La guerra perdida
Enrico Tomaselli.
Imagen: OTL
Lo que se está combatiendo en Oriente Próximo, y que debido al engaño que se ha apoderado de las clases dirigentes occidentales aún, podría desembocar en una terrible guerra regional-mundial, es algo que los dirigentes sionistas israelíes se niegan a reconocer como tal, y con ellos todo Occidente, que bebe de su narrativa.
Lo que Israel no sabe ni quiere entender, ante todo porque tiene una clase dirigente absolutamente mediocre, mezcla de fanáticos intolerantes y gordos tiburones políticos, es que romper la Historia, fragmentarla en segmentos separados según la propia conveniencia, no sólo no sirve realmente para romperla, sino que impide captar su significado, su dirección; desentenderse del pasado inhibe la capacidad de comprender el futuro, de tener una visión de él.
Desde la fundación del Estado de Israel –que, no hay que olvidar, es un proyecto específico del sionismo-, la población autóctona palestina siempre ha sido considerada exclusivamente como un problema [1], negando in nuce (en esencia) su humanidad. Un problema porque poseían la tierra que codiciaban, porque eran demasiado numerosos, porque no agachaban la cabeza lo suficiente. De ahí a considerarlos abiertamente animales, el paso fue más corto de lo que cabría pensar.
Con raras, pero loables excepciones, los dirigentes israelíes siempre han sido víctimas de esta distorsión de la perspectiva, que luego les ha conducido, precisamente, a una lectura de su propia historia nacional en la que los árabes no son más que un obstáculo, bestias viciosas que dificultan el establecimiento de la paz en la tierra prometida. Esta incapacidad para mirar la historia también desde el lado palestino ha hecho que no vean la Historia, sino sólo una serie de desafortunados reveses.
Para Israel, el 7 de octubre de 2023 es sólo el último: ¡estos malditos animales, que no aceptan la manada y en vez de trabajar para nosotros, nos atacan! – y en su visión unilateral sólo puede ir seguido de un castigo ejemplar. Quizás incluso decisivo.
Israel piensa ahora que puede completar el trabajo que empezó en 1948 y continuó en 1967. Restablecer el orden natural de las cosas.
Por eso no comprende dos cosas fundamentales: que lo que se está librando es una guerra de liberación(como la argelina, como la indochina, como la sudafricana…), y que el 7 de octubre es la fecha que marca el punto de inflexión, tras el cual nada volverá a ser igual.
No importa cuántas bestias feroces mates, si olvidas que son bestias.
Las potencias coloniales se ensañan cuando se cuestiona su dominio. Y los pueblos que quieren liberarse siempre pagan un precio enorme. Los argelinos tuvieron 2 millones de muertos, casi una quinta parte de la población. Los vietnamitas 3 millones de muertos. Pero al final los franceses tuvieron que marcharse.
El dominio colonial termina cuando la potencia dominante paga un precio que ya no puede soportar. Y ésa es la diferencia. Para el dominante, el precio máximo aceptable es muy bajo, pero para el dominado, que lucha por su libertad y la de las generaciones futuras, siempre será mucho más alto.
Descartar la Resistencia palestina como una cuestión de terrorismo -olvidando, por cierto, que Israel se fundó haciendo un amplio uso de esta práctica…- es lo que impedirá a los israelíes comprender la Historia de la que forman parte. Y, por tanto, de enfrentarse a ella.
Como dijo el fallecido Henry Kissinger sobre la guerra de Vietnam,
nosotros libramos una guerra militar; nuestros adversarios libraron una guerra política. Nosotros buscábamos el agotamiento físico; nuestros adversarios pretendían nuestro agotamiento psicológico». De este modo, perdimos de vista una de las máximas cardinales de la guerra partidista: la guerrilla gana si no pierde. El ejército convencional pierde si no gana.
Y el FDI, no está ganando en absoluto. No puede ganar. La Resistencia no necesita infligir al enemigo una derrota militar tal que, por sí misma, provoque su derrumbe. No necesita ganar estratégicamente en el campo de batalla. Basta con que logre mantener su capacidad de combate a lo largo del tiempo, con que logre infligir derrotas tácticas.
La Operación Diluvio de Al-Aqsa es el equivalente palestino de Dien Bien-Phu para el Vietminh, de la Ofensiva Tet para el Vietcong.
El enfoque histórico-cultural con el que Israel aborda el conflicto, incluso antes que el estratégico y táctico, es el límite infranqueable para Tel Aviv. Y es la fuente de los errores que está cometiendo en la guerra.
No comprende que enfrentarse a las formaciones de la Resistencia como si fueran bandas criminales no le llevará a ninguna parte. No comprende que imponer mañana una administración militar en Gaza es un enorme favor para Hamás, que se verá liberado de la carga del gobierno y podrá concentrarse en la lucha.
No comprende que la oleada de ataques militares en Cisjordania y la mayor deslegitimación de la ANP (que es el gobierno de sus ascendientes) son una ayuda para Hamás, que lo que más desea es reunificar los frentes de la Resistencia. No comprende que amenazar continuamente a sus vecinos sólo hará que éstos se abalancen sobre él en el primer momento de debilidad.
No comprende que ya no estamos en 1967 ni en 1973, y que su enemigo no son los ejércitos jordano, sirio y egipcio, sino un frente guerrillero ampliado, capaz de desplegar al menos tantos hombres como Israel pueda movilizar.
La ilusión de poder, la indiferencia ante los cambios que se producen en el mundo que nos rodea, son causas constantes de aventuras sangrientas. Paradigmática a este respecto es la historia de la aventura ucraniana. Aunque fue largamente estudiada y preparada, ha acabado -como era de esperar, podría decirse- en desastre.
Es cierto que rompió, al menos durante algunas décadas, las fructíferas relaciones entre Europa y Rusia, pero no sólo no debilitó en absoluto a esta última, sino que, de hecho, condujo a su fortalecimiento, y más en general, precisamente en términos geopolíticos, produjo la soldadura política, económica y militar entre los principales enemigos con los que cuenta EEUU: Rusia, China, Irán y Corea del Norte.
Una de las muchas conexiones existentes [2], de hecho, entre la guerra de Ucrania y la de Palestina, es que ambas fueron abordadas por las potencias occidentales con la convicción de que al menos podrían gestionarlas, si no ganarlas. Y que, en cambio, ambas marcaron un punto de inflexión, ese punto de la historia a partir del cual todo cambia, para siempre.
Además, y esto también parece increíblemente habérsele escapado a los dirigentes israelíes, la estrategia político-militar adoptada para hacer frente a la crisis desencadenada por el atentado del 7 de octubre, corre el grave riesgo de socavar la existencia misma del Estado de Israel como Estado judío.
De hecho, haber elegido la vía genocida, como instrumento supuestamente decisivo tanto del terrorismo palestino como de la amenaza demográfica árabe, significa al mismo tiempo haber llevado la estrategia milenarista del sionismo al extremo posible. Más allá de la matanza nuclear, que abrumaría a Israel tanto y más que a sus enemigos, ya no hay más allá posible: el genocidio es el último límite alcanzable. Y cuando resulte ineficaz (y de nuevo, nadie debería saber mejor que los judíos que no puede ser de otro modo), socavará la idea fundadora de Israel, su ideología nacional.
El sueño de una patria exclusiva, de judíos y sólo para judíos, así como la ilusión perpetrada durante ochenta años de que tal sueño era realmente realizable, se derrumbarán. Cuando la sociedad israelí haya asentado en su conciencia la imposibilidad material y concreta de realizarlo -porque los palestinos nunca se rendirán, nunca dejarán de ser más, nunca aceptarán vivir como bestias-, entonces todo cambiará también allí. Por supuesto, no mañana. Puede que lleve diez años (y serán años sangrientos y dolorosos), pero a medio plazo significará la muerte política del proyecto sionista.
La liberación de Palestina también liberará a Israel de sus obsesiones. Su guerra está perdida.
Traducción nuestra
*Enrico Tomaselli es Director de arte del festival Magmart, diseñador gráfico y web, desarrollador web, director de video, experto en nuevos medios, experto en comunicación, políticas culturales, y autor de artículos sobre arte y cultura.
Notas
[1] La consigna sobre la que el sionismo construyó primero la idea, y luego el Estado israelí, fue la famosa doble mentira «una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra». Doble porque esa tierra había estado habitada por el pueblo de Palestina durante miles de años, y porque -simplemente- los judíos no son un pueblo, sino simplemente los seguidores de una religión. Y aunque esta religión es muy exclusiva (los judíos no hacen proselitismo, se es tal por nacimiento), lo cierto es que sus adeptos llevan más de dos mil años dispersos por todo el mundo, tiempo durante el cual la etnia semita se ha diluido sin duda mucho más de lo que lo ha hecho para los árabes palestinos -que a su vez son semitas-. No es casualidad que la mayoría de los actuales dirigentes israelíes sean polacos, rusos, rumanos… Y entre los judíos que viven en Israel, hay hasta dos comunidades que no son semitas en absoluto, los falashas (judíos de origen etíope) y los judíos de origen indio.
[2] Sobre este aspecto de ambos conflictos, véase «Dos guerras», Giubbe Rosse News y «Info-guerra: la ‘tercera guerra’», Giubbe Rosse News
Fuente original: Giubbe Rosse News