Israel, Estados Unidos e Irán: la guerra acaba de comenzar (parte I)
Roberto Iannuzzi.
Foto: Una fotografía de la Fuerza Aérea de EE. UU. muestra un bombardero B-2 Spirit preparándose para la Operación Midnight Hammer en la Base Aérea Whiteman, Missouri, el 22 de junio de 2025.
El viejo sueño neoconservador de rediseñar Oriente Medio mediante una serie de cambios de régimen que beneficien a Estados Unidos e Israel, archivado durante una década, ha vuelto a cobrar protagonismo.
Nota: la segunda parte de este artículo se publicará la próxima semana.
El repentino alto el fuego ‘impuesto’ a Israel e Irán el pasado 24 de junio por el presidente estadounidense Donald Trump, en lo que muchos han rebautizado como “la guerra de los doce días”, probablemente no marca el fin de las hostilidades, sino el comienzo de un conflicto más amplio y peligroso por la hegemonía en Oriente Medio, con posibles ramificaciones globales.
Los doce días de conflicto que hemos presenciado constituyen un salto cualitativo desestabilizador en la confrontación entre Israel e Irán, que ha pasado de la “guerra en la sombra” de las últimas décadas a un enfrentamiento militar directo.
En el primer caso, Irán había preocupado a Israel sobre todo a través de sus aliados regionales, en primer lugar, Hamás y Hezbolá. Israel, por su parte, había llevado a cabo una serie de operaciones encubiertas —acciones de sabotaje y asesinatos selectivos— en territorio iraní, a menudo aprovechándose de socios locales.
En el segundo, los dos países se han atacado mutuamente con ataques militares directos (aunque a distancia, ya que no son países limítrofes). Los primeros indicios de este salto cualitativo se produjeron con los «intercambios de misiles» entre ambos países en abril y octubre de 2024.
Tanto en la ‘guerra en la sombra’de las últimas décadas como en el enfrentamiento directo que concluyó el 24 de junio, Israel ha contado con el apoyo de Estados Unidos.
“Los hombres de verdad quieren ir a Teherán”
Desde la revolución de 1979, cuando Irán salió del sistema de alianzas estadounidense en la región, la República Islámica ha sido considerada por Washington como un enemigo a eliminar.
El enfoque estadounidense se mantuvo inalterado incluso después de que el ímpetu revolucionario iraní perdiera su impulso inicial y quedara claro que no se extendería más allá de Irán.
Desde principios del nuevo milenio, el país ha sido durante años el codiciado trofeo final de un plan neoconservador destinado a rediseñar Oriente Medio para asegurar definitivamente la hegemonía israelo-estadounidense en la región.
Este objetivo se exponía claramente en un documento redactado en 1996 por un grupo de estrategas neoconservadores liderados por Richard Perle, titulado «A Clean Break: A New Strategy for Securing the Realm»(Una ruptura limpia: una nueva estrategia para asegurar el reino).
Durante los años de la invasión estadounidense de Irak, en los círculos neoconservadores estaba de moda una frase que habría sido pronunciadaoriginalmente por un alto funcionario británico: “Todos quieren ir a Bagdad. Los hombres de verdad quieren ir a Teherán”.
Todavía en 2009, la idea de un cambio de régimen en Irán estaba muy en boga en los pasillos del establishment estadounidense, como confirma un informe de la Brookings Institution (uno de los think tanks más influyentes de Estados Unidos) titulado: «Which Path to Persia? Options for a New American Strategy toward Iran» (¿Qué camino hacia Persia? Opciones para una nueva estrategia estadounidense hacia Irán).
El capítulo 5 del informe, titulado “Leave it to Bibi: Allowing or Encouraging an Israeli Military Strike” (Déjenlo a Bibi: permitir o fomentar un ataque militar israelí), parece extraordinariamente profético.
Sin embargo, tras los fracasos de George W. Bush en Irak y Afganistán, y tras la derrota de Israel en la guerra con Hezbolá en el Líbano en 2006, los planes neoconservadores para Oriente Medio pasaron progresivamente a un segundo plano.
Tras archivar el enésimo fracaso en Siria, donde Washington había intentado un nuevo cambio de régimen tras las revueltas árabes de 2011, la administración Obama había tratado de llevar a cabo el anunciado «giro» hacia Asia para contener el ascenso chino y había apoyado la revuelta de Maidan en Kiev con un carácter antirruso en 2014.
Un año después, precisamente con vistas a una progresiva retirada de Oriente Medio, Obama había alcanzado un acuerdo con Teherán, el llamado Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA), para archivar la cuestión nuclear y encontrar un frágil modus vivendi con Irán. Esto habría permitido a Washington mirar hacia otros lugares.
En los años siguientes, la atención de los presidentes estadounidenses se vería absorbida por el enfrentamiento con Moscú en Ucrania, la guerra comercial con Pekín y, en general, la renovada “competencia entre grandes potencias”.
En Washington, Oriente Medio había caído en el olvido, lo que provocó un enfriamiento de las relaciones con aliados históricos como Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos, y una penetración económica china cada vez más marcada en el Golfo.
Nuevos planes de EE. UU. en Oriente Medio
Consciente de la pérdida de influencia en Oriente Medio, en 2023 la Administración Biden planeó un regreso estadounidense a la región, basado en nuevos acuerdos de seguridad con los principales socios de EE. UU. en el Golfo, en el relanzamiento de los Acuerdos de Abraham introducidos por su predecesor Donald Trump para normalizar las relaciones entre Israel y los países árabes, y en el anuncio de un corredor económico —el Corredor Económico India-Oriente Medio-Europa (IMEC)— que debería consolidar la nueva arquitectura de seguridad estadounidense en la región desde el punto de vista logístico y comercial.
El IMEC se proponía como una alternativa clara (y presuntuosa) a la Belt and Road Initiative (BRI, la “ruta de la seda” china) con el objetivo de intentar frenar la penetración de Pekín.
Los acuerdos de Abraham tenían por objeto crear un frente regional árabe-israelí-estadounidense destinado a aislar a Irán y a sus aliados regionales del llamado “Eje de la Resistencia” (Hamas, Hezbolá, Siria, milicias chiítas en Irak y Ansar Allah en Yemen).
Sin embargo, este plan se vio trastocado por el ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023 y la violentísima respuesta militar israelí, que provocó la reacción de Hezbolá en el Líbano, de las milicias chiitas iraquíes y de Ansar Allah (también conocidos como los «hutíes», por el nombre de su fundador) en señal de solidaridad con Hamás y con los palestinos de Gaza.
La nueva desestabilización de Oriente Medio ponía en tela de juicio toda la arquitectura del IMEC y los Acuerdos de Abraham: un corredor económico nunca vería la luz en una zona sacudida por los conflictos, y una normalización de las relaciones (en particular) entre Arabia Saudí e Israel era impensable mientras el ejército de Tel Aviv exterminaba a los palestinos.
Por esta razón, la administración Biden, aunque nunca ha negado el apoyo logístico y el suministro de armas esenciales para el funcionamiento de la operación militar israelí, ha intentado en varias ocasiones desalentar los planes israelíes de ampliar el conflicto a escala regional, proponiendo en su lugar una solución política en Gaza que, sin embargo, el Gobierno de Netanyahu siempre ha rechazado.
El punto de inflexión de septiembre de 2024
El punto de inflexión que contribuyó a disipar las dudas de muchos estrategas estadounidenses y de varios miembros de la administración Biden fue la impresionante operación llevada a cabo por el ejército israelí en el Líbano el 27 de septiembre de 2024, que condujo a la eliminación del secretario general de Hezbolá, Hassan Nasrallah, y a la decapitación de toda la dirección del grupo.
Esa operación, basada en una escalofriante capacidad de penetración de los servicios de inteligencia que permitió a Israel reconstruir con extrema precisión los movimientos de los principales líderes del movimiento libanés y atacar en el momento oportuno con efectos devastadores, ha llevado a muchos en Washington a revisar sus posiciones.
La perspectiva de asestar un golpe mortal a un segundo eslabón del eje proiraní, tras el desmantelamiento militar de Hamás en Gaza, ha llevado a políticos y expertos de Washington a considerar viable la estrategia de utilizar a Israel como ‘ariete’ para desarticular el eje de la resistencia y aislar a Irán.
Es interesante recordar que, precisamente en esa ocasión, Jared Kushner, yerno de Trump (entonces inmerso en la campaña presidencial), escribió en un largo post en X (Twitter) que Hezbolá era un arma apuntando a la sien de Israel. Esa arma había impedido hasta entonces la destrucción de las instalaciones nucleares iraníes.
Sin Hezbolá, sostenía Kushner, Irán era mucho más débil y estaba expuesto a un posible ataque.
Estas convicciones se reforzaron aún más en Washington tras la rocambolesca caída de Bashar al-Assad en Siria, en diciembre de 2024, y el posterior desmantelamiento del residuo aparato militar de Damasco por una sistemática campaña de bombardeos israelí, que dejó el espacio aéreo sirio bajo el control total de Israel.
El viejo sueño neoconservador de rediseñar Oriente Medio mediante una serie de cambios de régimen en beneficio de Estados Unidos e Israel, archivado durante una década, resurgía con fuerza y de forma totalmente inesperada.
La caída de Assad dejaba a Hezbolá aislado en el vecino Líbano y enormemente debilitado por el durísimo enfrentamiento militar con Israel que concluyó con el alto el fuego del 27 de noviembre (violadoconstantemente por Tel Aviv).
Gaza, sin más apoyo que el limitado de Ansar Allah desde el lejano Yemen, seguía enfrentándose en soledad a su trágico destino.
Al este de Siria, ya totalmente inofensiva, Estados Unidos seguía ejerciendo una notable influencia en Irak y controlando su espacio aéreo.
Por lo tanto, había una “ventana de oportunidad”, escribían los comentaristas israelíes, para atacar las instalaciones nucleares iraníes, dada la debilidad y el aislamiento en que se encontraba Teherán, y la existencia de un corredor seguro para llegar a la frontera iraní a través de los cielos de Siria e Irak.
¿Para qué sirve el programa nuclear de Teherán?
En este punto, es importante aclarar que el programa nuclear iraní ha sido un pretexto útil para atacar militarmente a Irán, pero no es el verdadero objetivo que ha motivado esta acción.
Como escribió la analista Sina Toossi, el programa nuclear de Teherán no debe interpretarse como una “cruzada ideológica para hacerse con la bomba”, sino como un instrumento calibrado para alcanzar objetivos de disuasión y poder de negociación.
No hay que olvidar que, desde su nacimiento en 1979, la República Islámica ha estado sometida a un embargo económico y a una amenaza militar constante, en particular por parte de Estados Unidos (también a través del apoyo de Washington a actores regionales como Sadam Husein durante la guerra entre Irán e Irak de 1980-1988).
Para salir de este atolladero, Teherán ha recurrido a diversos instrumentos, entre los que destacan, por un lado, la creación de un eje de aliados regionales que constituyera una especie de cinturón de seguridad alrededor de Irán y, por otro, el desarrollo de un programa de misiles balísticos (en particular para suplir la falta de una fuerza aérea) y del programa nuclear.
Gracias a este último, Teherán se ha convertido en una potencia nuclear ‘latente’ que, aunque hasta ahora no ha mostrado intención de fabricar un arma atómica, dispone de casi toda la infraestructura y los conocimientos científicos necesarios para producirla.
La estrategia iraní persigue múltiples objetivos: utilizar los elementos del programa nuclear como moneda de cambio en las negociaciones para obtener la derogación de las sanciones (que no solo afectan al ámbito nuclear, y en parte son anteriores a él), reforzar los instrumentos que garantizan su independencia política, económica y científica en un entorno generalmente hostil, y, sin duda, mantener abierta la vía hacia la construcción de un artefacto nuclear en caso de que se materialice una amenaza externa existencial.
En los últimos años, los líderes políticos iraníes han demostrado estar dispuestos a no cruzar el umbral de la potencia nuclear latente, alcanzando en 2015 un acuerdo (el mencionado JCPOA) con la administración Obama.
Dicho acuerdo imponía límites verificables al programa nuclear iraní y un estricto régimen de vigilancia de las instalaciones nucleares del país, a cambio de garantías de seguridad y la promesa de levantar las sanciones.
Como ya mencioné en un artículo anterior, fue Trump quien, en 2018, se retiró unilateralmente del acuerdo nuclear (que Irán estaba respetando), sentando las bases para la crisis actual.
A pesar de ello, según las últimas estimaciones de la inteligencia estadounidense, Irán no ha reactivado su programa nuclear militar (suspendido desde 2003) y necesitaría otros tres años para construir un arma atómica(miniaturizando una ojiva y construyendo un vector balístico capaz de albergarla) si tomara una decisión política en este sentido.
Por lo tanto, es evidente que el problema que Irán representa a los ojos de sus adversarios no es el programa nuclear en sí mismo, sino la voluntad iraní de no someterse a la arquitectura hegemónica israelo-estadounidense en Oriente Medio, lo que automáticamente lo convierte en un competidor a nivel regional.
Es igualmente importante señalar que el Gobierno liderado por el presidente reformista Masoud Pezeshkian (que tomó posesión el 30 de julio de 2024) tenía entre los puntos de su programa político el de reanudar las negociaciones con Estados Unidos para lograr una reconciliación con Occidente (una empresa que antes que él ya habían intentado, sin éxito, figuras como Mohammad Khatami y Hassan Rouhani, signatario del JCPOA).
El frente intervencionista en Israel y EE. UU.
A pesar del inicio de las negociaciones entre Irán y la administración Trump en los últimos meses para resolver pacíficamente la disputa nuclear, en el mismo período se ha consolidado en Israel y Estados Unidos un “partido de la guerra” decidido a actuar militarmente contra Teherán.
Este partido era muy fuerte sobre todo en Israel, donde toda una clase política era favorable a la perspectiva de un ataque. El 13 de junio (cuando comenzó la operación militar), expresó masivamente (incluidoslos miembros de la oposición) su apoyo al primer ministro Netanyahu.
Durante la guerra de doce días, todas las polémicas relacionadas con el 7 de octubre, la liberación de los rehenes, la gestión de la guerra en Gaza y el enfrentamiento institucional en Israel desaparecieron del panorama mediático israelí, dando paso a una recomposición política y de la opinión pública.
Dos figuras clave en la planificación del ataque a Irán fueron el director del Mossad, David Barnea, y el comandante de la Fuerza Aérea, Tomer Bar.
Otra figura esencial, el asesor de Seguridad Nacional, Tzachi Hanegbi, desempeñó un papel destacado en la obtención del consentimiento del comandante de las Fuerzas Armadas, Eyal Zamir.
El visto bueno del ejército marcó una clara ruptura con el pasado. De hecho, desde 2007, todos los comandantes del ejército israelí, desde Gabi Ashkenazi hasta Benny Gantz y Gadi Eisenkot, se habían opuesto a la idea de atacar militarmente a Irán.
Barnea, por su parte, transformó radicalmente el Mossad, introduciendo innovaciones tecnológicas en materia de seguimiento, rastreo y vigilancia, y en el uso de la inteligencia artificial, que hicieron posibles las operaciones de “decapitación”de los líderes de Hezbolá en el Líbano y de los altos mandos militares en Irán, así como los asesinatos selectivos de líderes de Hamás desde Beirut hasta Teherán.
Al igual que Netanyahu, Barnea se oponía al acuerdo nuclear de 2015. Además, ha coordinado estrechamente con la CIA, que a su vez ha desempeñado un papel fundamental en la preparación de la guerra de doce días.
Además del director de la CIA, John Ratcliffe, el general Michael «Erik» Kurilla, comandante del Mando Central de Estados Unidos responsable de la región de Oriente Medio, fue un aliado esencial de Israel dentro de la Administración Trump.
Varias fuentes señalan a Kurilla como la figura clave dentro de la Administración que llevó a la aprobación del ataque contra Teherán.
A menudo descrito como radicalmente proisraelí, Kurilla siempre ha considerado a Irán como una amenaza que hay que erradicar. Fue él quien quiso y dirigió la fallida campaña de bombardeos contra Ansar Allah en Yemen.
Detrás de la determinación de Kurilla de neutralizar a Irán está su convicción de que existe un estrecho vínculo entre Teherán, por un lado, y Moscú y Pekín, por otro.
Como explicó ante la Comisión de Fuerzas Armadas de la Cámara de Representantes en 2023, la mitad del petróleo y más de un tercio del gas natural que consumen los chinos proviene de Oriente Medio, en gran parte a través del estrecho de Ormuz. “Esto los hace vulnerables”, concluyó Kurilla.
Para él, por lo tanto, atacar a Teherán significaba también debilitar a China y Rusia.
Esta convicción es compartida por otros en Washington, en particular entre los republicanos y los neoconservadores. El lobby israelí apoyó obviamente toda la operación, ejerciendo presionesincluso sobre aquellos demócratas que se mostraron reacios a respaldarla.
Este amplio frente sentó las bases para un endurecimiento de las posiciones negociadoras de la Administración, lo que llevó las negociaciones con Teherán al borde del fracaso y, al mismo tiempo, a la planificación y ejecución del ataque.
Traducción nuestra
*Roberto Iannuzzi es analista independiente especializado en Política Internacional, mundo multipolar y (des)orden global, crisis de la democracia, biopolítica y «pandemia new normal».
Fuente original: Intelligence for the people