Horacio Vásquez: la ceguera que nos costó caro.

Por Farid Kury.

Rafael Leonidas Trujillo engañó a Horacio Vásquez, pero la verdad, aunque pudiera parecer un contrasentido, es que éste se merecía que lo engañaran.

El caudillo mocano, de gran carisma y arraigo popular, había sido presidente en tres ocasiones, la última de las cuales en 1924 cuando venció a Francisco J. Peynado, el creador del plan de evacuación conocido como Plan Hughes-Peynado, en las elecciones celebradas tras la salida de las tropas norteamericanas, que nos habían ocupado en 1916.

Ese período presidencial debió terminar en 1928, puesto que la constitución por la cual fue elegido establecía el período presidencial de cuatro años y la no reelección.

Pero cuando se acercaba el 1928, y el presidente debía abandonar la presidencia, Horacio y su corte, entendiéndose lo que los presidentes siempre entienden: imprescindibles y dueños del país, extendieron ilegalmente el período presidencial por dos años.

El asunto pudo terminar ahí y el presidente marcharse al terminar su período que ya era de seis años. Pero no. No fue suficiente. El hombre quería seguir y seguir. El hombre sufría de migraña política y había desarrollado un amor desmedido por el poder. No concebía la idea de dejar el poder y marcharse para su casa, así no más.

En 1930, viejo, enfermo, operado, y desafiando la prudencia, quiso continuar en el gobierno. Pero Horacio tenía un adversario a temer, precisamente a su lado, que comía en su mesa, y él no se daba cuenta. Mas aun: no quiso darse cuenta. Ese adversario era nada menos que Rafael Leónidas Trujillo, el jefe del ejército, posición conseguida gracias a los decretos de Horacio y contra todas las advertencias sobre su dudosa lealtad.

Trujillo había desarrollado ambiciones por el poder, pero se mantenía agachadito, sin hacer ruidos, eso sí, se había propuesto ganarse el afecto del presidente y de su esposa, doña Trina de Moya, cosa que había logrado a las mil maravillas, y es lo que explica que llegara, en corto tiempo y pese a todas las advertencias de la cúpula del horacismo, a ser Jefe del ejército.

Ser jefe del ejército, en ese tiempo, significaba tener el poder represivo del Estado concentrado en sus manos. Trujillo iba a usar ese poder, sin escrúpulos, para enriquecerse y para llegar al poder. El ejército, a resultas de las transformaciones hechas por las tropas norteamericanas, era la única institución realmente organizada, poderosa y con capacidad para controlar todo el territorio nacional, lo que le daba a Trujillo un poder nunca antes visto ni tenido y capacidad de influir decisivamente en el acontecer nacional.

Discretamente se mantenía al asecho, esperando el momento oportuno y sin desesperarse. Era astuto, paciente, y también oportuno, cualidades que en aquel tiempo eran notorias en él. Fue entonces que, estando Horacio en Baltimore, Estados Unidos, donde le fue extirpado un riñón, que el hombre se acercó a Rafael Estrella Ureña, un antiguo horacista que aspiraba a la presidencia, y se enroló en la conspiración que éste, sin poder real, fraguaba desde el Cibao. Gracias a su astucia y al poder concentrado en sus manos terminó apoderándose totalmente de la conspiración, porque el ingenuo Estrella Ureña fue engañado, y siendo vicepresidente del país, fue desconsiderado, humillado y deportado del país. Pero esa es otra historia a contar sus detalles en otro momento.

Todo el mundo sabía que el jefe del ejército ambicionaba el poder y conspiraba para tomarlo, menos el que debía saberlo: el presidente. Lo sabía la cúpula del horacismo completa, y lo sabía también la legación norteamericana, así como también muchos oficiales del ejército. No fueron uno ni dos, sino varios los que le advirtieron de los planes de Trujillo, pero éste, ofuscado y cegado, no hizo caso a nadie, ni siquiera a su vicepresidente José Dolores Alfonseca, Chuchú, quién en innumerables ocasiones le habló, ni a las constantes y claras advertencias de Virgilio Martínez Reyna, su principal hombre en el Cibao. La cúpula del horacismo, percatada de lo que se fraguaba, veía con impotencia y rabia la indiferencia de Horacio frente a sus advertencias. Todas esas advertencias eran interpretadas por el anciano caudillo como parte de los celos y las intrigas que se desarrollan en el poder alrededor de los presidentes, y sencillamente nunca les prestó oídos.

Llegada la hora ansiosamente esperada y considerada oportuna y adecuada para dar el golpe definitivo, el hijo de doña Altagracia Julia Molina no vaciló en proceder y derrocar a su jefe, al que lo había llevado a ser, contra todas las advertencias, poderoso jefe del ejército. Cuando el viejo y ambicioso mocano vino a despertar ya era tarde, para él, para su gobierno y para la nación. Lamentablemente. Trujillo tenía ya el toro agarrado por los cuernos y no los iba a soltar nunca. Ni siquiera los soltó cuando llegó a la presidencia en agosto de 1930. Ahí fue que apretó el fuete. Iba a morir, tras un ejercicio prolongado de 31 años de férrea dictadura, en el poder. Eso nos costó la ceguera y los oídos cerrados de Horacio Vázquez.

Pero ese ingenuo proceder de Horacio nos dejó una lección y es la de que a veces los líderes tienen que ponerle atención al dicho popular que dice «cuando el río suena es porque agua trae».

Foto: El presidente Horacio Vásquez y su jefe del ejército, Rafael Leónidas Trujillo Molina.

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