La prensa de los 12 años y la de ahora
Por Altagracia Paulino
Me inicié en el periodismo como corresponsal de provincia. Uno de mis primeros reportajes, publicado en el vespertino Última Hora, fue una historia profunda sobre el Hospital Regional San Vicente de Paul.
Ese hospital estaba muy cerca de la casa de mi abuela en San Francisco de Macorís, donde trabajaba uno de mis tíos; por eso, cada vez que teníamos un problema de salud, tanto mis primos como yo éramos llevados allí.
La primera vez que ingresé al centro tenía seis años; me dio hepatitis viral y casi pierdo la vida porque mi abuela no sabía que quien tiene hepatitis no debe tomar leche. Luego de que mi pediatra, el doctor Mario Fernández Mena, diagnosticara la enfermedad, a mi madre se le olvidó decirle a mi abuela la dieta estricta. Mi abuela me dio de cena un delicioso arroz con leche, que devoré con mucho apetito, pero al pasar un rato me puse tan mal que perdí el conocimiento.
Me llevaron de urgencia al San Vicente de Paul y, cuando recobré la conciencia, recuerdo que tenía suero en los dos brazos, estaba en una cama realmente limpia, en una habitación deslumbrante, y unas monjas vestidas de negro con sombrero blanco rezaban junto a mi madre, cuidando de mí.
Es una historia larga, que terminaré de contar en mis memorias— si llego a escribirlas—, pero la idea de escribir sobre este tema es diferenciar la libertad de prensa como la entendimos quienes ejercimos el periodismo desde los años setenta y cómo la entendieron los dueños de los medios, que nunca nos censuraron.
Era difícil ocultar un muerto en una calle concurrida, los atentados como el sufrido por Juan Bolívar Díaz, las desapariciones de opositores… en esa época, esos hechos eran noticia cotidiana y se publicaban. Para los medios, competir implicaba publicar las verdades inevitables.
Pasada esa época, llegamos al siglo XXI, que prometía pensamiento crítico y libertad total, pero quedamos atrapados en la censura y la autocensura.
La ética y el compromiso con la verdad son vistas como cosas de un pasado remoto, obsoleto, sin sentido y la libertad de prensa solo vale cuando ensalza a quienes ostentan el poder.
Si se hiciese un trabajo profundo sobre el estado de la salud pública, podríamos romper el silencio cómplice de quienes debían ayudar a mejorarla.
Hoy, más que en ningún otro momento, necesitamos periodistas que no se intimiden ni se rindan ante el silencio impuesto. Hacen falta reportajes que desmantele la indiferencia institucional y denuncien la negligencia que mata en silencio. Necesitamos medios que acompañen a las víctimas, que escuchen su voz y la levanten desde los barrios y los hospitales olvidados. Porque el periodismo no es un lujo, es un servicio al pueblo, un acto de justicia y un guardián indispensable de la palabra y la vida.