson: es completamente incapaz de ser primer ministro”. En la nota decía de Johnson que era un “charlatán saltarín” que padecía de “bancarrota moral” y mostraba un “desprecio por la verdad”.
Hastings, quien contrató a Johnson cuando el futuro primer ministro era un veinteañero, no fue el primero en cuestionar la seriedad de su propósito y su agrandado sentido de sí mismo.
Cuando Johnson tenía 17 años y era alumno de Eton College, el internado para varones que educa a las élites del país, su maestro de clásicos envió una carta a la casa de Stanley, el padre de Johnson.
“Boris en verdad ha adquirido una actitud lastimosamente displicente hacia sus estudios clásicos”, escribió el profesor, Martin Hammond, y “algunas veces parece ofendido cuando se le critica por lo que constituye una gran falta de responsabilidad”.
Y añadió, sobre el adolescente que llegaría a ser primer ministro: “Me parece que honestamente cree que es una grosería de nuestra parte no considerarlo una excepción, alguien que debería estar libre de la red de obligaciones que restringe a todos los demás”.