La caída del traidor

Farid Kury

Lo que llevó al General Pedro Santana a anexar el país a España no fue, como se propagó, su interés de defender la nación de las agresiones haitianas. No. Lo que lo llevó a esa infamia que lo deshonra frente al juicio severo de la historia, fue su interés de mantener vivo el Estado hatero que estaba personificado en él, y por lo tanto, fue también su interés de mantenerse en el poder.

Pero para el 18 de marzo de 1861, fecha en que se proclamó la Anexión, tal y como dice el profesor Juan Bosch, «la sociedad hatera se hallaba en proceso de extinción desde antes de 1844 y el poder que tenía en 1863 era puramente político», y ni siquiera el poder implacable de Pedro Santana, usado siempre sin límites, iba a impedir su desaparición.

Desde su llegada al poder el 12 de julio de 1844, Santana se enfrascó en una lucha con los trinitarios, y usó todo el poder del Estado para vencerlos, desterrando a unos, como hizo con Duarte, Sánchez y Mella, y matando a otros, como hizo con María Trinidad Sánchez, los hermanos Puello, Antonio Duvergé, y otros.

Pero esa lucha iba a adquirir otra connotación cuando Buenaventura Báez, que había sido aliado de Santana en los primeros años de la República, pasó en los años cincuenta a liderar la llamada pequeña burguesía, primero en todas sus capas, y luego y sobre todo, en las capas mas bajas. En esa lucha, que se desarrolló en un escenario desventajoso para los hateros, Santana iba perdiendo prestigio y poder, y él que tenía un instinto brutal a la hora de defender su liderazgo, entendió que la única manera que tenía de defenderse y defender su poder de las huestes de Báez era integrando el país a la corona española. De manera que fue la lucha por el poder entre baecistas y santanistas lo que lo llevó a pedir, y lograr, la Anexión a España.

Pero como dice el dicho, una cosa piensa el burro y otra quién lo apareja. Los cálculos le iban a salir muy mal a quién una vez fue proclamado por cirios y troyanos como El Marqués de la Carrera. La Anexión iba a producir, para su desgracia, efectos muy diferentes a los buscados.

Para empezar, el Estado dominicano, y por tanto, el Estado hatero que se pretendía salvar de las arremetidas de los baecistas, quedó disuelto cuando pasamos a ser una simple provincia ultramarina de España. Y Pedro Santana que pretendía seguir mandando sin límites, como lo había hecho siempre, tuvo que conformarse con ser nombrado Capitán General, un título simbólico que en la fuerza de los hechos no representaba gran cosa. Quiénes en realidad tenían el mando eran los españoles, y concretamente el gobernador y Capitán General Felipe Ribero. A Santana se le dio un título, pero no poder.

El poder lo tenían los españoles. Y no solo eso, sino además, esos españoles, venidos desde Cuba, donde aún prevalecía la esclavitud, despreciaban a los generales y soldados dominicanos santanistas, lo que fue creando un sentimiento de disgusto y rabia, que se pondría de manifiesto cuando estalló la guerra de la Restauración. Fueron muchos los generales santanistas, inconformes por ese trato vejatorio, que se integraron a la causa restauradora, y lo hicieron, no porque tuvieran o no sentimientos patrióticos, sino como consecuencia de ese trato.

Santana era un bárbaro, pero no un cobarde, y debía sentirse herido en su alma con los españoles. Pero con quién más iba a tener problemas es con el último Gobernador y Capitán General, José de la Gándara, a quién los restauradores despectivamente llamaban la Gángara. Éste, desde que arribó al país, vino dispuesto contra Santana, y en la primera entrevista que tuvieron se advierte esa animadversión. La misma concluye con una acalorada discusión acerca del estado del gobierno colonial, incapaz de controlar la situación ante el empuje arrollador de la guerra restauradora. Ya los españoles no confían en las fuerzas del Marqués ni en sus juicios, lo que lo atormenta y lo angustia. Percibe que su estrella de antaño está cayendo y no hay cómo levantarse.

Poco tiempo después, en plena guerra, Santana desde El Seybo pide refuerzos. De la Gándara se los envía, pero al mismo tiempo dispone que sea sustituido del mando «en caso necesario». Santana juzga esa disposición como una injuria. Molesto, le escribe a de la Gándara y le dice: «Antes de leer este nombramiento hubiera preferido dejar de existir». Su protesta implica una insubordinación, que el español no tolera. Le escribe una dura carta en la que resalta su rebeldía, y le advierte que: «…no tendría más camino que…entregarlo a la acción de los tribunales, para que fuera corregido, como merece serlo, el funesto ejemplo de indisciplina militar que envuelve…».

Esas palabras ofenden al Marqués. Su ira no tiene límites. Sabe que está tratando con un poder muy superior al suyo. Pero responde con valentía. Escribe una larga carta, que se puede sintetizar con estas contundentes palabras: «No temo sus anenazas. Al General Santana no se le amenaza; se le juzga». Es el último documento de importancia que firma y refleja sin duda el dolor que arropa su alma, él que no tuvo almas cuando dispuso, siempre que pudo, fusilar a sus adversarios.

Alarmado de la Gándara por ese desafío dispone que Santana entregue el mando de sus tropas y se presente de inmediato a Santo Domingo. Las instrucciones al general Juan José del Villar son duras, y anuncian el fin de Santana. Instruye que tan pronto llegue a la capital sea conducido en un buque del Estado a Cuba y puesto allí a disposición del Gobernador hasta recibir órdenes del gobierno de Isabel II.

Pero el español no tendría la oportunidad de desconsideralo. El 8 de junio de 1864 llega a la capital desde la Romana, y apenas cuatro días después cae enfermo de gravedad. Hay consternación y sorpresa, y los médicos hacen esfuerzos para evitar su muerte. Es llevado a su casa que tenía en la capital, y solo dos días después, el 14 de junio, a las once de la mañana, entra en la agonía y al ratico muere. Todo fue muy rápido, como queriendo irse de este mundo antes de que se lo lleven a Cuba. Se ha conjeturado sobre su muerte, vista por unos con tristeza y conmiseración, y por otros con júbilo y desprecio. Unos difundieron que fue envenenado o que se envenenó, otros que fue la amargura que lo mató. Pero de una manera o de otra, no hay dudas de que la caída del Marqués significó un triunfo para la causa restauradora. Una hoja suelta escrita desde el frente restaurador, que comunica a todos los campamentos su muerte, es encabezada por esta estrofa, tan dura como merecida:

«Fuiste de un pueblo inocente genio o demonio fatal, que segaste inclemente la flor de su brava gente con estoicismo infernal. Criminal! Criminal!».

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